Mar僘 Magdalena irrumpe en el Evangelio y en la historia cuando entra, temblorosa pero resuelta, en Casa del fariseo Sim.
La escena relatada por San Lucas (Lc 7, 36-50) parte en dos vertientes la vida de esta mujer: antes y despu駸 de su encuentro con Jes俍.
De este episodio, que la liturgia nos propone en el Evangelio de su fiesta, hemos de arrancar para conocerla. Delicadamente, el evangelista silencia en este lugar su nombre, pero en el cap咜ulo siguiente nos habla de Mar僘 Magdalena, de quien Jes俍 hab僘 arrojado siete demonios (Lc 8, 2).
La semejanza 匤tima entre la Mar僘 Magdalena nombrada por los cuatro evangelistas con la pecadora innominada que se arroja a los pies de Jes俍 en casa del fariseo justifican plenamente la identificaci que la tradici cristiana y la liturgia hacen de estas dos figuras evang駘icas.
Recogiendo los datos necesarios para reconstruir su pasado hallamos que era una mujer pecadora que hab僘 en la ciudad (Lc 7, 37), que esta ciudad era Magdala, y que le fueron perdonados sus pecados porque hab僘 amado mucho (Lc 7, 47); luego antes de la escena en casa de Sim hab僘 conocido a Jes俍, hab僘 sido transformada por El.
Era Magdala una ciudad prpera. Recostada en la ribera del mar de Galilea, se hab僘 enriquecido con la industria de salaz de pescado. A esto hab僘 que adir la riqueza de su suelo cruzado de corrientes, que le permit僘n el lujo de cerse de 疵boles.
Mar僘, 疱ida y hermosa, pasear僘 por aquellas calles su belleza aderezada de lino fin﨎imo, de brazaletes y de collares. La admiraci de los hombres y el tintineo de sus tobillos anillados, que suscitaban miradas de envidia y de deseo, le distra僘n la tristeza. Pero las horas de placer se le escapaban de las manos sin remedio, como las cuentas de un collar roto, dej疣dole insatisfecho el coraz.
Jes俍 iniciaba su vida p炻lica eligiendo como centro de su predicaci y sus milagros a la peque Galilea.
Un d僘 cualquiera lleg・hasta Magdala el rumor. Iba creciendo como la brisa vespertina que riza apenas la superficie del lago para estallar al fin en ola sobre la orilla.
裡Ha aparecido un Profeta! Se rodea de disc厓ulos. 。Anuncia el reino de Dios y dice que est・dentro de nosotros! Viene hacia Magdala... 。Ya llega!... Est・aqu・ 。El Profeta! Se dej・arrastrar por un grupo que corr僘. Fue so un instante. Divis・su estatura destacada. M疽 cerca pudo distinguir sus rasgos. Le agradaron. Eran regulares y firmes, pero..., ソy sus ojos? No pod僘 verlos. Fue so un instante. ノl, al pasar, la mir・ Hubiera querido retenerle, pero ノl segu僘 ya su camino.
No pod僘 Mar僘 olvidar los ojos del Profeta. ソQu・hab僘 en aquellos ojos? ソReproche? S・ reproche; pero tambi駭 compasi, una compasi inmensa. La vida se le hizo insoportable. Cada pecado grababa m疽 hondo en su recuerdo aquella mirada. Le dijeron que Cafarna伹 era su residencia m疽 frecuente.
La tarde estaba ah咜a de polvo y la ciudad parec僘 desierta; pronto descubri・un apido enjambre frente a una casa del barrio de los pescadores. Magdalena tard・horas en ir ganando puestos pacientemente hasta llegar al umbral en que Jes俍 inagotablemente se inclinaba sobre las necesidades de todos. Le golpeaba apresuradamente el coraz. Se hab僘 cubierto con un velo tupido que ocultaba por entero su vestido rico, sus cabellos. ソQu・le pedir僘 ella al Profeta? Nada. Realmente. no ten僘 nada que pedirle. Ni sab僘 ahora por qu・hab僘 venido.
De pronto se produjo un gran revuelo. Alguien por la parte posterior de la casa hab僘 logrado levantar la techumbre y en este momento, ante un murmullo expectante, descolgaban una camilla con un hombre totalmente r刕ido e inmil (Mc 2, 1-2; Mt 9, 1-18; Lc 5, 17-26).
