Tan pronto como Juan Bautista señaló a las turbas la presencia del Mesías entre los mortales con las palabras: He aquí el Cordero de Dios, dos de sus discípulos que le oyeron, abandonando su compañía, se fueron en pos de Cristo. Poco a poco fueron juntándose otros, procedentes en su totalidad de las clases sociales media y trabajadora.
El Evangelio menciona a veces expresamente los nombres de los apóstoles que se unían a Cristo y describe las circunstancias que rodearon tal acontecimiento, pero ni una sola palabra encontramos en el texto neotestamentario sobre cuándo y cómo Santo Tomás se incorporó al Colegio apostólico.
Su nombre figura por vez primera en la lista que dan los evangelios sinópticos de los doce apóstoles. Pero en el orden de su colocación se percibe una variante dictada por la modestia y humildad que caracterizan a San Mateo. Mientras Marcos y Lucas (Mc 3, 18; Lc 6, 15) hablan de Mateo y Tomás, el primer evangelista invierte los términos, escribiendo: Tomás y Mateo, y para que el recuerdo de su pasada profesión le sirviera de ocasión para humiliarse, añade a su nombre el epíteto de el publicano (Mt 10, 3).
El hecho de que un hombre se llamara Tomás debía extrañar a los lectores griegos del Evangelio, y de ahí que San Juan Evangelista, al mencionarle, añade: Llamado Dídimo, como si dijera: nombre que en griego corresponde a la palabra Dídimo (Jn 11, 16; Jn 21, 2). Antes de los escritos del Nuevo Testamento no encontramos ningún individuo que lleve el nombre de Tomás, mientras que la palabra Dídimo como nombre propio figura en algunos papiros del siglo lll a. de Cristo originarios de Egipto. Se sabe que el término Tomás proviene de una raíz hebraica que significa duplicar, cuyo sentido aparece en el libro del Cantar de los Cantares (Ct 4, 2; Ct 6, 6), en donde se habla de crías mellizas o duplicadas. Esta aclaración hecha por el evangelista dio pie a que se formularan multitud de hipótesis encaminadas a identificar el otro mellizo.
Antiguas crónicas le asignan un hermano gemelo, llamado Eleazar o Eliezer; una hermana, con el nombre de Lydia o Lypsia. En las Actas apócrifas que llevan su nombre y en la Doctrina Apostolorum los mellizos son llamados Judas y Tomás, nombres que se repiten juntos en la historia del rey Abgaro, de Edesa (EUSEBIO, H. Ecct. 16).
Todas estas y otras hipótesis se han creado con el laudable fin de completar las escasas informaciones evangélicas sobre nuestro apóstol. Además de ignorar cuándo, cómo y dónde fue llamado al apostolado, ignoramos también su procedencia, no siéndonos posible tampoco determinar su condición social y el oficio que ejercía antes de su vocación. Una antigua leyenda afirma que el Santo fue arquitecto, a consecuencia de lo cual, a partir del siglo XIII, el arte pictórico, entre otros el pincel de Rafael, le ha representado con una escuadra como símbolo, por considerarle Patrono de los constructores. Con todo, a través de una información de San Juan (Jn 21, 1), puede conjeturarse que Tomás fue un humilde pescador, un simple marinero, sin llegar a ser propietario de embarcación alguna. Esta conjetura se armoniza con las noticias conservadas en antiguas narraciones sobre la condición humilde y pobre de sus padres.
