30 de abril

SAN JOSE BENITO COTTOLENGO († 1842)

Cuando se dice el Cottolengo no se sabe si se indica al Santo o su obra, ya que hoy en día tanto el uno como la otra llevan idéntico nombre.

La PiccoIa Casa della Divina Providenza, que alberga ahora en Turín cerca de 10.000 hospitalizados, constituye el retrato más vivo del Santo y el reflejo más genuino de su espíritu.

Nacido en Bra —Piamonte— el 4 de mayo de 1786, desde su infancia da claras muestras de su vocación. Efectivamente, un día es sorprendido mientras mide una de las habitaciones de su casa. Interrogado sobre lo que hacía, responde que quiere saber cuántas camas cabrían en aquella habitación para acoger enfermos pobres.

Comenzados los estudios, éstos le resultan difíciles. Se encomienda a Santo Tomás de Aquino, quien le obtiene inteligencia y memoria. (Luego dará el nombre de Tomasinos a los aspirantes al sacerdocio de la Piccola Casa.) De este modo puede terminar todos sus estudios. Y no sólo llegará al sacerdocio el 8 de junio de 1811, sino que incluso logrará —14 de mayo de 1816— el doctorado en teología. En 1818 es elegido canónigo de la colegiata del Corpus Domini, de Turín, y en 1827, en una situación dolorosa pero providencial, da inicio a su obra: recoger toda clase de abandonados que no encuentren asilo en otra parte.

La característica preponderante de su santidad y de su obra es la confianza absoluta en la Divina Providencia. Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura. En éste, como en otros puntos, San José Benito Cottolengo tomó el Evangelio al pie de la letra y lo sometió a la prueba de los hechos. Y éstos le dieron abundantemente la razón.

Su fe era sencillamente maravillosa. ¿Acaso no estaba escrito en el Evangelio: Amen dico vobis, quia quicumque dixerit huie monti: Tollere et mittere in mare, et non haesitaverit in corde stio sed crediderit quia quodcumque dixerit fiat, fiet eí? (Mc 11, 23).

Fue tan grande su ejercicio de fe que la convirtió en una certeza absoluta, indiscutible, superior a cualquier otra certeza humana. Solía decir: Creo más en la Divina Providencia que en la existencia de la ciudad de Turín. Consiguientemente, no hay que maravillarse si una fe de tal calibre obtuvo resultados milagrosos. El padre Fontana, oratoriano, solía decir: Se encuentra más fe en el canónigo Cottolengo que en toda Turín.

El pensaba en los lirios del campo, en los pájaros del aire y quizás —aunque no hubiese existido de por medio la promesa del Salvador— habría encontrado por sí mismo la ejemplar conclusión de que el Padre celestial debía pensar y proveer a sus criaturas, creadas a su imagen y semejanza. Y si pensaba proveer a todas, tanto mayor debía ser su interés hacia las más desgraciadas, que, por serlo, muchas veces no pueden proveer a sí mismas.

De ahí provenía esa su certeza absoluta, esa su postura habitual, que, si no hubiera sido estado de fe, hubiera podido interpretarse como un tentar a Dios.

Faltaba lo necesario, y él pensaba en dilatar su obra lo más posible. De todos modos —decía—, a la Providencia le da lo mismo mantener a 500 que a 5.000. La Piccola Casa es una pirámide al revés que se apoya sobre un único punto: la Providencia de Dios. Y en verdad que su modo de proceder era completamente al revés del modo de obrar según la prudencia humana. Cuando les faltaba algo necesario en seguida enviaba a buscar si había alguna cama vacía, y, encontrándola, la señalaba como la causa de que el Señor no les enviara todo lo necesario. ¿Vivimos entre angustias y estrecheces? Demos lo que nos queda para dar vía libre a una mayor Providencia: sí no hay camas, aceptaremos enfermos; si no hay pan ni vino, aceptaremos más pobres.

Es lógico pensar que, debiendo él mantener un número tan grande de hospitalizados, estuviese preocupado todo el día por ese vital y fundamental problema. Pero no era así. Su fe vivísima le hacía vivir despegado de todo lo terreno; como un peregrino ocupado sólo en las cosas del espíritu. No daba ninguna importancia a las cosas temporales; es más: sólo pensaba en ellas cuando debía tomar alguna determinación sobre las mismas.

