25 de enero

LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO (ca. 34)

Porque os hago saber, hermanos, que el Evangelio predicado por mí no es conforme al gusto de los hombres; pues yo no lo recibí ni lo aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo. Porque habréis oído de mi vida un tiempo en el judaísmo: con cuánto exceso perseguía yo a la Iglesia de Dios y la asolaba; y me aventajaba en el judaísmo sobre muchos de mi edad en mí linaje, siendo excesivamente celador de las tradiciones de mis padres (Ga 1, 11-14).

Todos habían sido testigos, en efecto, de la bramante furia que contra los nacientes grupos de cristianos había desplegado aquel joven, apenas salido de la adolescencia, de estatura más bien baja y resoluto andar, en cuyas facciones se aúnan, en difícil juego, la inflexión refinada del hombre que se las ha visto con manuscritos caligráficos, y el visaje marcado, esquinado, violento, del fanático, para quien el judaísmo es turbulencia y avatar político. De antiguo le vienen esos achaques. En Tarso, la griega, ha estado en contacto con el mundo de las letras, a la vez que arrebujado en la atmósfera densa y erizada de un islote judaico, de una de esas familias que los griegos compaisanos, excluidos siempre del acceso y trato con los escogidos -fariseos-, denominan, vengativamente hebreas.

A los dieciocho años, como solamente pueden permitirse los aventajados entre los de su linaje, se traslada a Jerusalén, metrópoli, para escuchar lecciones de Gamaliel el Viejo. Después vemos cómo, llevado por su celo farisaico, reaparece en la escena histórica en la lapidación de San Esteban, protomártir. No le está permitido levantar con su brazo los pedruscos contra la cándida víctima desnuda, pero recaba para sí el honor de custodiar los mantos de los apedreadores. De esta traza, el discípulo de Gamaliel conserva un contacto, si remoto, casi táctil textil, con la lapidación.

¿Podrá extrañarnos ahora que Ananías, prevenido por una visión celeste sobre la llegada de Saulo, responda: Señor, oí de muchos acerca de ese hombre, cuántos males causó a tus santos en Jerusalén (Hch 9, 13). ¿O que cuando Pablo, tras lo acaecido en Damasco, se presente de nuevo en Jerusalén, tenga que esperarlo todo, sumisamente, de la intercesión de Bernabé ante los apóstoles, pues todos se temían de él, no creyendo que fuera discípulo? (Hch 9, 26).

La extrañeza y sobresalto de los buenos discípulos del Señor al oír de ese formidable cambio no es privativa de ellos solamente. Toda la humanidad, desde los días en que aconteciera aquella conversión, se ha visto constreñida a pensar sobre ella con el mismo asombro.

La respuesta no es: ni de índole psicológica, congojas e insatisfacciones de Saulo con un judaísmo con el que, por lo demás, es su voluntad de servicio, hasta el último instante, indefectible; ni se nos da vertida en sesudas ponderaciones filosóficas sino si Saulo hubiera reconocido en Cristo la plasmación corpórea de un grave ideal, etcétera; ni se nos ofrece nimbada en un bello mito, redondo, adornado de cisnes y prodigiosos juegos astrales, como en el nacimiento de los héroes griegos. La respuesta es crudamente histórica. Es la que Bernabé mismo ofrece a los asustados discípulos de Jerusalén. Es la que nos dan los Hechos de los Apóstoles. Este libro, inspirado por Dios, escrito por un historiador que sabe su oficio, y que, sobre ello, oyó de estos hechos mil veces en la predicación paulina, el evangelista San Lucas, narra puramente de una cabalgada hacía Damasco, con repique fuerte de herraduras sobre la calzada, y de una luz sobrenatural que derribó al jinete principal y creó un mudo espanto en el cortejo.

Parte este afanado grupo bien provisto de cartas que lo acreditan ante los principales de la sinagoga de Damasco. Por obra de una mutua inteligencia entre el sumo sacerdote de Jerusalén y los respectivos prefectos de las comunidades sinagogales en la Diáspora, quedan los miembros de la sinagoga sujetos a la jurisdicción de Jerusalén -jurisdicción que incluso las autoridades romanas reconocen-. Está, por tanto, facultada Jerusalén. llegado el caso, a intervenir punitivamente en los enclaves de la Diáspora: excluyendo. por ejemplo, de la sinagoga a algún miembro cuya conducta no está acorde con la ley mosaica, reconviniendo con el azote... ¿Qué va a ser ahora del tímido grupo de los cristianos de Damasco, que por temor a resultar sospechosos a la sociedad ambiente no se han atrevido a despegarse aún de la célula sinagogal? Saulo se propone conducirlos atados a Jerusalén, tanto hombres como mujeres (Hch 9, 2).