Debía encontrarse Tomás atareado en su trabajo junto a las redes cuando oyó la invitación de Cristo, que le inducía a que le siguiera para transformarle en pescador de almas. Es de creer que, al oír la llamada de Jesús, lo abandonara todo y le siguiera, porque es muy probable que perteneciera él a aquel numeroso grupo de auténticos israelitas que sentían llamear en su corazón los ideales religiosos y mesiánicos, avivados por la esperanza de la llegada inminente del Mesías, que debía restablecer el reino de Israel. Por lo que nos deja adivinar el evangelio de San Juan, en las contadas ocasiones en que señala algún hecho o refiere algún diálogo en que interviene Santo Tomás, deducimos que nuestro apóstol era de modales poco refinados y amigo de soluciones tajantes, rápidas y expeditivas. Pero junto a esta brusquedad y rudeza tenía un corazón impresionable y sensible, demostrando repetidamente un amor extraordinario y una lealtad sin limites hacia su divino Maestro, que exteriorizaba con brutal franqueza. De ahí que, en justa correspondencia, profesara Jesús hacia él un afecto especial, como se lo demostró al aparecerse por segunda vez a sus apóstoles reunidos en el Cenáculo con el fin de quitar de los ojos de Tomás la venda de la incredulidad, que amenazaba cegarle, diciéndole en tono amistoso: No hagas el incrédulo, que no te conviene.
De este amor y lealtad de Tomás hacia Cristo tenemos un fiel testimonio en su primera intervención que recuerda el Evangelio (Jn 11, 1-16). Crecía la animosidad del judaísmo oficial contra Jesús, y se buscaba una ocasión propicia para quitarle silenciosamente de en medio. Todas estas maquinaciones conocíalas Jesús, y por ello, con el fin de ponerse al abrigo de toda asechanza, se retiró a la región de Perea. Conocían su paradero las hermanas de Lázaro, que le mandaron un recado con la noticia de que Lázaro, su hermano, estaba enfermo. A pesar de esta alarmante noticia permaneció Jesús dos dias más en el lugar en que se hallaba: pasados los cuales dijo a sus discípulos: Vamos otra vez a Judea. La noticia desconcertó a los apóstoles, que recordaban el atentado que pocos dias antes tuvo Jesús. Rabí -le dicen-, los judíos te buscan para apedrearte, ¿y de nuevo vas allá? Cristo les responde que nada adverso sucederá en tanto que no llegue la hora decretada por el Padre, añadiendo: Lázaro, nuestro amigo, está dormido, pero yo voy a despertarle. A estas palabras se acogen los discípulos con el fin de disuadirle del viaje a Judea. Sabían cuánta era la amistad que mediaba entre Jesús y la familia de Lázaro, y no dudaban de que, en caso de grave enfermedad, acudiría Jesus junto al lecho de su amigo. Pero, al anunciarles sin tapujos que Lázaro había muerto, callaron todos, consternados por la muerte de un amigo entrañable y por conjeturar que aquel triste desenlace empujaria a su Maestro a ir a Betania, situada junto a los muros de la ciudad de Jerusalén, donde, pocos dias antes, los judíos juntaron piedras para apedrearles. Sólo Tomás rompió el silencio para increpar a sus compañeros de apostolado, reprochándoles implícitamente su cobardía y falta de fidelidad a su Maestro. Vamos también nosotros a morir con Él, dijo Tomás. En sus palabras, concisas y tajantes se encierra una idea profunda. No es posible, viene a decir Tomás, que Jesús cambie de parecer y renuncie al propósito de ir a despertar a Lázaro de su sueño de muerte. Por otra parte, sería inconcebible dejarle marchar solo hacia el lugar de peligro, quedando ellos a buen recaudo en la lejana Perea. ¿Qué hacer, pues? No queda, según Tomás, otra solución airosa que acompañarle adondequiera que Él vaya, aunque esta lealtad y adhesión pueda acarrearles la muerte.
Aunque el Evangelio no lo diga expresamente, por lo que dejan entrever los textos que hablan de las actuaciones de Tomás, estaba él siempre dispuesto a dar su vida por su Maestro.