Los escribas y personas importantes que rodeaban a Jes俍 se apartaron, y qued・el hombre tendido en el centro de la habitaci delante de ノl. El enfermo, intensamente p疝ido, imploraba con los ojos. Jes俍 le mir・largamente 耀e hizo un silencio total・ despu駸, posando una mano sobre su frente, dijo en tono solemne: Hijo, ten confianza; perdonados te son tus pecados.
Magdalena, en la misma puerta, tembl・ 。sus pecados! Hubo un instante de sorpresa y desencanto. Miradas de reprobaci de los escribas. Pareci・que uno de ellos iba a hablar, pero Jes俍 le tom・la palabra.
料Por qu・os escandaliz疂s de que yo perdone los pecados? Pens疂s, sin duda, que so Dios puede hacerlo...
Pues, para que sep疂s que el Hijo del Hombre tiene potestad de perdonar los pecados, a ti lo digo: lev疣tate, toma tu camilla y vete a tu casa.
Mar僘 comprendi・entonces la profundidad de la mirada compasiva de Jes俍. Crey・que ノl, con su poder divino, hab僘 taladrado su conciencia y que la hab僘 visto a ella, manchada de lujuria, de envidia, de codicia. De repente, aquellas palabras de Jes俍 anteponiendo el perd de los pecados a la salud del cuerpo, la hab僘n colocado frente a s・misma. Todo su orgullo de mujer hambrienta de halagos se rebelaba. No pod僘 soportar el pensamiento de su propio espect當ulo. Sent僘 asco de su vida y juntamente una rebeld僘 indomable que le imped僘 reconocerse indigna, despreciable, merecedora de la infinita compasi de Jes俍.
El remordimiento es amargo cuando el amor no lo ha transformado a佖 en contrici. Es como una losa que nos oprime, amenazando aplastarnos para siempre; como una serpiente que se revuelve en el alma.
Lentamente, por debajo del orgullo encabritado, y a medida que 駸te se amansaba, la gracia iba abri駭dose paso. A la rebeld僘 suced僘 la esperanza que hab僘n dejado prendida en su alma aquellas palabras dirigidas al paral咜ico: Hijo, ten confianza; tus pecados te son perdonados. Ella tambi駭 pod僘 ser perdonada.
Sus pecados le pesaban ahora como una cadena insoportable. Pero las cadenas atan a la tierra. Ella, para liberarse, ten僘 que romperlas, y se sent僘 sin fuerzas, impotente. En esta agon僘 que le deshace el alma, porque ya no quiere pecar y peca, busca de nuevo a Jes俍.
Ahora ノl ense en el Monte. Entre Can・y Cafarna伹, en la ladera del Poniente, que conserva fresca la hierba hasta el centro del verano. La muchedumbre que le rodea es compacta. No logra acercarse al Maestro, pero le escucha: 唯ienaventurados los limpios de coraz, porque ver疣 a Dios.
唯ienaventurados los misericordiosos, porque ellos tambi駭 alcanzar疣 misericordia.
唯ienaventurados los que han hambre y sed de justicia, porque ser疣 saciados.
Y estas palabras abren su alma a un deseo acuciante de bondad y de bien.
Como el aliento del amanecer despertando a las palmeras del desierto, como el primer vuelo de un p疔aro reci駭 nacido, aletea en su coraz un amor nuevo, un amor puro que le empuja sin violencias hacia aquella verdad, hacia aquel bien vislumbrado que se personifica en Jes俍.
So ノl pod僘 saciar los verdaderos deseos de su coraz.
Como la esposa del Cantar ella quiere buscar al amado por calles y por plazas e increpar a los centinelas de la ciudad: ソNo hab駟s visto al amado de mi alma? Supo que estaba en casa de Sim. Entr・muy de prisa, apretando fuertemente su frasco de perfume. Hubiera querido pasar desapercibida, pero no fue posible. Casi la echaron para atr疽 las miradas de esc疣dalo y de desprecio. No importaba. Se lo merec僘. Su orgullo se hab僘 fundido porque hab僘 triunfado el amor.