Sigue el grupo de jinetes el camino que, arrancando de Jerusalén y pasando por Sichem, se interna en el frondoso valle del Jordán, bordea luego graciosamente el lago de Tiberíades y se mete en Damasco. Llevan ya los jinetes alrededor de ocho días de cabalgada. No son estrictamente un grupo armado, aunque la furia de la marcha se asemeje tanto a la avanzada de la tropa militar, ansiosa de botín. A la altura de Damasco, la calzada romana se ensancha entre tupidas arboledas. Los caballos redoblan su andadura a la querencia de los establos de la ciudad cercana.

Y como anduviese su camino, sucedió que, al llegar cerca de Damasco, de súbito le cercó fulgurante una luz venida del cielo; y cayendo por tierra oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dijo: ¿Quién eres, Señor? Y él: Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que debes hacer. Y los hombres que con él caminaban se habían detenido, mudos de espanto, oyendo la voz pero sin ver a nadie. Se levantó Saulo del suelo, y, abiertos los ojos, nada veía: y llevándole de la mano lo introdujeron en Damasco. Y estuvo tres días sin ver, y no comió ni bebió (Hch 9, 3-9).

Tres días le son concedidos para rumiar la derrota: tres jornadas de ayuno, con escamas sobre los ojos una lesión oftálmica procedente de la fulguración sobrenatural -, para que el sentido interior, adelgazado y sutil por la penitencia, fuera ordenando los hechos que tan agolpadamente se le metieron por los sentidos exteriores, la luz brillante, la voz . Fue bautizado al final de los tres días, y volvió a ver. Ahora veía dos veces.

San Pablo podrá preguntar luego a sus fieles de Corinto, retadoramente: ¿Es que no he visto a Jesús, Nuestro Señor? (1Co 9, 1). En esta corporal visión del Señor glorioso están las credenciales de San Pablo ante la historia. Magnífico se presenta ante nosotros, con esas cartas, el Apóstol de las gentes. La visión del Señor lo engríe, a la vez que lo colma de humildad. Sufrirá a lo largo de su vida apostólica muchos descalabros por su fidelidad a aquella hora de Damasco. Naufragios mar adentro; en tierra, cuatro veces, sobre sus espaldas, el mismo azote que él habla preparado para los asustados cristianos de Damasco. Recorre fatigosamente. en tiempos en que no se echa a la mar más que el mercader o el soldado, casi todo el orbe conocido, de límite a limite del Imperio. En un instante en que proféticamente ve llegado su fin, rinde cuentas a sus discípulos: Plata, oro, o vestido de nadie lo codicié. Vosotros mismos bien sabéis que a mis necesidades y a las de los que andan conmigo han proveído estas manos (Hch 20, 33-34). Es degollado en Roma. En Roma se enseña el lugar en que rebotó su cabeza, por tres veces, al ser segada: Tre Fontane. A Roma la ensalzaron y magnificaron los Santos Padres en devotos himnos. San Juan Crisóstomo. en su florido recitado, glorifica a Roma por muchos y razonados conceptos. Pero, sobre todo, por que aloja los cuerpos de San Pedro y San Pablo. En el día de la resurrección de la carne; dice el Crisóstomo, ¡qué rosa enviará Roma hacia Cristo!,

IGNACIO ESCRIBANO

La Conversión de San Pablo, Apóstol

La conversión de San Pablo es uno de los mayores acontecimientos del siglo apostólico. Así lo proclama la Iglesia al dedicar un día del ciclo litúrgico a la conmemoración de tan singular efemérides.

Saulo, nacido en Tarso, hebreo, fariseo rigorista, bien formado a los pies de Gamaliel, muy apasionado, ya había tomado parte en la lapidación del diácono Esteban, guardando los vestidos de los verdugos para tirar piedras con las manos de todos, como interpreta agudamente San Agustín.