En vísperas de su pasión y muerte quiso Cristo celebrar la última cena en compañía de sus discípulos. De sobremesa se entretuvo largamente con ellos, abriéndoles de par en par su corazón dolorido y tratando de tranquilizar a sus amigos ante las perspectivas sombrías de un futuro próximo. Cristo les habló de su inminente partida: Un poco aún estaré todavía con vosotros; adonde yo voy vosotros no podéis venir. Estas palabras de adiós desgarraron el corazón de sus apóstoles hasta el punto de no poder articular palabra. Jesús infundióles ánimo diciéndoles que la separación no era definitiva porque un día se juntarían todos en la gloria. En la casa de mi Padre -aseguróles Cristo- hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque voy a prepararos el lugar. Cuando yo me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros. Pues para donde yo voy, vosotros conocéis el camino. Estas últimas palabras llamaron la atención de Tomás, quien, con los ademanes rudos que le caracterizaban, objetó: No sabemos adónde vas; ¿cómo, pues, podemos saber el camino? A lo cual respondió Cristo: Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí.
Aunque el ánimo de Tomás estuviera abatido por el pensamiento de tener que separarse de su Maestro, no perdia, sin embargo, la esperanza de poder impedir su muerte. Bien sabia él que el verdadero israelita entra por la muerte en la paz de Dios, pero la turbación y el afán de hacer algo para salvar a Jesús no le dejaban ahondar en estos misterios. También habría oído en las sinagogas que la palabra camino, en los profetas (Is 30, 11), se toma muchas veces en sentido moral y religioso, pero le ofusca el ansia por conocer adónde quiere marcharse su Maestro con el fin de alejar los peligros que pudiera encontrar en su camino.
Este rasgo de valentía y fidelidad del apóstol ha sido recogido exactamente por el pincel de Leonardo de Vinci en su cuadro de La última cena, en que se representa a Tomas reafirmando a Cristo calurosamente, y con maneras casi agresivas, su fidelidad.
Una vez terminadas sus últimas enseñanzas y exhortaciones, salió Jesús del Cenáculo en dirección a un huerto que estaba al otro lado del torrente Cedrón. Sus apóstoles le acompañaban en silencio, dibujándose en sus rostros la gravedad del momento. Tomás le seguía con la esperanza de salvarle. Pocos momentos antes le había dicho Jesús que Él era el camino, la verdad y la vida. Sabrá Cristo, por consiguiente, pensaba Tomás, escoger el camino verdadero para no caer en las asechanzas que le tienden sus enemigos. Además, si algunos exaltados se atrevieran a tocarle, allí estaba él, el robusto marinero, para castigar su atrevimiento.
Pero estas últimas esperanzas se derrumban al divisar el tropel de gentes que acudían a prender al Maestro, y mayormente cuando Éste mandó a Pedro que metiera la espada en la vaina, porque deseaba beber el cáliz que le presentaba su Padre. Ante esa actitud de Jesús, un grave desengaño se apodera del ánimo del fornido Tomás, que se pregunta si fue un mito y un engaño el poder que había manifestado Cristo en otras ocasiones. Él, que esperaba, como sus compañeros, la restauración de Israel y confiaba ocupar un lugar destacado en el nuevo reino, se encuentra de golpe fracasado en su ideal, objeto de escarnio de todos y con la perspectiva de volver a sus redes para ganar el pan de cada día. De ahí que, a pesar de sus bravatas y promesas, al comprobar el prendimiento de su Maestro, huye despavorido en dirección al monte Olívete para internarse en el desierto de Judá o esconderse en casa de alguna familia amiga. Pensaba Tomás que su aventura había terminado; Cristo moriría en manos de sus enemigos. Sería sepultado y desaparecería su memoria para siempre. Tanto Tomás como los otros apóstoles no previeron, ni menos esperaron, la resurrección de su Maestro.
Pasada la tormenta, encontráronse los apóstoles sin pastor, turbados y desconcertados, sumidas en la tristeza y el llanto (Mc 16, 10). María Magdalena les anunció que Jesús había resucitado y que se le había aparecido, pero ellos no lo creyeron. ¿Cómo debían ellos dar fe al testimonio de una mujer? Más tarde aparecióse a dos que iban de camino y se dirigían al campo. Estos, vueltos, dieron la noticia a los demás; ni aun a éstos creyeron (Mc 16, 12,15). Los dos discípulos que se encaminaban a Emaús tardaron mucho en rendirse a la evidencia de las pruebas que les presentaba Cristo resucitado (Lc 24, 13-35). Cuando los once se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado, aparecióseles Cristo. Viéndole se postraron; pero algunos vacilaron (Mt 28, 16-17).
