Nos han llegado pocos datos acerca de esta hermosa homilía sobre la caridad, Con la fuerza del amor, que san Josemaría dató con fecha de 6 de abril de 1967, jueves, aquel año, de la segunda semana de Pascua. No consta el porqué de esa datación, y carecemos también de referencia a algún texto suyo previo, en el que hubiera podido apoyarse para redactar estas páginas 1. Cabe también suponer que hubiese sido escrita directamente para ser incluida, cuando llegase el momento, en el segundo volumen de homilías, aunque se editase antes por separado.
El texto mecanográfico fue remitido a España el 20 de febrero de 1976 2, a los dos meses del envío precedente (el de La libertad, don de Dios). Estamos, pues, ante el segundo de los inéditos de san Josemaría que entró en proceso de edición tras su fallecimiento. Su puesto en Amigos de Dios –decimocuarto– se debe, como en los demás casos, a simples razones de ordenación sistemática del índice del libro. El original enviado, cuya copia se conserva en la referencia indicada, consta de diecisiete folios mecanografiados a doble espacio, con treinta y ocho notas a pie de página; las referencias patrísticas son incompletas, y no se aprecian correcciones.
Aunque en ese original el título se consigna en mayúsculas (CON LA FUERZA DEL AMOR), su formulación auténtica es: Con la fuerza del amor. Así quedó establecido, con la autoridad testimonial en esta materia de Álvaro del Portillo y Javier Echevarría, después de una consulta hecha desde España acerca del modo de escribir en el título la palabra "amor" –con mayúscula o con minúscula–, pues la habían visto escrita de ambos modos 3. La respuesta llegó poco después: "El título es: Con la fuerza del amor" 4.
A finales de febrero de 1976, mientras se preparaba la primera edición en forma de folleto, habían sido detectadas unas cuantas erratas en el original mecanográfico. La corrección se consulta a Roma, donde fueron aprobadas 5.
Con la fuerza del amor fue editada por vez primera en Los Domingos de ABC, suplemento dominical del diario ABC de Madrid, el día 11 de abril de 1976, pp. 4-9 6.
Precedía al texto una presentación preparada por la redacción de ese medio, en la que, entre otras cosas, se lee:
"Como apertura de las páginas dedicadas a la Semana Santa, ofrecemos a nuestros lectores una homilía de Monseñor Escrivá de Balaguer. (…) Junto a la claridad de fondo y forma y el sentido sobrenatural que vibra en todos sus escritos cabe destacar, esta vez, el propio tema de la homilía: la caridad cristiana, la comprensión, el amor a Dios y al prójimo. / El documento cobra especial relieve por tratarse de una homilía inédita (pronunciada el 6-IV-67). El fundador del Opus Dei, fallecido en Roma el 26 de junio de 1975, volcó en esta homilía, con gran fuerza expresiva, su intensa unión con Dios y el constante afán apostólico que fue norma de su vida entera: ‘Pedir con osadía al Señor este tesoro, esta virtud sobrenatural de la caridad, para ejercitarla hasta el último detalle’. Y más adelante añadía: ‘La humildad nos lleva como de la mano a esa forma de tratar al prójimo, que es la mejor: la de comprender a todos, disculpar a todos; no crear divisiones ni barreras; comportarse –¡siempre!– como instrumento de unidad’".
En ese mismo mes de abril la homilía apareció también en la colección "Cuadernos Mundo Cristiano", de la editorial SARPE 7.
Plantea san Josemaría esta homilía sobre la caridad como una meditación detenida, atenta y llena de atractivo sobre el "mandamiento nuevo" de Jesús: "Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros. Como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros" (Jn 13, 34-35).