De espíritu violento, se adiestraba como buen cazador para cazar su presa. Con ardor indomable perseguía a los discípulos de Jesús. Pero Saulo cree perseguir, y es él el perseguido. Mientras iba camino a Damasco en persecución de los discípulos de Jesús, una voz le envolvió, cayó en Tierra y oyó la voz de Jesús: Saulo, Saulo ¿por qué me persigues? Saulo preguntó: -¿quién eres tú, Señor? Jesús le respondió: -Yo soy Jesús a quien tú persigues. -¿Y qué debo hacer, Señor?.

Pocas veces un diálogo tan breve ha transformado tanto la vida de una persona. Cuando Saulo se levantó estaba ciego, pero en su alma brillaba ya la Luz de Cristo. El vaso de ignominia se había convertido en vaso de elección, el perseguidor en apóstol, el Apóstol por antonomasia.

Desde ahora el camino de Damasco, la caída del caballo, quedarán como símbolo de toda conversión. Quizá nunca un suceso humano tuvo resultados tan fulgurantes. Quedaba el hombre con sus arrebatos, impetuoso y rápido, pero sus ideales estaban en el polo opuesto al de antes de su conversión. San Pablo será ahora como un fariseo al revés. Antes, sólo la Ley. En adelante únicamente Cristo será el centro de su vida. La caída del caballo representa para Pablo un auténtico punto sin retorno.

La vocación de Pablo es un caso singular. Es un llamamiento personal de Cristo. Pero no quita valor al seguimiento de Pablo. Dios es un gran cazador y quiere tener por presa a los más fuertes, dice un autor. Pablo se rindió: -he sido cazado por Cristo Jesús. Pero pudo haberse rebelado.

Normalmente los llamamientos del Señor son mucho más sencillos, menos espectaculares. No suelen llegar en medio del huracán y la tormenta, sino sostenidos por la suave brisa, por el aura tenue de los acontecimientos ordinarios de la vida. Todos tenemos nuestro camino de Damasco. A cada uno nos acecha el Señor en el recodo más inesperado del camino.

* También nosotros necesitamos de una personal conversión para ser instrumentos dóciles y eficaces en la tarea de la nueva evangelización.

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La conversión de San Pablo

Autor: Archidiócesis de Madrid

Pablo, llamado Saulo en el uso y rigor judío, afirmaba con vehemencia que el Evangelio que predicaba no lo había aprendido o recibido de los hombres.

Perteneció a la casta de los fariseos. Había nacido en Tarso, ciudad que pertenecía al mundo grecorromano; quien nacía allí tenía la categoría de ciudadano romano y lo era tanto como el centurión, el procurador, el tribuno o magistrado. Necesariamente, por ser judío no le cupo más suerte en la niñez que andar disimulando su condición entre los demás del pueblo, ocultando su creencia, tenida como superstición por los paganos romanos. Es posible que esto le fuera encendiendo por dentro y le afirmara aún más en su fe, cuando iba creciendo en edad y tenía que defenderse marchando contra corriente.

Era más bien bajo, de espaldas anchas y cojeaba algo. Fuerte y macizo como un tronco. Un rictus tenía que le hacía fanático. Conocía los manuscritos viejos escritos con signos que a los griegos y a los romanos les parecían garabatos ininteligibles, pero que encerraban toda la sabiduría y la razón de ser de un pueblo. Listo como un sabio en las escuelas griegas de Tarso, familiarizado con los poetas y filósofos que habían pasado el tiempo escribiendo en tablillas o pensando. Para los griegos solo era un hebreo, miembro de aquellas familias que vivían en un islote social, aislado entre misterios inaccesibles a los de otra raza, uno de los que tenían prohibido el acceso a las clases cultas y dirigentes; era de esos que se hacían despreciables por su puritanismo, por sus rarezas ante los alimentos, su modo de divertirse, de casarse, de entender la vida, de no asistir a los templos ¡un ambiente nada claro!

A los dieciocho años se fue a Jerusalén para aprender cosas del judío verdadero, las de la Ley patria, la razón de las costumbres; ansiaba profundizar en la historia del pueblo y en su culto. Gamaliel lo informó bien por unos cuartos. Aprendió las cosas yendo a la raíz, no como las decía la gente poco culta del pueblo sencillo y llano. Supo más y mejor del poder del Dios único; aprendió a darle honra y alabanza en el mayor de los respetos y malamente soportaba con su pueblo el presente dominio del imponente invasor. Esto le ponía furioso. Los profetas daban pistas para un resurgimiento y los salmos cantaban la victoria de Dios sobre otros pueblos y culturas muy importantes que en otro tiempo subyugaron a los judíos y ya desaparecieron a pesar de su altivez; igual pasaría con los dominadores actuales. El Libertador no podría tardar. Mientras tanto, era preciso mantener la idiosincrasia del pueblo a cualquier costa y no ser como los herodianos, para que la esperanza hiciera posible su supervivencia como nación. No se podía dejar que un ápice lo apartara de la fidelidad a las costumbres patrias. Eso le hizo celoso.