Una ola de escepticismo se había adueñado de los apóstoles y hacían falta pruebas fehacientes para que renaciera en ellos la fe y la confianza en Jesús. Y no tardaron éstas en venir, porque tuvo Cristo compasión de sus amados apóstoles, de dura cerviz y tardos en creer.
Estaban diez de ellos reunidos en el Cenáculo con las puertas herméticamente cerradas por temor de los judíos. De repente se presentó Cristo en medio de ellos y les dijo: La paz sea con vosotros. Aterrados y llenos de miedo, creían ver un espíritu. Jesús les increpó suavemente por su incredulidad, y añadió: Ved mis manos y mis pies, que yo soy. Palpadme y ved, que el espiritu no tiene carne ni huesos como veis que yo tengo. Diciendo esto, les mostró las manos y los pies (Lc 24, 37,40). Pero aun con pruebas tan palmarias no creyeron ellos totalmente hasta que Cristo les abrió la inteligencia (Lc 24, 45).
Vemos en esta aparición la misma de que habla San Juan (Jn 20, 19-25) que, a pesar de ofrecerles Jesús pruebas tan evidentes de su personalidad, algunos abrigaban ciertas sospechas. Quiso la fatalidad que a esta aparición no estuviera presente Santo Tomás, y sería aventurado querer investigar las razones que motivaron su ausencia. Quizá su mismo temperamento independiente, impulsivo y con acentuada personalidad le impelía a no querer mezclarse de nuevo en un asunto que había fracasado. El, que tanto había batallado para impedir que Jesús cayera en manos de sus enemigos, comprueba ahora que sus esfuerzos fueron inútiles y que la causa de su Maestro se había desvanecido para siempre con la muerte del mismo. Es verdad que oye voces de unos y otros de que Cristo ha resucitado y de que se ha aparecido a algunas personas; pero él quiere pruebas tangibles: exige que se le aparezca como ha hecho con otrosque no fueron tan generosos como él; que pueda hablarle cara a cara y palparle.
Sus compañeros de apostolado, entusiasmados, contaron a Tomás que habían visto a Cristo, que le habían tocado y comido con Él. Tomás, en el fondo, quiere dar fe a su testimonio, pero responde con una negación fría a su narración entusiasta. No merece ni quiere sufrir la humillación de ser él el único del Colegio apostólico que no vea al Maestro resucitado, y de ahí sus protestas de que no creerá en lo que le dicen hasta que lo vea y toque él personalmente. Es curioso ver cómo cada vez sus exigencias van en aumento: quiere ver con sus propios ojos la señal o marca dejada por los golpes y tocar la herida. Si no veo en sus manos la señal de los clavos y meto mi dedo en el lugar de los clavos y mi mano en su costado, no creeré (Jn 20, 25).
No podemos afirmar que Tomás dudara formalmente de la resurrección de Cristo; más bien cabe suponer que sus exigencias ante los otros apóstoles van encaminadas a obligar a Cristo a que se le aparezca a él personalmente en premio de la fidelidad que siempre le demostró en vida. Y al formular tales pretensiones abriga en su interior la esperanza de que Jesús no se negará a ellas.