Da vueltas en torno a esas palabras reveladas, las enfoca desde distintos aspectos, extrae consecuencias propias de su aplicación a la vida cotidiana. Pero todo eso está en dependencia de un punto de partida fundamental, en el que el Autor apunta con acierto al núcleo del mandamiento. Pues no consiste este simplemente en "que os améis unos a otros", sino en que os améis "como yo os he amado". La clave está en el amor de Cristo por los suyos y por todos, que es patente para quienes le han seguido, han visto su vida y sus obras, y escuchan ahora su "mandamiento nuevo". Ahí centra san Josemaría su contemplación, y con la suya también la nuestra.
"Como yo os he amado": he aquí, pues, el hilo de fondo del texto en sus distintos apartados. Veamos un ejemplo de cómo está planteado: "Señor (…) aquella noche, pocas horas antes de inmolarte en la Cruz, durante esa conversación entrañable con los que –a pesar de sus personales flaquezas y miserias, como las nuestras– te han acompañado hasta Jerusalén, Tú nos revelaste la medida insospechada de la caridad: como yo os he amado. ¡Cómo no habían de entenderte los Apóstoles, si habían sido testigos de tu amor insondable!" (223b).
Los Apóstoles, como testigos y directos beneficiados de ese amor, cuya "medida insospechada" es justamente amar sin medida, son también los encargados de transmitir la doctrina y enseñar a practicarla con obras, "imitando –dentro de la propia personal tosquedad– los modos divinos" (225a). Y ese ha sido el testimonio constante de la Iglesia a lo largo de los siglos. La práctica alegre de la caridad –frecuentemente heroica– es el signo de los discípulos de Cristo dondequiera que vayan, y es también como un imán que atrae hacia Él a todos los hombres de buena voluntad que la perciben.
La caridad sobrenatural, que se apoya en la capacidad humana de amar, y la eleva, es ante todo, nos recordará san Josemaría, una virtud infusa, un don de Dios que acompaña a la gracia: "la caridad no la construimos nosotros; nos invade con la gracia de Dios" (229a), y que pide ser practicado poniendo el corazón hasta el último detalle, que es como amamos los hombres. Quizás no hemos sabido a veces corresponder a ese don, limitándolo "a una limosna, sin alma, fría"; o reduciéndolo a una conducta de beneficencia "más o menos formularia" (229b). Pero no es ese "el amor que nace del Corazón de Cristo" (ibid.), no es esa la caridad cristiana, "la que hemos de cultivar en el alma, la que nos llevará a descubrir en los demás la imagen de Nuestro Señor" (229c).
Si amamos a Cristo y queremos amar como Él, "nos atraerá el ansia de secundar su vida de entrega, de amor inmensurable, de sacrificio hasta la muerte. Cristo nos sitúa ante el dilema definitivo: o consumir la propia existencia de una forma egoísta y solitaria, o dedicarse con todas las fuerzas a una tarea de servicio" (236e).
Completamos esta breve síntesis de la homilía con algunas referencias a sus diferentes apartados.
El título recién escrito ilustra acerca del contenido global de los siguientes párrafos. San Josemaría quiere ponderar que, en el testimonio de un amor sincero, con obras, el Maestro ha ido siempre por delante, mostrándonos el camino: "Os he dado ejemplo para que, como yo he hecho con vosotros, también lo hagáis vosotros" (Jn 13, 15). Este es el tema de fondo del apartado: hay que aprender en el modelo de Cristo a querer a todos los hombres, a los que están lejos y a los que están cerca, "de un modo más alto, enteramente nuevo" (225a), sabiendo descubrir en todos la imagen de Dios. Amar según Cristo significa poner el corazón como nos ha enseñado Él: querer en verdad con "cariño humano que, si está unido al amor de Cristo, será también sobrenatural" (229c).