Todo ello era la consecuencia natural de su fe ciega en la Divina Providencia y de la doctrina que él profesaba y enseñaba a este respecto. Estad seguros de que la Divina Providencia no falta nunca; faltarán las familias, los hombres, pero la Providencia no nos faltará. Esto es de fe. Por tanto, si alguna vez faltare algo, ello no puede ser debido sino a nuestra falta de confianza. Es necesario confiar siempre en Dios; y, si Dios responde con su Divina Providencia a la confianza ordinaria, proveerá extraordinariamente a quien extraordinariamente confíe. ¡He aquí el secreto de los milagros de José Benito Cottolengo! ¿Por qué os angustiáis por el mañana? Si pensáis en el mañana, la Providencia no pensará en ello porque ya habéis pensado vosotros. No estropeéis, por tanto, su obra y dejadle hacer. Si en casa hay poco, dad lo poco que tengamos; porque si la Divina Providencia nos ha de enviar, es necesario que la casa esté vacía; de lo contrario, ¿dónde meteremos todo lo que nos mandará? Esta se llama lógica sobrenatural, incomprensible para los prudentes según el mundo. A éstos decía José Benito Cottolengo: ¡Qué gran injusticia haríais a la Divina Providencia si dudaseis de Ella un solo momento y si —lo que Dios no permita— os quejaseis de Ella! Y a los suyos: Vosotros os maravilláis y andáis diciendo: ¡Oh! ¡Oh!... Yo os digo que eso no es nada: es sólo el principio, y tenemos que extendernos por todas partes porque la Divina Providencia lo quiere y quienes vivan lo verán. No me preocupa tanto la falta de medios cuanto el temor de que ésta provenga quizá de alguna ofensa hecha al Señor.

Era, pues, éste el temor y la cruz de San José Benito Cottolengo: temía que viniera a menos la fe en la Providencia, la esperanza y la certeza de su intervención... y que por ello se volvieran estériles las fuentes de la gracia.

Acostumbraba repetir: Quedad tranquilos y no tengáis miedo; todos nosotros somos hijos de un Buen Padre que piensa más en nosotros que nosotros en ÉI... Sólo debemos procurar estar bien con Dios, no tener pecados en el alma y amarle, y luego ningún temor: Dios nos está mirando y es imposible que nos olvide. Tanto mayor es el número de los que entran en la Piccola Casa y tanto mayor es la cantidad de pan que nos llueve del cielo: un pan al día para cada uno. Y es la Divina Providencia la que se divierte enviando pan sobre pan... Cuanto entra para los pobres debe gastarse en su manutención; si conservamos el oro o la plata la Providencia no nos los mandará más, porque sabe que ya los tenemos. Entre la Divina Providencia y nosotros efectuamos dos trabajos diversos: Ella envía la comida, el vestido, la ropa y el dinero; y nosotros lo gastamos alegremente en favor de los pobres sin pensar en el día de mañana o de pasado mañana.

Las características básicas, pues, de este abandono son: 1.- No llevar cuenta de lo que se hace: No anotéis lo que la Divina Providencia nos envía; y no queráis saber el número de los enfermos; cometeríais una indelicadeza con la Divina Providencia. Ella es más práctica que nosotros en la teneduría de libros y no nos necesita. No nos mezclemos, por tanto, en sus asuntos.

2.- El no querer que se rece por un motivo determinado, explícito: ni por la salud, ni por las necesidades de la Piccola Casa, ni por otro fin determinado que no sea el de agradar al Señor. El espíritu de la Piccola Casa es el de rezar siempre para que en todo momento y en cada cosa sea hecha la santa voluntad de Dios... Posiblemente, cuando se rece, pedid al Señor que se cumpla siempre su voluntad. Y, si bien nos está permitido pedir un bien temporal determinado, sin embargo, en cuanto a mí se refiere, temería faltar si pidiese en tal sentido.

"En la Piccola Casa no se debe rezar nunca por el pan material. Nuestro Señor nos ha enseñado a buscar, primero, el reino de Dios; que todo lo demás ya se nos dará por añadidura. Y nosotros debemos rezar así".

Quizá se halla raramente, en la historia de la santidad, un abandono en Dios tan completo como el de San José Benito Cottolengo; él se sentía verdaderamente un puro instrumento, un peón de albañil que no tiene ni puede tener las preocupaciones y responsabilidad de toda la construcción, la cual depende, evidentemente, del arquitecto.

Yo soy un peón de albañil —decía—, y nada más que un peón de albañil; el Arquitecto planea magníficamente sin necesidad de mí; por eso, cuando yo salgo, es Él quien piensa en lo que se debe hacer.

Y no se oyó nunca decir que la Divina Providencia haya hecho quiebra.

Y la Divina Providencia ha sido fiel a su cometido y nunca ha faltado el pan a esa inmensa familia que vive sólo de la pública caridad. En ella han encontrado acogida toda clase de desgraciados. Y ello porque en esta inmensa ciudad del dolor y de la serenidad resuena perpetuo el Deo gratias, perfumado por una perenne adoración eucarística.

Los milagros se suceden sin tregua y toda la atmósfera está impregnada de fe y oración.

El Cottolengo o Piccola Casa es como Lourdes, si bien en forma diversa, uno de los faros más potentes de irradiación de lo sobrenatural en un mundo tan natural...

EUGENIO VALENTINI, S. D. B.