Y no podia menos de acudir Jesús al llamamiento de su apóstol. En efecto, a los ocho días estaban reunidos de nuevo los apóstoles en el Cenáculo y con ellos Tomás. Las puertas, como la primera vez, estaban cerradas. Cristo se apareció y saludó a los presentes, diciéndoles: La paz sea con vosotros. Luego dijo a Tomás: Alarga acá tu dedo, y mira mis manos, y tiende tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino fiel (Jn 20, 26-27). Cristo conocia las condiciones puestas por su discípulo para creer en Él y se somete gustoso a que Tomás haga la experiencia de distinguir entre un fantasma y un cuerpo viviente. No es de suponer que Tomás hiciera uso de la autorización que le hacia el Maestro. Su reacción ante las palabras de Jesús fue de reconocer la divinidad de Jesús: ¡Señor mío y Dios mío! Trátase de una confesión de fe completa. Nadie en el Evangelio le había dado este titulo, que Él había reivindicado con términos precisos. Jesús mira al corpulento e impulsivo Tomás humillado a sus pies y con una sonrisa beatifica le reconviene, diciendo: ¿Crees ahora o no? Tomás creyó por haber visto a Cristo; pero dichosos los que sin ver creyeron. Después de los apóstoles vendrán otros que no han contemplado la humanidad gloriosa de Cristo. A ellos se dirige elogiosamente Jesús.
Las futuras generaciones compensarán por el ardor de su fe lo que les faltará de presencia real. El evangelista San Juan quiso cerrar su evangelio con el episodio de Tomás. La escena que él cuenta después de ésta, la aparición de Jesus en el mar de Tiberíades, es sólo un apéndice que añadió más tarde. La respuesta final de Jesús había de ser como un amén poderoso que había de resumir todo el Evangelio y habia de resonar a través de todos los siglos en el alma de los creyentes: Porque me has visto has creido, Tomás. Bienaventurados los que no vieron y creyeron. Es como una amable ironía el que la liturgia coloque la fiesta de Santo Tomás el 21 de diciembre, pocos dias antes de Navidad, como si le quisiera poner ante el pesebre del Niño de Belén. Diriase que ante el Niño divino está repitiendo para los vacilantes de todos los tiempos su profunda e infantil oración: ¡Señor mío y Dios mío! ¡Señor mío y Dios mío! Con una simple mención en el relato de la pesca milagrosa (Jn 21, 2) y la consignación de su nombre en la lista de los apóstoles reunidos en el Cenáculo después de la Ascensión (Hch 1, 13), desaparece Tomás de los anales de la historia para adentrarse en la enmarañada selva de la leyenda. Su paso fugaz por el escenario de la historia fue provechoso para nosotros, hasta el punto que San Gregorío el Grande no vacila en afirmar que más beneficiosa fue para nuestra fe la incredulidad de Tomás que la fe de los apóstoles que fácilmente creyeron (Homil. 26, in Evang., 7 ).
El apóstol enérgico y valiente sentía cómo su corazón ardía en llamas por el deseo de predicar a las gentes la buena nueva del Maestro, a quien tanto amó en vida y que, después de muerto, vió con sus ojos y pudo tocar con sus manos. La atmósfera que se respiraba en Palestina era tan hostil a Cristo que hubiera sido arriesgado organizar allí un plan sistemático de apostolado. Algunos de los apóstoles fueron encarcelados o llevados a los tribunales, prohibiéndoseles predicar la doctrina de Cristo. En estas condiciones era mejor emigrar hacia los pueblos de la gentilidad. El cristianismo no era una secta como cualquier otra de las que existían por aquel entonces en el seno del judaísmo, sino un movimiento universalista encaminado a ganar para la doctrina de Cristo a todos los hombres de buena voluntad. La estrella nacida en Belén debía alumbrar a todo hombre que viene a este mundo. A los judíos, como depositarios de la revelación primitiva, pertenecían las primicias del apostolado cristiano: pero, a causa de su obstinada ceguera, fueron ellos preteridos a los pueblos que vivian en las tinieblas y en medio de las sombras de la muerte.