Le vio y se arroj・a sus pies. Quiso decirle su arrepentimiento, suplicar su perd. Pero no pudo. Se le ahogaron en l疊rimas las palabras. So supo besarlos y llorar, no sab僘 si de amor o de dolor. ノl comprend僘.
Derram・sobre sus pies el perfume. Quer僘 darle esta muestra de gratitud; pero... 。qu・poco era aquello! Se solt・en gesto r疳ido las trenzas. Eran algo muy suyo, algo que ella hab僘 cuidado con esmero como a su gala preferida, justo era emplearlas ahora en enjugarle a ノl los pies.
Ah・segu僘, ajena a la irritaci circundante cuando habl・Jes俍: 祐im, quiero decirte una cosa.
優ila, Maestro.
誘n acreedor ten僘 dos deudores...
Aludida por ノl, Mar僘 se estremeci・desde sus plantas escuchando aturdida la defensa que 。de ella! hac僘 el Maestro.
Lentamente irgui・la cabeza y se atrevi・ al fin, a mirarle.
柚ujer, perdonados te son tus pecados...
Movi・ella los labios sin lograr emitir ning佖 sonido 裕u fe te ha salvado, vete en paz (Lc 7, 36-50), Las palabras del Ser fueron eficaces en su alma, que qued・inundada de paz.
。Oh hijas de Jerusal駭!, conj侔oos por las cabras y por los ciervos de los campos que no despert駟s ni desvel駟s a mi amada (Ct 3, 5).
Mar僘, renovada y libre, se une al grupo de mujeres que asisten a Jes俍. En adelante su vida aparece 匤timamente trenzada con los principales acontecimientos de la vida de Cristo: vicisitudes de su ministerio mesi疣ico, pasi y muerte, resurrecci.
Y aconteci・luego que recorri・ノl una tras otra las ciudades y aldeas predicando y anunciando la buena nueva del Reino de Dios. Con ノl iban los doce y algunas mujeres... Mar僘, la llamada Magdalena, de la cual hab僘n salido siete demonios, y Juana, la mujer de Cuza..., y otras muchas que le serv僘n con sus haberes (Lc 8, 1-3).
Seguir a Jes俍, servirle, pudo parecer a Magdalena una felicidad indecible. Pronto comprob・que estaba sembrado de sacrificios. Pero amaba. Amaba con sinceridad, ten僘 una deuda que pagar y sigui・adelante.
La vida p炻lica del Ser cosech・algo m疽 que 騙itos.
A los pocos d僘s de iniciar el peregrinaje en su seguimiento estuvieron a punto de lapidarle en Nazaret (Mc 6, 16; Mt 13, 53-58). El entusiasmo que produjo la multiplicaci de los panes se troc・en desv卲 cuando Jes俍 prometi・a su auditorio que ノl les dar僘 a comer su carne y a beber su sangre. Mar僘 no entend僘 nada, pero no pod僘 dejar de creer en ノl. ソNo estaban todos ellos a cada paso comprobando su poder divino? ソCo pod僘n dudar? ソNo palpaban en si mismos una transformaci inexplicable a su solo contacto? 。Ah! Ella no ten僘 derecho a dudar. 。Hab僘 experimentado tan ciertamente que era ノl y so ノl quien la hab僘 curado atray駭dola tan suave pero tan fuertemente hasta arrancarla del pecado! Menos mal que aquel d僘 Sim, en un arranque, hab僘 sabido interpretar lo que ella misma sent僘.
湧o, Ser, nosotros no te dejaremos.
ソAdde ir僘mos? 。So T・tienes palabras de vida eterna! (Lc 6, 60-70).
Galilea, Fenicia, Dec疳olis, Judea. En Judea el ambiente era hostil, predo de peligros. Pero ella no ten僘 miedo. Tampoco comprendi・entonces por qu・algunos disc厓ulos ten僘n miedo.
Hasta que... Parec僘 imposible. Imposible. Hab僘n vuelto a Jerusal駭 para la Pascua. Se precipitaron los acontecimientos. Ella no lo hab僘 cre冝o, a pesar de los rumores, a pesar de las amenazas, y el golpe la anonad・
。Hab僘n prendido al Maestro! (Mt 26; Mc 14; Lc 22; Jn 18).
