El Papa Francisco comentando la liturgia de la palabra del lunes 16 de noviembre durante la celebración matutina de la misa en la capilla de la Casa Santa Marta, hizo un llamamiento a no poner a subasta nuestra identidad cristiana, y no uniformarnos al espíritu del mundo, que cuando prevalece conduce a la apostasía y la persecución.
El Pontífice dedicó su reflexión por completo a la primera lectura, tomada del primer libro de los Macabeos (1M 1, 10-15.41-43.54-57.62-64), reasumiendo los contenidos con tres palabras: mundanidad, apostasía y persecución. En su relectura el Papa evidenció que el pasaje empieza de este modo: "En esos días salió una raíz perversa”. Y explicó cómo: la imagen de la raíz que está debajo de la tierra, no se ve, parece que no hace mal, pero después crece y se muestra, hace ver la propia realidad negativa, está presente también en la carta de los Hebreos, cuyo autor lo advertía del mismo modo: "Que no surja, ni crezca entre vosotros ninguna raíz venenosa, que provoque males y contagie a muchos”.
En este sentido, el Papa describió la fenomenología de la raíz, que crece, siempre crece, aun cuando -como en el caso del pasaje analizado- puede parecer una raíz razonable: "Vamos a estrechar una alianza con las naciones que nos rodean; ¿por qué tantas diferencias? Porque desde que nos separamos de ellos, muchos males nos han sobrevenido. Vamos a ellos, somos iguales”. Y así, prosiguió en la descripción, algunas del pueblo tomaron la iniciativa y fueron al rey que les dio poder para introducir las instituciones de las naciones. ¿Dónde? En el pueblo elegido, es decir, en la Iglesia de ese tiempo.
Pero, de inmediato, advirtió Francisco, en esa acción está la mundanidad. Hacemos lo que hace el mundo, lo mismo: subastamos nuestro documento de identidad; somos iguales a todos. Al igual que los hombres de Israel, que empezaron a hacer esto: construyeron un gimnasio en Jerusalén, de acuerdo a las costumbres de las naciones, las costumbres paganas; borraron los signos de la circuncisión, es decir renunciaron a la fe, y se alejaron de la santa alianza; se unieron a las naciones y se entregaron a hacer el mal. Pero, advirtió el Pontífice, precisamente esto, que parecía tan razonable, -"somos como todos, somos normales”- se convirtió en la destrucción. Porque, reiteró, esto es la mundanidad. Este es el camino de la mundanidad, de esa raíz venenosa y perversa.
En este sentido, Francisco confesó cómo siempre lo había sorprendido el hecho de que el Señor en la Última cena orase por la unidad de los suyos y pidiese al Padre que les librase de todo espíritu del mundo, de toda mundanidad, porque la mundanidad destruye la identidad; la mundanidad conduce al pensamiento único, no hay ninguna diferencia.
Y la primera consecuencia de esto es la apostasía. El Papa lo demostró continuando con la lectura del pasaje: Después, el rey prescribió en todo su reino que todos fuesen un solo pueblo -el pensamiento único, la mundanidad- y que cada uno abandonase sus propias costumbres. Todos los pueblos se adaptaron a las órdenes del rey; también muchos israelitas aceptaron su culto: sacrificaron a los ídolos y profanaron el sábado. Por lo tanto, la apostasía. Es decir, la mundanidad te lleva al pensamiento único y la apostasía. No se permiten, no son permisibles las diferencias. Terminamos siendo todos iguales. Y en la historia de la Iglesia, en la historia lo hemos visto, pienso en un caso, que a las fiestas religiosas se les cambió el nombre -la Natividad del Señor tiene otro nombre- para borrar la identidad.
Tampoco hay que olvidar, parece querernos decir la lectura, que a la apostasía le sigue la persecución. El rey -continuó el Papa- elevó sobre el altar una devastación abominable. Incluso en las cercanas ciudades de Judá erigieron altares y quemaron incienso en las puertas de las casas y en las plazas; rasgaban los libros de la ley que encontraban y los arrojaban al fuego. Si, a alguien, se le encontraba en posesión del libro de la alianza y si alguien obedecía la ley, la sentencia del rey lo condenaba a muerte. Esa es, de hecho, la persecución que inicia a partir de una raíz, también pequeña, y termina con la abominación de la desolación. Por otra parte, este es el engaño de la mundanidad. Y por eso, en la última cena Jesús pidió al Padre: No voy a pedirte que los quites del mundo, pero que los salvaguardes del mundo, o sea, de esta mentalidad, este humanismo, que viene para ocupar el lugar del verdadero hombre, Jesucristo; esta mundanidad que vienen a quitarnos la identidad cristiana y nos lleva al pensamiento único:" Todos lo hacen así, ¿por qué nosotros no?”.
De ahí la actualidad del pasaje de hoy, que en estos tiempos, nos debe hacer pensar en cómo es nuestra identidad. Hay que preguntarse: ¿Es cristiana o mundana? O ¿me digo cristiano porque me bauticé de niño o nací en un país cristiano, donde todos son cristianos?. El Papa dijo que es necesario encontrar una respuesta a estas preguntas porque la mundanidad entra lentamente, después crece, se justifica y se contagia. ¿Cómo? Crece como esa raíz que se cita en la lectura; se justifica -"hacemos como toda la gentes, no somos muy diferentes”- busca siempre una justificación, y al final se contagia, tanto males proviene de ahí.
Después de la homilía, el Papa subrayó que toda la liturgia, en los últimos días del año litúrgico, nos hace pensar en estas cosas, y sobre todo hoy decimos en el nombre del Señor: tened cuidado con las raíces venenosas, las raíces perversas que te llevan lejos del Señor y te hacen perder tu identidad cristiana. Se trata en definitiva de una exhortación a mantenerse alejado de la mundanidad y pedir en la oración, en particular, que la Iglesia sea preservada de toda forma de mundanidad. Para que la Iglesia siempre tenga la identidad dispuesta por Jesucristo; que todos tengamos la identidad recibida en el bautismo; y que esta identidad no sea descartada sólo por querer ser como los demás, por motivos de "normalidad". Por último, el Pontífice concluyó, que el Señor nos dé la gracia para mantener y preservar nuestra identidad cristiana contra del espíritu de mundanidad que siempre crece, se justifica y contagia.