Santo Tomás emprendió el camino de la gentilidad; Sabemos que salió de Palestina, y las tradiciones aseguran que marchó hacia Oriente, a las tierras por donde sale el sol, para anunciarles que otro Sol más radiante y vivificador había nacido en tierras de Palestina. Desde muy antiguo tomó cuerpo la tradición de que fue Tomás el apóstol de los partos, medas y persas, territorios que actualmente corresponden al Irak, Irán y Beluchistán. Otras tradiciones extienden hasta la India el campo de su apostolado, adonde llegó por el llamado camino de la seda, que atravesaba la Persia, el Pakistán y el Tíbet. Se dice que su apostolado fue muy fructífero debido a su predicación y a la multitud de milagros que obró en confirmación de su doctrina. Una tradición siria llama a Santo Tomás rector y maestro de le Iglesia de la India, fundada y regida por él. Sin embargo, los cristianos del Indostán, conocidos por el nombre de cristianos de Santo Tomás, que habitan el Malabar y pertenecen a la Iglesia siria, tienen probablemente su origen de un misionero nestoriano llamado Tomás. En la Iglesia malabar se canta en las lecciones litúrgicas en honor del Santo: Por las fatigas apostólicas de Santo Tomás llegaron los chinos y los etíopes al conocimiento de la doctrina de Cristo. Por Santo Tomás fueron bautizados y se hicieron hijos de Dios. Por Santo Tomás el reino de Dios llegó hasta la China. En el libro de las Actas atribuidas al apóstol se refieren fantásticas aventuras referentes a su ida a la India y a sus trabajos allí como arquitecto real.
El Breviario romano dice que el Santo fue martirizado en Calamina, ciudad que no se ha identificado todavía. Parte de sus reliquias fueron trasladadas a Edesa, en cuyo lugar se mostraba su sepulcro, según testimonio de escritores cristianos antiguos. San Juan Crisóstomo enumera la tumba de Santo Tomás entre los cuatro sepulcros de los apóstoles (San Pedro, San Pablo, San Juan ) que puede identificarse su emplazamiento. De Edesa sus reliquias fueron trasladadas a la isla de Chíos y de ahí pasaron a Ortona, donde se veneran actualmente.
La tradición ha atribuido a Santo Tomás un evangelio de carácter gnóstico, que se ha perdido. El actual Evangelio de Santo Tomas, también apócrifo, refiere numerosas y fantásticas leyendas en torno a la infancia de Jesús. También se le han adjudicado el libro de las Actas de Santo Tomás y un Apocalipsis, condenado por el papa Gelasio I a fines del siglo v.
Nunca admiraremos bastante la recia figura de Santo Tomás, quien, bajo unos modales toscos, escondía un alma noble, generosa, impresionable, amante de Jesús, confesor de su divinidad y su apóstol abnegado. En vez de hacer hincapié en su incredulidad, más bien afectada que real, debemos ahondar en el conocimiento de sus excelsas virtudes para confirmarnos en nuestra condición de soldados de Cristo.
LUIS ARNALDICH, O. F. M.
Sabemos poco de su vida con certeza. Escuetamente lo que dice de él el Evangelio, y precisamente el evangelista san Juan, el único que menciona algunas de sus intervenciones. No conocemos cosas sobre su origen, desconocemos su ascendencia, y ni siquiera tenemos noticias del momento de su vocación, salvo lo genérico que corresponde a todos. Su nombre aparece en las listas de los Apóstoles y siempre junto al evangelista y apóstol Mateo. Su mismo nombre es extraño al texto bíblico, incluido el del Antiguo Testamento. San Juan dice que se le apodaba «Dídimo» cuya traducción castellana sonaría «El Mellizo»; pero ni aún esto nos da pistas para adquirir más datos puesto que no consta de quién pudo ser gemelo, ya que en las Actas que llevan su nombre y en la Doctrina Apostolorum, donde sí aparece como mellizo de Judas, son escritos apócrifos que se han de rechazar por lo fantasioso y otras cosas.
Pertenece al campo de la leyenda, de la simple hipótesis y de la conjetura el que hubiera sido arquitecto como lo dejó plasmado Rafael con la simbólica escuadra de su trabajo, o que procediera de familia humilde como dicen otras fuentes. Ni siquiera consta el hecho de su martirio, sino por una tradición menor. Que se celebre su fiesta el día 3 de julio desde el siglo VI se debe a la fecha del traslado de sus restos a Edesa.