"Me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2, 20). Al igual que san Pablo, también cada uno de nosotros, a la luz de la fe, puede repetir agradecidamente esas palabras, referidas al amor de Cristo. "¿De qué amor se trata?", pregunta san Josemaría. "La Sagrada Escritura habla de dilectio, para que se entienda bien que no se refiere solo al afecto sensible. Expresa más bien una determinación firme de la voluntad. Dilectio deriva de electio, de elegir. Yo añadiría que amar en cristiano significa querer querer, decidirse en Cristo a buscar el bien de las almas sin discriminación de ningún género, logrando para ellas, antes que nada, lo mejor: que conozcan a Cristo, que se enamoren de Él" (231a).
Dilectio, amor sincero con obras a todos los hombres, que además, lógicamente, "se llena de matices más entrañables cuando se refiere a los hermanos en la fe, y especialmente a los que, porque así lo ha establecido Dios, trabajan más cerca de nosotros: los padres, el marido o la mujer, los hijos y los hermanos, los amigos y los colegas, los vecinos. Si no existiese ese cariño, amor humano noble y limpio, ordenado a Dios y fundado en Él, no habría caridad" (231c).
Para querer como Cristo, con el Corazón de Cristo, podríamos decir, hay que decidirse a aprender de Él, que ha manifestado con sus palabras y sus obras que ama a todos los hombres "con exceso, sin cálculo, sin fronteras": con la "única medida de amar sin medida" (232c).
Eso pide ante todo humildad, y es precisamente la humildad la que "nos lleva como de la mano a esa forma de tratar al prójimo, que es la mejor: la de comprender a todos, convivir con todos, disculpar a todos; no crear divisiones ni barreras; comportarse –¡siempre!– como instrumentos de unidad" (233b). Donde hay humildad y caridad, hay fraternidad: y "los cristianos hemos de demostrar que ese cariño es posible" (233c).
La caridad cristiana es virtud sobrenatural: es "la virtud teologal del amor a Dios y del amor, por Dios, a los demás" (235b). Y, si bien en este segundo aspecto, como amor a los hombres, su campo de ejercicio no puede ser otro que el inmenso campo de las relaciones interpersonales, es preciso también subrayar que –al tratarse de un amor a los hombres por amor a Dios– "no se limita a la filantropía, al humanitarismo, o a la lógica conmiseración ante el sufrimiento ajeno" (ibid.).
La práctica de la caridad ha de ir mucho más allá. Quien mejor lo ha expresado es san Pablo: "La caridad es paciente, la caridad es amable; no es envidiosa, no obra con soberbia, no se hincha, no es ambiciosa, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra por la injusticia, se complace en la verdad; todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. La caridad nunca acaba" (1Co 13, 4-8). Ese es el camino que recorre en su comentario, y nos recomienda, el Autor.
Para la fe cristiana, no hay más que un camino en esta vida que conduzca directamentente a la Vida definitiva, y tiene un nombre propio: Jesucristo (cfr. Jn 14, 6). La vía regia de la existencia cristiana es, en consecuencia, la de la identificación progresiva con Él (el "trato intenso y continuo, de tú a Tú, con Nuestro Señor Jesucristo", 236b), con ayuda de la gracia y de la práctica de las virtudes.
La incorporación y el paulatino asentamiento del creyente en el camino de la unión con Cristo es "la obra del Espíritu Santo en el alma, cuyo primer fruto es precisamente la caridad" (ibid.). Esta es la certidumbre que san Josemaría, al final de una homilía centrada en lo mismo, quiere dejar nuevamente recalcada ante los ojos y el alma del lector. Si falta el amor a Jesucristo, y por Él a los demás (con ese orden, pues aunque vayan unidos no se confunden, y el segundo está subordinado al primero), no hay caridad cristiana, aunque hubiere humana generosidad hacia los demás: "Si imaginásemos que antes hemos de ejercitarnos en actividades humanitarias, en labores asistenciales, excluyendo el amor del Señor, nos equivocaríamos" (236d).
Como es evidente, tales actividades, laudables en sí mismas, no son rechazadas; lo que se rebate como un error, si el que las realiza es un cristiano, es que al realizarlas se excluya a Dios.