De la homilía Virtudes humanas*, quinta en el Índice del libro, disponemos de pocos datos. Fue una de las ocho publicadas por separado en vida de san Josemaría mientras aún estaba en preparación la edición de Es Cristo que pasa. Se remitió a España el 8 de febrero de 1973 1, una semana más tarde del envío de Vida de fe, con la indicación de que se incluiría en el "segundo volumen" 2. Los plazos tan breves entre un envío y otro hacen pensar que, probablemente, ambas habían sido redactadas por el Autor en los meses anteriores 3.
El original mecanográfico de la homilía ocupa catorce folios, a interlineado doble 4. Contiene veintisiete notas a pie de página, de las que algunas (las de textos patrísticos, sin referencia al Migne) no habían sido completadas. Debajo del título se lee: "Homilía pronunciada el 6-IX-1941". Carecemos de información acerca de una eventual predicación oral de san Josemaría en esa fecha (era el sábado de la XIII semana después de Pentecostés), por lo que no podemos relacionar la homilía con ningún texto-base.
En el original citado se advierten dos sustituciones de palabras, que han sido escritas sobre las anteriores, previamente canceladas con líquido corrector. Deben corresponder a la revisión final por parte del Autor, y al ser tan leves se incorporaron directamente al texto, sin mecanografiarlo de nuevo 5.
Durante la preparación de la primera edición del libro fueron descubiertas dos pequeñas erratas, cuya corrección e inclusión en el texto fueron aprobadas en Roma 6.
La primera edición de Virtudes humanas apareció en la Colección "Folletos Mundo Cristiano", n. 163, en abril de 1973 7.
Las virtudes humanas, fundamento de las sobrenaturales
El mensaje de fondo de la homilía, que puede ser considerado también como su hilo conductor, es el que se refleja en el título que acabamos de escribir. Encontraremos esa idea literalmente escrita desde el inicio del texto (cfr. 74c, in fine), y también sembrada por doquier a lo largo del texto; será sin embargo en el último apartado (91a-93) donde el Autor se ocupe más expresamente del tema.
Ya desde el principio, en el párrafo 73c, pondera san Josemaría el fondo de la cuestión acudiendo a un punto de referencia central de su pensamiento: Jesucristo es perfectus Deus y perfectus homo 8, verdad de fe que, en inseparable unidad con el misterio de las Tres Personas divinas, constituye el eje en torno al cual gira la entera cosmovisión cristiana.
La perfección divina y humana de Jesús es, en efecto, el fundamento en el que descansa la verdad de la unidad sin confusión, en la criatura elevada al orden de la gracia, entre los dones naturales y los sobrenaturales. Por pura Bondad y Misericordia de Dios es el hombre capaz de recibir la gracia como auténtico ser sobrenatural, sin que se destruya lo que es por naturaleza, antes al contrario, siendo elevado a un nuevo ámbito de conocimiento y de amor, y por tanto de operación: el de la participación en el conocimiento y el amor divinos. Con un modo de expresión limitado, aunque válido, cabe decir que los dones sobrenaturales, que presuponen y perfeccionan los naturales sin cancelarlos, "descansan" o en cierto modo "se asientan" sobre estos. Y, en ese sentido, es común afirmar, como hace el Autor en esta homilía, que las virtudes sobrenaturales "se apoyan" en las virtudes naturales, pues al ser elevadas por la gracia el alma y sus potencias son también elevados los hábitos operativos buenos (las virtudes naturales) que allí, mediante la reiteración de actos buenos, se habían forjado.
No es necesario que nos extendamos más en estas ideas, a las que volveremos al comentar el texto. Sí queremos, sin embargo, destacar una afirmación que encontramos en el párrafo 83a, en la que san Josemaría, al desvelar la intencionalidad espiritual y práctica con la que ha escrito la homilía, da también la clave para leerla y meditarla: "La finalidad de todas estas reflexiones [es]: edificar una vida interior real y auténtica sobre los cimientos profundos de las virtudes humanas".
El texto se distribuye en ocho apartados, cuyas líneas de fondo comentamos sintéticamente.