Cierto: es uno de los Doce, que aparece con carácter fuerte, decidido, valiente, y animoso desde el primer momento en que el Evangelio (Jn 11, 1-6) habla de una intervención suya, proponiendo a los colegas acompañar a Jesús a Jerusalén cuando los ánimos están caídos por el ambiente adverso: «Vamos nosotros también a morir con Él».
Otra de sus intervenciones fue la misma noche de la Pascua, en el cenáculo. Hablaba Jesús con un lenguaje tan subido que la cabeza de Tomás no entiende lo que dice; está diciendo que se marcha, que no pueden ir ellos a donde él va, que la separación no va a ser definitiva, y que ellos ya conocen el camino. Esto llamó la atención de Tomás hasta el punto de interrumpir las palabras del Señor, pidiendo explicación a lo que escucha: «No sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?».
Sus esperanzas de ocupar un buen puesto en el Reino se debieron ver frustradas con la deserción miedosa a partir del acontecimiento de Getsemaní. Se decía a sí mismo que allí fue donde empezó el fracaso más fuerte de su vida. Años perdidos, ilusiones rotas y esperanzas en la papelera. Después vino lo irremediable: todo ese mundo atroz de sufrimientos físicos y morales por donde pasa el que se condena a muerte, aunque fuera inocente como su Maestro. Todo terminó con la cruz vergonzosa y en la tumba fría. ¡Qué pena haber amado tanto, y que aquello tan radiante hubiera sido sólo un hermoso sueño! Pero había más: a la frustración por Jesús muerto había que añadir un dato: él era su amigo, lo sabían todos, lo buscarían y terminaría mal, ¡buenos eran aquellos mandamás para dejar un cabo suelto! Era preciso aguantar la amargura, pero lejos. Sí, lo mejor era romper con el pasado y distanciarse de las amistades, desapareciendo.
Quizá por eso no estuvo presente cuando estaban diez el Domingo por la tarde y le vieron. Lo buscaron y se lo dijeron, pero no se fió. ¿Qué está vivo Jesús? ¿El muerto? ¿Que lo ha visto la de Magdala? ¿Que los que marchaban a Emaús lo han descubierto? ¿Que todos menos yo lo habéis visto? ¿Que habéis hablado con Él? ¡Dejadme de cuentos! ¿Y dónde está en este momento, en qué casa, por qué calles anda, qué suelo pisa, por qué se esconde, qué hace ahora, por qué no lo acompañáis, de quién tiene miedo? Es un chorro de preguntas sin respuesta. A la pena y angustia se está uniendo el enfado y el despecho porque los ve alegres y él no ha echado la pena del cuerpo. Ni entiende ni goza; los comentarios son sin sentido, propios de locos o de fulleros. Adopta una actitud terca y desconfiadísima. ¡Pruebas! ¡Mis dedos en sus llagas y mi mano en la del pecho!
«Señor mío y Dios mío» dijo a los ocho días el alma de Tomás, cuando Jesús se puso en medio, sin que nadie abriera las puertas bien cerradas como consecuencia del miedo. Fue una confesión de fe en la divinidad de Jesucristo, que sabía hasta lo de los dedos y las manos. No hizo falta tocarlo, y hasta bendijo Él a los que creyeran sin ver. Lección aprendida. Es la fe que Dios da, para cuya aceptación no hay que pedir pruebas. El incrédulo ha llegado más lejos formulándola.
Lo demás es leyenda de lo posible; lo describen haciendo apostolado o siendo testigo por tierras de la gentilidad. Concuerdan las tradiciones –imposibles de comprobar– en señalar sus pasos hacia el Oriente, pero no se ponen de acuerdo para asentarlo en Irak, Irán, Beluchistán, India, Persia, Pakistán, o el Tibet. ¡Qué más da! Su alma noble y enamorada fue diciendo con la mayor de las elocuencias –la humildad– que Jesús es el camino, que murió, que está vivo y que salva a quien se deja salvar.