Hab僘n prendido al Maestro de noche, mientras ella dorm僘. ソCo era posible que durmiera? Y ahora 容staba amaneciendo・le acababan de llevar a Pilato despu駸 que el sanhedr匤 hubo decretado su muerte (Mt 27; Mc 15; Lc 23).
Alzaron la cruz.
Mar僘 se qued・helada de horror. No pod僘 ser ノl. No pod僘 serlo. Sus ojos 預quellos ojos・estaban turbios de sangre. Su cuerpo, como un gusano retorcido y l咩ido.
裡Si eres el Hijo de Dios baja de la cruz! (Mt 27, 40).
ソBajar僘? ソPor qu・no se desclavaba? Pod僘 hacerlo. Estaba segura. ソPor qu・no lo hacia? ソPor qu・ 猶adre m卲, perdalos porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34).
S・ era Jes俍. Este era Jes俍. Perdonando, siempre perdonando. ソCo era posible que ノl, tan bueno ... acabase as・ ノl no lo merec僘, ella s・ Lo hubiese merecido, pero ノl ...
祐er, acu駻date de m・cuando est駸 en tu reino.
Mir・a lo alto. Esta voz parec僘 venir de uno de los malhechores crucificados junto al Maestro. Ahora Jes俍 le miraba y parec僘 querer hablarle: 雄o te lo digo, hoy mismo estar疽 conmigo en el para﨎o (Lc 23, 42-43).
。Con qu・facilidad perdonaba Jes俍! 。Con qu・facilidad la hab僘 perdonado a ella! 。Con qu・facilidad perdonaba ahora a este malhechor! ソNo ser僘 que Jes俍 sufr僘 para tener derecho a perdonar? Le daba v駻tigo el misterio que se abr僘 a su entendimiento como una sima.
La justicia de Dios 容lla lo hab僘 sabido siempre・era inexorable. Necesariamente inexorable. Y Jes俍 perdonaba tan f當ilmente.
Mir・a Jes俍. Tuvo valor para mirar de nuevo a Jes俍.
。Ese era el precio del pecado! Ese jir blanco y retorcido surcado de sangre. 。De nuestros f當iles pecados! Su angustia, su desesperaci primera hab僘 cedido a un dolor hondo, anonadado, que no pod僘 contener.
Una mano amiga se pos・sobre su brazo. Era la Madre de Jes俍... Se miraron. Tuvo verg・nza de haber exteriorizado con tanta vehemencia su dolor, pues... ソpodr僘 haber dolor comparable al suyo? La Madre tambi駭 lloraba, pero sosegadamente, como la lluvia mansa que fecunda la tierra.
Jes俍 ten僘 que morir. Morir僘. 。Qu・amor el suyo! Iba a morir por sus pecados.
Cuando el coraz sufre nos parece que el tiempo se detiene para oprimirnos. Es una ilusi. Nos oprime la pena, pero el tiempo pasa. Y pasaron aquellas horas para los amigos de Jes俍 desde que ノl qued・encerrado en el sepulcro dej疣doles sumidos en una inercia llena de estupor.
La sensibilidad de Magdalena, deshecha por el horror del suplicio, reproduc僘 a cada instante la imagen de las llagas, los clavos, las espinas, la sangre de Cristo.
Se revolv僘 sin poder ni querer escapar del atroz recuerdo ni de la certeza de que Jes俍 hab僘 muerto por sus pecados. Le parec僘 sentir la sangre de Cristo chorreando sobre su alma para dejarla blanca, sin mancha. ソNo hab僘 dicho el profeta: Aunque vuestros pecados os hayan tedo como la grana, quedar疣 vuestras almas blancas como la nieve, y aunque fuesen tedas de encarnado como el bermell se volver疣 del color de la lana m疽 blanca? (Is 1, 18).
Su 佖ico consuelo era prometerse a s・misma que morir僘 con ノl.
Esto har僘: En cuanto terminase el descanso sab疸ico correr僘 al sepulcro y permanecer僘 all・hasta morir. Junto al cuerpo de Jes俍, sin separarse de ノl.
Los dedos del alba hilaban tenuemente el amanecer m疽 hermoso que ella hubiera presenciado jam疽. Toda la fragancia de la primavera parec僘 emerger de la tierra saliendo al encuentro del peque grupo de mujeres. Sus siluetas se confund僘n con la luz difusa del camino que conduc僘 al sepulcro. Una brisa fresqu﨎ima oreaba sus mantos.