El título del primer apartado es parco, no así el alcance de su contenido. El Autor, que en párrafos posteriores fijará la atención en virtudes concretas, enfoca aquí el fondo común a todas en cuanto contempladas con mirada de cristiano, es decir, desde la luz del misterio revelado del Dios hecho Hombre. Si Cristo, sin dejar de ser verdadero Dios, es verdadero hombre, es preciso resaltar la grandeza de lo humano en cuanto capaz y digno de ser asumido por Dios, y es necesario también sostener que todo lo humano noble es llevado por Cristo y en Cristo a su plenitud.
Por eso mismo, para llegar a ser un buen cristiano hay que esforzarse también en ser una persona con calidad humana, comprometida con la verdad y el bien, asentada en la virtud. Puesto que nos ha creado a su imagen y nos ha llamado a ser hijos suyos: "Dios nos quiere muy humanos. Que la cabeza toque el cielo, pero que las plantas pisen bien seguras en la tierra. El precio de vivir en cristiano no es dejar de ser hombres o abdicar del esfuerzo por adquirir esas virtudes que algunos tienen, aun sin conocer a Cristo" (75c).
Estas son las primeras virtudes humanas que nos invita a considerar el Autor, aunque no pretende ordenarlas por importancia, pues todas son, en su necesario entrelazamiento, valiosas y necesarias. Al comenzar, sin embargo, por estas, quizás quiera atraer la atención del lector hacia el auténtico sentido –humano y cristiano– de algo que todos cuantos hemos nacido a la vida en esta tierra hemos podido también prontamente comprobar: que "el camino del cristiano, el de cualquier hombre, no es fácil" (77b), que "vivir es enfrentarse con dificultades, sentir en el corazón alegrías y sinsabores" (ibid.)… Justamente ahí, en esa experiencia personal de que es preciso ir adelante aunque las cosas cuesten, se forja la virtud de la fortaleza y aquellas otras que, como las mencionadas en el título del apartado, crecen y maduran a su alrededor, y ennoblecen la lucha cotidiana. "Es fuerte el que persevera en el cumplimiento de lo que entiende que debe hacer, según su conciencia; el que no mide el valor de una tarea exclusivamente por los beneficios que recibe, sino por el servicio que presta a los demás" (77c). Y "el que sabe ser fuerte no se mueve por la prisa de cobrar el fruto de su virtud; es paciente" (78); y quien es fuerte y paciente, es sereno (cfr. 79), y magnánimo: capaz de salir de sí mismo, de emprender obras valiosas en beneficio de todos (cfr. 80b).
Muy cercanas son en la práctica estas dos nuevas virtudes cuando son vistas, como aquí se nos sugiere, más bien desde la perspectiva de la segunda, comprendida esta a su vez desde su raíz etimológica, que es el verbo latino diligo (amar). Así las quiere contemplar el Autor, al subrayar que el laborioso es el que "hace lo que debe y está en lo que hace, no por rutina, ni por ocupar las horas, sino como fruto de una reflexión atenta y ponderada" (81b), y "por eso es diligente" (ibid.). Trabajar bien, poniendo amor en lo que se hace: ese es el mensaje que transmite la persona laboriosa y diligente. Es a Cristo Hombre en sus treinta años de trabajo humano y divino a quien, como siempre, está mirando el Autor (cfr. 81c).
Las dos nuevas virtudes que toma en consideración san Josemaría tienen en común la inmediata referencia de sus acciones propias hacia los demás (ad extra). Ser veraz significa mostrar ante los otros, con obras y palabras, el compromiso de uno mismo con la verdad, huyendo de "la duplicidad, la simulación y la hipocresía", como se lee en el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2468). Ser justo implica, por su parte, reconocer y respetar lo que es propio de cada uno, de acuerdo con la propia dignidad personal y con la recta articulación de la convivencia social. La amplitud del terreno en que se desenvuelve la práctica de estas virtudes –el inmenso campo de las relaciones interpersonales y de la armonía familiar y comunitaria–, entrañaría asimismo un largo desarrollo en la exposición de sus contenidos, si esa fuera –evidentemente no lo es– la intención del Autor. Como escribe un poco más abajo él mismo refiriéndose a la segunda (y lo mismo sería aplicable a la primera, o a cualquiera de las virtudes tratadas en la homilía): "aquí solo podemos trazar algunos rasgos, sin perder de vista cuál es la finalidad de todas estas reflexiones: edificar una vida interior real y auténtica sobre los cimientos profundos de las virtudes humanas" (83a).