Y mira por donde, aquella herejía estaba estropeando todo lo que necesitaba el pueblo. Locos estaban adorando a un hombre y crucificado. No se podía permitir que entre los suyos se ampliara el círculo de los disidentes. Había que hacer algo. No pasaban, sino que las noticias decían que estaban por todas partes como si se diera una metástasis generalizada de un cáncer nacional. Hacía años que ya estuvo, colaborando como pudo, en la lapidación de uno de aquellos visionarios listos, serviciales, piadosos y caritativos pero que hacían mucho daño al alto estamento oficial judío; fue cuando lo apedrearon por blasfemo a las afueras de Jerusalén, y lastimosamente él sólo pudo guardar los mantos de los que lo lapidaron. Hasta le parecía recordar aún su nombre: Esteban.

Su conversión fue en un día insospechado. Nada propiciaba aquel cambio. Precisamente llevaba cartas de recomendación de los judíos de Jerusalén para los de Damasco; quería poner entre rejas a los cristianos que encontrara. Hasta allí se extendía la autoridad de los sumos sacerdotes y principales fariseos; como eran costumbres de religión, los romanos las reconocían sin hacerles ascos. Saulo guiaba una comitiva no guerrera pero sí muy activa, casi furiosa, impaciente por cumplir bien una misión que suponían agradable a Dios y purga necesaria para la estabilidad de los judíos y para proteger la pureza de las tradiciones que recibieron los padres. Aquello parecía la avanzada de un ejército en orden de batalla, con el repiqueteo de las herraduras en las pezuñas de las monturas sobre el duro suelo de roca ante Damasco donde caracoleaban los caballos. Llevaban ya varios días de caminata; se daban por bien empleados si la gestión terminaba con éxito. Iba Saulo respirando amenazas de muerte contra los discípulos del Señor. En su interior había buena dosis de saña.

Y sucedió que, al llegar cerca de Damasco, de súbito le cercó una luz fulgurante venida del cielo, y cayendo por tierra oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dijo: ¿Quién eres, Señor? Y él: Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate, y entra en la ciudad y se te dirá lo que has de hacer. Y los hombres que le acompañaban se habían detenido, mudos de espanto, oyendo la voz, pero sin ver a nadie. Se levantó Saulo del suelo y, abiertos los ojos, nada veía. Y llevándole de la mano lo introdujeron en Damasco, y estuvo tres días sin ver, y no comió ni bebió (Hch 9, 3-9).

Tres días para rumiar su derrota y hacerse cargo en su interior de lo que había pasado. Y luego, el bautismo. Un cambio de vida, cambio de obras, cambio de pensamiento, de ideales y proyectos. Su carácter apasionado tomará el rumbo ahora marcado sin trabas humanas posibles –su rendición fue sin condiciones– y con el afán de llevar a su pueblo primero y al mundo entero luego la alegría del amor de Dios manifestado en Cristo.

El relato es del historiador Lucas, buen conocedor de su oficio. Se lo había oído veces y veces al mismo protagonista. No hay duda. Vió él mismo al resucitado; y lo dirá más veces, y muy en serio a los de Corinto. Por ello fue capaz de sufrir naufragios en el mar y persecuciones en la tierra, y azotes, y hambre y cárcel y humillaciones y críticas, y juicios y muerte de espada; por ello hizo viajes por todo el imperio, recorriéndolo de extremo a extremo. Y no creas que se lamentaba; le ilusionaba hacerlo porque sabía que en él era mandato más que ruego; el dolor y sufrimiento más bien los tuvo como credenciales y las heridas de su cuerpo las pensaba como garantía de la victoria final en fidelidad ansiada.

Entre tantas conversiones del santoral, la de Pablo es ejemplar, paradigmática. Más se palpa en ella la acción divina que el esfuerzo humano; además, enseña las insospechadas consecuencias que trae consigo una mudanza radical.