Existen sacerdotes y obispos trepas y apegados al dinero que en lugar de servir se sirven de la Iglesia, haciéndola especuladora y tibia con su forma de vivir cómodamente el propio estatus sin honestidad. De esta tentación de una doble vida el Papa puso en guardia en la misa del viernes 6 de noviembre, por la mañana, en la capilla de la Casa Santa Marta. Una celebración matutina, confesó, en la que a menudo participan misioneros y religiosas que entregan toda la vida al servicio de los demás, imitando el modelo de san Pablo y yendo siempre más allá, siempre en salida.
La liturgia de hoy -afirmó inmediatamente el Papa Francisco- nos hace reflexionar sobre dos figuras, dos figuras de servidores, de empleados, dos personas que están llamadas a realizar una tarea. En el pasaje de la Carta a los Romanos (Rm 15, 14-21) emerge la figura de Pablo: precisamente el celo por evangelizar. Escribe, en efecto, el apóstol: Lo he dicho en virtud de la gracia que Dios me ha otorgado -¿cuál era la gracia que él había recibido?-: ser ministro de Cristo Jesús... ejerciendo el oficio sagrado del Evangelio de Dios. Es decir ministrar, servir. Y Pablo tomó en serio esta vocación y se entregó totalmente al servicio, siempre iba más allá, nunca estaba quieto: siempre más allá, más allá, más allá... para acabar, después, aquí en Roma, traicionado por algunos de los suyos. Y terminó como un condenado, precisamente así.
Pero ¿de dónde venía esa grandeza, esa audacia de Pablo?. Él mismo declara: yo me glorío de esto. Y ¿de qué se gloriaba? Se gloriaba de Jesucristo. Se lee, en efecto, en el pasaje litúrgico de su Carta a los Romanos: Así pues, tengo de qué gloriarme en Cristo y en relación con las cosas que tocan a Dios. En efecto, no me atreveré a hablar de otra cosa que no sea lo que Cristo hace a través de mí en orden a la obediencia de los gentiles, con mis palabras y acciones, con la fuerza de signos y prodigios, con la fuerza del Espíritu de Dios.
Con esta actitud, continuó el Pontífice, san Pablo fue a todos lados: él se gloriaba de servir, de ser elegido, de tener la fuerza del Espíritu Santo, de ir por todo el mundo. Pero había algo que para él era una alegría grande. Lo dice así: Pero considerando una cuestión de honor -un punto de honor: ¿cuál era?- no anunciar el Evangelio más que allí donde no se haya pronunciado aún el nombre de Cristo, para no construir sobre cimiento ajeno. En definitiva, Pablo se dirigía a sitios donde no se conocía el nombre de Cristo; era el siervo que servía, administraba, abriendo a nuevos horizontes, es decir, anunciando a Jesucristo siempre más allá, siempre en salida, cada vez más lejos; nunca se detenía con el fin de tener la ventaja de un puesto, de una autoridad, de ser servido. Pablo era ministro, siervo para servir, no para servirse.
El Papa Francisco confesó la alegría que experimenta hasta llegar a emocionarse cuando, precisamente en la misa celebrada por la mañana en la capilla de la Casa Santa Marta, vienen algunos sacerdotes y me saludan diciendo: Padre, he venido aquí para visitar a mi familia, porque desde hace cuarenta años soy misionero en la Amazonia. Alegría y emoción suscita también el testimonio de una religiosa que trabaja desde hace treinta años en un hospital en África o bien que desde hace treinta o cuarenta años está en un sector del hospital con los discapacitados, siempre sonriente. En concreto, afirmó el Papa Francisco, esto se llama servir, esta es la alegría de la Iglesia: ir más allá, siempre; ir más allá y dar la vida. Y precisamente esto es lo que hizo Pablo: servir.
Retomando luego el pasaje evangélico de san Lucas (Lc 16, 1-8) que habla del administrador deshonesto, propuesto por la liturgia, el Papa destacó que el Señor muestra la imagen de otro siervo que, en lugar de servir a los demás, se sirve de ellos. En el Evangelio hemos leído lo que hizo este siervo, con cuánta astucia se movió para quedarse en su puesto, en otra parte, pero siempre con cierta dignidad. Y también en la Iglesia -dijo el Papa- están estos que, en lugar de servir, de pensar en los demás, de abrir a nuevos horizontes, se sirven de la Iglesia: los trepas, los apegados al dinero. Y cuántos sacerdotes y obispos hemos visto así. Es triste decirlo, ¿no?.
La radicalidad del Evangelio, de la llamada de Jesucristo -recordó el Pontífice- está en servir: estar al servicio, no detenerse, ir siempre más allá, olvidándose de sí mismo. Por otra parte, en cambio, está la comodidad del estatus: he alcanzado un estatus y vivo cómodamente sin honestidad, como los fariseos de los que habla Jesús que paseaban por las plazas, haciéndose ver por los demás. Y estas son dos imágenes: dos imágenes de cristianos, dos imágenes de sacerdotes, dos imágenes de religiosas. Dos imágenes.
En san Pablo, explicó el Papa, Jesús nos hace ver el modelo de una Iglesia que nunca se detiene, que siempre se abre a nuevos horizontes, que siempre sigue adelante y muestra que ese es el camino. En cambio, cuando la Iglesia es tibia, cerrada en sí misma, también especuladora muchas veces, no se puede decir que sea una Iglesia que ministra, que está al servicio, sino que se sirve de los demás.
El Papa Francisco concluyó pidiendo al Señor la gracia que dio a Pablo, ese punto de honor de seguir siempre adelante, siempre, renunciando muchas veces a las propias comodidades. Y que así nos salve de las tentaciones, de esas tentaciones que en el fondo son tentaciones de una doble vida: me hago ver como ministro, como el que sirve, pero en el fondo me sirvo de los demás.