La templanza, considerada aquí como virtud natural o moral, es un hábito que ayuda al hombre a moderar y a dirigir al fin último las pasiones que lo atraen desordenadamente hacia los bienes sensibles. Mueve a someter la concupiscencia a la razón, y facilita en ese sentido el crecimiento espiritual. Tiene una importancia extraordinaria en la vida cristiana, pues ayuda a combatir las raíces más profundas del pecado (la soberbia, la lujuria, la gula…), que acompañan a la naturaleza herida como fundamento de su debilidad.
Al moderar el apetito concupiscible, la virtud de la templanza modifica también las pasiones del irascible y facilita el ejercicio de la fortaleza. Para ser un cristiano fuerte, que afronta sin temor los peligros y soporta pacientemente los males externos, hay que ser sobre todo un hombre templado en la lucha contra los males internos: contra la debilidad de la propia carne. La batalla más importante es la batalla contra nosotros mismos.
Todo esto está de algún modo presente en los párrafos siguientes, que quizás podrían sintetizarse en la frase con que comienza el apartado: "Templanza es señorío" (84a).
Da comienzo, bajo este título, el apartado de la homilía dedicado a la virtud de la prudencia, asociada aquí a la sabiduría, como es habitual en el pensamiento cristiano principalmente bajo la luz de la revelación bíblica, pero siguiendo la tradición aristotélica. Sabiduría y prudencia guían al hombre justo en sus acciones. El hombre prudente, enseña ampliamente el libro de los Proverbios, es el que posee la sabiduría en su corazón, o lo que es igual, la sabiduría se asienta en el corazón del prudente. "Con sabiduría se construye una casa, y con prudencia se sostiene" (Pr 24, 3).
La prudencia, pondrá de manifiesto el Autor, "se manifiesta en el hábito que inclina a actuar bien: a clarificar el fin y a buscar los medios más convenientes para alcanzarlo" (85a). El contenido de su operación propia puede compendiarse así: "Por la prudencia el hombre es audaz, sin insensatez; no excusa, por ocultas razones de comodidad, el esfuerzo necesario para vivir plenamente según los designios de Dios. La templanza del prudente no es insensibilidad ni misantropía; su justicia no es dureza; su paciencia no es servilismo".
En la existencia humana del Dios hecho Hombre, en la convivencia con sus conciudadanos, en su trabajo de cada día, en su relación con los demás, todo es "normal, natural, sencillo" (89c). La vida ordinaria del Hijo de Dios encarnado, como verdadero Hombre entre los hombres, está enteramente signada con el sello indeleble de la naturalidad y la sencillez, virtudes que Él mismo, además de mostrarlas en sus obras, elogia con sus palabras (cfr. 89a). De ese "camino ordinario", tan presente siempre en su enseñanza, trata el Autor en este pasaje de la homilía.
En este apartado final retoma el Autor lo que señaló desde el inicio: "Las virtudes humanas son el fundamento de las sobrenaturales; y estas proporcionan siempre un nuevo empuje para desenvolverse con hombría de bien" (91b). Pero el acento preciso que ahora se destaca es el de esforzarse en desarrollarlas. "No basta el afán de poseer esas virtudes: es preciso aprender a practicarlas" (ibid.), para ofrecer un buen asiento de cualidades humanas a la gracia del Espíritu Santo, que con sus mociones y sus dones eleva al plano sobrenatural el fruto de tales virtudes maduradas en la lucha. "Si el cristiano lucha por adquirir estas virtudes, su alma se dispone a recibir eficazmente la gracia del Espíritu Santo: y las buenas cualidades humanas se refuerzan por las mociones que el Paráclito pone en su alma" (92). De ahí, el relieve que la fe cristiana concede a la práctica de "estas virtudes que ninguna persona debería dejar de cultivar. Nadie puede ganar al cristiano en humanidad" (93b).