José Benito Cottolengo, presbítero (1786-1842)

«Hay más fe en el canónigo Cottolengo que en todo Turín» dijo de él un buen día uno de sus colegas de cabildo. Para que luego digan 'no sé qué y no sé cuánto' de los canónigos. Cierto que al no ser la fe una cantidad que se pueda pensar o medir, no es válida la frase; pero, hablando en sencilla terminología de la calle, lejana a los tecnicismos de la metafísica y del saber teológico, se entiende mejor que bien lo que el admirado y bueno Munsa, quería decir al comentar la confianza que tenía Cottolengo en la divina Providencia. 

Y es que aquel hombre ensotanado, tan tranquilo y confiado, José Benito Cottolengo, tenía la responsabilidad de haber albergado –por motivos de caridad cristiana–  en refugios para los más desamparados, todo tipo de mendigos y famélicos, sin un duro para alimentarlos; y no dejaba de recibir más gente cuanto menos tenía. La lógica humana allí no funcionaba y la economía se quebraba en sus más elementales principios. Aquello era distinto, pero eficaz. Cuanto más necesidad había, más famélicos recibía, y menos faltaba. Y, sin embargo aquel hombre tan multiplicador de recursos no hubiera servido para ministro de hacienda; su negocio era otro ¡por lo que se ve, bien difícil!

Nació en Bra (Piamonte), el 4 de mayo de 1786. Y dicen que ya desde pequeñito le encontraron midiendo una habitación de su casa para calcular las camas para enfermos o pobres que podrían caber en ella. Luego se mostró como fervorosísimo discípulo de santo Tomás de Aquino. Piadoso como el que más. Ordenado sacerdote el 8 de julio de 1811. Doctor en Teología en el 1816. En el 1818 canónigo de la Colegiata del Corpus Domini de Turín. En 1827, comenzó a recoger a todos los abandonados que encuentra sin tener en cuenta ninguna condición. Comenzó en Val­docco, entonces en las afueras de la ciudad, la «Piccola Casa della Divina Providenza», que luego se ha ampliado hasta llegar a ser uno de los más grandes centros sociales del mundo, capaz de albergar a diez mil personas. Y se rodeó de gente a la que preparó para que el carisma no desapareciera.

Se tomó el Evangelio al pie de la letra. La fe engendra una certeza absoluta, indiscutible, superior a cualquier certeza humana. Así lo aprendió del aquinatense. «Creo más en la divina Providencia, que en la existencia de la ciudad de Turín». Pues, como es así, el Evangelio no puede fallar. ¿No dijo el Señor que valemos más que los lirios del campo que Dios viste y que los pájaros del cielo que Dios alimenta? Pues, a los hombres desgraciados más necesitados no los abandonará. Y cuanto más falta, más amplía su obra, con una sencillez que pone los pelos de punta: «A la divina Providencia le da igual mantener a quinientos que a cinco mil». Por esos derroteros iba su cabeza y por fe actuaba contra toda lógica humana. Más de una vez descubrió que, si Dios no le estaba dando los recursos imprescindibles, era porque aún quedaba en ese momento una cama vacía; entonces, la táctica era inapelable: «¡Aceptaremos más pobres!». Por la seca y estricta fe vivió en absoluta despreocupación, y menos sensibilizado por el mañana, porque «si la divina Providencia nos ha de dar, es necesario que la casa esté vacía».

Su temor y su cruz venía por otro camino: Que los suyos redujeran la fe en la Providencia y por ello volvieran secas las fuentes de la gracia. Eso sólo pasaría si perdieran el convencimiento de ser unos hijos de un Padre bueno que nos ama y que lo puede todo y que dice la verdad cuando afirma: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura», y «tened fe en Dios. En verdad os digo: quien, sin vacilar en su corazón, sino creyendo que se hará lo que dice, diga a este monte ‘arráncate y tírate al mar’, os obedecerá».

José Benito Cottolengo, el que se divertía gastando todo lo que Dios le mandaba para los pobres, simplificó su carisma en dos parámetros: no llevar cuenta de lo que se hace  –«Dios tiene mejor contaduría que la de nuestros libros»–,  y no rezar por ninguna intención concreta y determinada, salvo por agradar a Dios. ¡Por eso no faltaba jamás el Deo gratias de la perenne adoración eucarística!

En los Cottolengo nunca ha faltado el pan que llega sólo de la pública caridad. El sentido práctico a la hora de recoger a los que todo el mundo rechaza por los motivos más justificados –porque son enfermos incurables, sordomudos, epilépticos, cancerosos, niños idiotas, y así–  se opone a esta idea con sensatez; si se añade que esto se hace sin dinero y sin fondos de previsión, y que, además, no va a servir para nada, la catástrofe es segura e inminente. Pero a José Benito, lleno de caridad, le bastaba decir, convencido, que «el banco de la divina Providencia no conoce la bancarrota».