Mar僘 no pod僘 reprimir sus apresurados latidos cuando divisaron el sepulcro a lo lejos. Mas... ソqu・era aquello? La piedra estaba corrida.
。Hab僘 sido violada la sepultura! (Mc 16, 4; Lc 20, 1).
Despavorida desanda Magdalena el camino, corriendo hasta quedar sin aliento para avisar a los disc厓ulos. 。Han robado el cuerpo del Maestro! Pedro y Juan corren tambi駭 (Lc 20, 2-4). Ella, muy rezagada esta vez, alocada y exhausta, llega de nuevo y encuentra el lugar solitario.
Se postra llorando junto al sepulcro vac卲.
No puede resignarse a perder el cuerpo de Jes俍. No le queda otra sel tangible de su existencia. Necesita palpar de nuevo esta prueba inequ咩oca de que los 伃timos meses de su vida no han sido un sue.
ソUn sue? ソEstar・sondo ahora? Tocada por una intuici se asoma toda por la oquedad negra transpirada de frescor de la cueva. En el interior divisa dos sombras blancas.
柚ujer, ソpor qu・lloras? 猶orque se han llevado a mi Ser y no s・dde lo han puesto.
Se siente dispuesta a buscarlo, a rescatarlo como sea. No puede discurrir. So sabe que quiere el cuerpo de Jes俍, que necesita el cuerpo de Jes俍 para morir a su lado como un perro fiel.
Se vuelve y tropieza su vista con una figura erguida. Le hiere el sol en contraste con la obscuridad del sepulcro. Deslumbrada, so sabe echarse a llorar de nuevo.
柚ujer, ソpor qu・lloras, a qui駭 buscas? 祐er, si t・lo has llevado de aqu・dime en dde lo has puesto, que yo me lo llevar・
雄 cae a sus plantas, vencida por esta sola palabra que estalla en su conciencia como una cascada de luz. La realidad de Jes俍 resucitado se revela a su alma m疽 a佖 que a sus ojos atitos.
Nunca sabr・traducir esta revelaci inefable de Jes俍. Su divinidad, su amor sin l匇ites. ソFue un siglo o fue un instante? Como un eco lejano suena en su recuerdo: Bienaventurados los limpios de coraz porque ellos ver疣 a Dios. ノl la hab僘 limpiado con su sangre y por eso ve... So al quebrarse el hilo de aquel 匤timo encuentro pudo ella balbucir, a la par que alargaba sus brazos para abrazar los pies del Ser: 裡Raboni! Pero Jes俍 la detiene suavemente: 湧o me toques...
Hab僘 dejado besar y ungir sus pies por la pecadora arrepentida que se llegaba a ノl por primera vez. Pero ahora se ha dado a conocer a aquella alma en su esp叝itu, y esta gracia exige una respuesta de fe sin aledas sensibles.
遊e a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios... (Jn 20, 11-18; Mc 16, 9-11).
No quer僘 Jes俍 que Magdalena muriese doliente y abatida... Lo que exig僘 de su amor era una postura de fe y de obediencia.
Y fue Mar僘 Magdalena...
La brisa del amanecer se ha detenido ante el triunfo del sol que corre como un gigante su camino.
Los evangelistas no vuelven a nombrarla, pero nos es f當il descubrir su silueta entre las fieles mujeres que presenciaron el 伃timo adi del Maestro ascendiendo entre nubes.
ソDespu駸? Una abundante tradici la lleva al desierto y hasta la hace arribar con la di疽pora jud僘 en las playas de Marsella.
Nosotros que la hemos visto palpitar en las p疊inas del Evangelio preferimos dejar que se oculte con ノI a nuestros ojos. No nos hace falta m疽.
Mar僘 Magdalena ser・siempre en el santoral romano el prototipo de la mujer que, habiendo pecado, se convierte en un rendimiento total al amor divino.
La gracia de la conversi es con frecuencia as・ un toque discreto, una invitaci, una mirada. De nuestra respuesta depende un escalonamiento sucesivo de gracias que nos lleven hasta la santidad.
