Ilusión de felicidad y de poder, falta de horizontes y de esperanza. La difícil relación del hombre con la riqueza estuvo en el centro de la reflexión del Papa Francisco durante la misa que celebró en Santa Marta el lunes 25 de mayo.
La liturgia del día proponía el pasaje evangélico de san Marcos (Mc 10, 17-27) que se refiere al joven rico, un episodio que -dijo el Pontífice- podría llevar por título: «El itinerario desde la alegría y la esperanza a la tristeza y la cerrazón en sí mismo». Ese joven, en efecto, «quería seguir a Jesús y al verlo fue a su encuentro, entusiasmado, para plantearle la pregunta: "¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”». A quien el Señor, tras la invitación a vivir los mandamientos, exhorta: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo». Y el joven, «frunció el ceño y se marchó triste porque era muy rico».
Del entusiasmo a la tristeza: «Quería seguir a Jesús y se marchó por otro camino». ¿El motivo? «Estaba apegado a sus bienes. Tenía muchos bienes. Y en el balance vencieron los bienes».
El Papa Francisco destacó la actitud clara de Jesús ante tal reacción: «Dijo a sus discípulos: "¡Qué difícil les será entrar en el reino de Dios a los que tienen riquezas!”». En efecto -explicó- «hay un misterio en la posesión de las riquezas. Las riquezas tienen la capacidad de seducir, de conducirnos hacia la seducción y hacernos creer que estamos en un paraíso terrestre». Al respecto el Papa presentó también un ejemplo: «Recuerdo que en los años setenta vi por primera vez un barrio cercado, de gente pudiente; estaba cerrado para defenderse de los ladrones, para estar seguros». Había también gente buena, pero se habían encerrado en esa especie de «paraíso terrestre». Esto sucede, dijo, «cuando existe la cerrazón para defender los bienes»: se pierde «el horizonte». Y «es triste una vida sin horizonte».
En este punto el Pontífice entró aún más en profundidad: hay que considerar, recordó, que «las cosas cerradas se estropean, se corrompen, entran en descomposición. El apego a las riquezas es el inicio de todo tipo de corrupción, por doquier: corrupción personal, corrupción en los negocios, incluso la pequeña corrupción comercial -como la practicada, explicó el Papa, por quienes restan algún gramo al peso justo de una mercadería-, corrupción política, corrupción en la educación...». Cuantos «viven apegados al propio poder, a las propias riquezas, se creen en el paraíso. Son cerrados, no tienen horizonte, no tienen esperanza. Al final tendrán que dejarlo todo».
Para hacer comprender mejor este concepto, el Pontífice hizo referencia también a la parábola en la que Jesús habla del hombre que con traje elegante «todos los días tenía grandes banquetes»: este hombre «estaba tan encerrado en sí mismo que ya no veía más allá de su nariz: no veía que allí, en la puerta de su casa había un hombre que tenía hambre y también estaba enfermo, con llagas». Lo mismo nos sucede a nosotros: «el apego a las riquezas nos hace creer que todo está bien, que hay un paraíso terrestre, pero nos quita la esperanza y nos quita el horizonte. Y vivir sin horizonte es una vida estéril, vivir sin esperanza es una vida triste».
Pero, quiso precisar el Papa Francisco, aquí se está criticando el «apego» y no el hecho de «administrar bien las riquezas». Las riquezas, en efecto, «son para el bien común, para todos», y si el Señor se las concede a alguien, es «para el bien de todos, no para sí mismo, no para que las encierre en su corazón, que luego así se convierte en corrupto y triste». Jesús usa una expresión fuerte: «¡Qué difícil les será entrar en el reino de Dios a los que tienen riquezas!». Las riquezas, dijo el Papa, «son como la serpiente en el paraíso terrestre, encantan, engañan, nos hacen creer que somo poderosos, como Dios. Y al final nos quitan lo mejor, la esperanza, y nos lanzan en lo peor, en la corrupción». Por ello Jesús afirma: «Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de los cielos».
De esto deriva un consejo válido para cada uno: quien posee riquezas debe orientarse «a la primera bienaventuranza: "Felices los pobres de espíritu”; es decir tomar distancia de este apego y hacer que las riquezas que el Señor le ha dado sean para el bien común». La «única forma» de obrar es «abrir la mano, abrir el corazón, abrir el horizonte». Si, en cambio, «tienes tu mano cerrada, tienes el corazón cerrado como el del hombre que organizaba banquetes y llevaba vestidos lujosos, no tienes horizontes, no ves a los demás que pasan necesidad y terminarás como ese hombre: lejos de Dios». Lo mismo sucedió al joven rico: «contaba con la senda de la felicidad, la buscaba y... lo pierde todo». Por su apego a las riquezas «termina como un derrotado».
Debemos, por lo tanto, concluyó el Pontífice, pedir a Jesús la gracia «de no apegarnos a las riquezas» para no correr el peligro «de la cerrazón del corazón, la corrupción y la esterilidad».