A trav駸 del texto evang駘ico hemos seguido este proceso en Mar僘, la pecadora. Ella fue fiel en cada etapa.
A la gracia de la conversi que se oper・en ella, sin duda alguna, por la predicaci y los milagros de Jes俍, Mar僘 responde con la confesi humillante de su culpa en casa de Sim.
Despu駸 del perd se consagra totalmente al servicio del Maestro y le sigue hasta la cruz como no fueron capaces de seguirle los disc厓ulos.
Muerto no le abandona. Quiere rescatar su cuerpo... ni siquiera ve su impotencia para hacerlo, ni los peligros que entra su deseo. Jes俍 recompensa su fidelidad con la gracia inmensa de su primera aparici.
A partir de este momento se inicia en aquella alma una fase de madurez que hemos cre冝o ver en la frase de Jes俍: No me toques.
La fe en la soledad y la constancia del servicio en una vida olvidada de reparaci, como de quien ha visto morir a Jes俍 por ella, la conducen a los altares.
La Iglesia la propone en el d僘 de hoy para ejemplo nuestro.
MARヘA LUISA LUCA DE TENA Y DE BRUNET
Era «una mujer pecadora que había en la ciudad» y se le perdonaron los pecados «porque había amado mucho».
El relato de san Lucas (Lc 7, 36-50) introduce a esta mujer en la historia de los hombres y ya estará en ella hasta el fin; de no ser por los Evangelios y por lo que Jesús hizo con ella nadie la recordaría hoy; su vida habría pasado como un anónimo de baja calidad olvidado por todos. Leyendo la escena de lo que pasó en casa de Simón no se descubre su nombre; fue una delicadeza de autor tan humano y fino que no quiso ponerla en evidencia. Hizo bien, porque como la malicia de los hombres y mujeres con sus evidentes debilidades no tienen nada de atractivo ni de originalidad, prefirió resaltar la misericordia sin límite de Jesús. Luego, cuando ya no tuviera dentro «los siete demonios» que tuvo, sí sería oportuno escribir el nombre de María Magdalena, como hace Lucas en el capítulo siguiente.
Sin que pueda afirmarse de modo absoluto la identidad entre María Magdalena, la pecadora sin nombre, con la hermana de Lázaro y de Marta que se llamaba María a la que habría de suponer una época de extravíos juveniles, parece que la coincidencia de rasgos comunes en los relatos evangélicos –preferencia por los pies de Jesús y ser amiga de ungüentos perfumados–, justifican la fusión que de ambas figuras hace la tradición cristiana como queda expresada en la liturgia y en el martirologio.
Quizá fue un reproche de Jesús lo que la llevó al cambio, pero no lo sabemos; o a lo mejor fue una mirada de Jesús encontrada en alguno de aquellos momentos en los que la había situado su curiosidad por desear ver al joven Rabí de Nazaret; o la afirmación agresiva que hizo Jesús –para aclarar la mente de los que pensaban que eran buenos– de que «los publicanos y las prostitutas os precederán en el reino de los Cielos». El caso es que comenzó a sentirse incómoda consigo misma desde que le escuchó aquello de «bienaventurados los limpios» que verían a Dios. Hablaba mucho Jesús de la misericordia divina y, sin poderlo explicar, María no podía distraerse del deseo vehemente de estar cercana; le parecía que nadie hasta entonces entendía tanto de las profundidades de ese corazón bueno de Dios y ella comenzó a notar en su interior un deseo acuciante de bondad y de bien. El Nazareno disfrutaba hablando de la misericordia divina con los pecadores, rompió las reglas de juego admitiendo entre sus amigos a indeseables, y hasta dijo aquella verdad de que el médico está para los enfermos, que lo sanos no lo necesitan. María se siente colocada frente a sí misma; comenzó a darle asco su vida. La enseñanza variopinta del Maestro hablaba del padre bueno que espera la vuelta del hijo que se fue, y del pastor que busca cuidadoso a la oveja que se extravió. La de Magdala ya no se soporta; no puede sufrir el pensamiento de su propio espectáculo a pesar de su ansia vehemente de triunfos y halagos; se rebela contra su situación actual al tiempo que escucha a Jesús que hablaba de Dios –el mismo de siempre, pero sin palo–, como un padre lleno de comprensión. La mujer siente su orgullo encabritado, pero la gracia va abriéndose camino; sólo hacía falta querer dar un paso, porque los pecados pesan ahora como una atadura insoportable.
Ni se lo pensó. Entró como a escondidas con un vaso de alabastro lleno de perfume, sin deseo de llamar la atención, y sin conseguir pasar desapercibida. Quiso pedir perdón y no pudo; se arrastró; no le salían palabras; sólo es capaz de llorar, besar los pies y secar lo mojado con sus cabellos manejados con arte. Aturdida por tan extraña situación, le pareció oír que el joven Rabí la defendía de Simón con palabras pausadas y voz serena. Después vino el gozo al escuchar «tu fe te ha salvado, vete en paz».
Libre y renovada, flotando en bondad, se une al grupo de mujeres que le asisten en el ministerio mesiánico, y ya no dejará jamás a Jesús, ni siquiera cuando le escuche que deberá comer su carne y beber su sangre, ni se unirá a la cobarde deserción de sus amigos en el momento del Calvario. Vive una felicidad indecible.
Galilea, Judea, Decápolis y Fenicia. En Judea, el ambiente se iba enrareciendo; ella no sintió miedo, ni entendió cómo podían tenerlo los discípulos. Pero aquello pasó, aunque María no lo tuviera previsto y hasta le pareciera la pesadilla de un sueño embustero, ¡habían apresado al Maestro! Si sólo ha hecho el bien, si es tan bueno, si no hizo mal, si ayuda a los pobres, si se desvive por los enfermos, si dice verdades, si habla del Cielo... Su actuación fue la misma por todas partes. ¿No curó al paralítico? ¿Qué hizo con el ciego? ¿No sanó leprosos? ¡Dio vida a la niña, al chico de Naín, a Lázaro! Alimentó a miles con pocos panes y peces, libró a endemoniados... tantas y tantos vivían contentos gracias e él.
Ya han levantado la cruz. El Gólgota está oscuro y con truenos. Se le escucha perdonando, que es lo suyo. Y hace promesa del Reino al ladrón y asesino que se arrepiente; sí, ese es su estilo. María mira y no entiende, mira y se avergüenza. La antigua profecía: «Mi siervo ha tomado sobre sí los pecados de todos» fue como un relámpago en su mente que le hizo entrever algo del misterio. Era descubrir el precio de sus pecados, la malicia de sus hechos. Y muchas lágrimas, algún grito, todo es desconsuelo mientras hipa a moco tendido. La mano de la madre del crucificado puesta en su hombro venía a darle paz; el rostro de aquella mujer con lloro sosegado le hizo entender que no tenía derecho a expresar más dolor del que sufría la propia madre del muerto.
Cuando lo desclavaron y lo bajaron, casi no tuvieron tiempo para prepararlo y así lo tuvieron que enterrar. María Magdalena tiene la cabeza confusa y lleva un propósito en el pecho: cuando pasase el descanso sabático, moriría al lado de Jesús, quedándose junto al sepulcro.
Allá iba el domingo entre dos luces, con más ungüentos aromáticos, acompañada de un grupo pequeño de mujeres. La puerta está abierta, ¡han violado la tumba y no está su cuerpo! Corre al cenáculo y corren también Juan y Pedro. Todos se alborotan y regresan con el corazón en un puño, plasmada la incertidumbre en los rostros y con más miedo dentro. María se queda sola con su desventura; ya no le queda ni siquiera el cuerpo de Jesús muerto.
Le dice al hortelano que lo buscará y lo traerá. Sólo una palabra en tono especial la revuelve para poder ella responder de modo increíble a lo humano: Rabboni, Maestro mío. Hay un nuevo intento de agarrarse a sus pies y la alegría indescriptible de testificar como un huracán que ha visto vivo al que estuvo muerto.
A partir de este momento, ya no se vuelve a hablar en el Evangelio más de María Magdalena.
Después quedó la leyenda –clara en sus justos términos– parloteando de sus posibles, imaginados o deseados pasos por el mundo, apartada en el desierto o llegando en diáspora judía hasta las playas de Marsella. Yo prefiero quedarme con la estampa que cierra su vida el Evangelio hasta que la salude personalmente en el cielo ¿Podrá hacerse eso?