El poder de la oración, el verdadero motor de la vida de la Iglesia, fue el centro de la homilía de Francisco en la misa celebrada el martes, 12 de enero en Santa Marta.
La reflexión del Papa se inspiró en la lectura del pasaje del primer libro de Samuel (1S 1, 9-20), en el que se citan tres personajes principales: Ana, el sacerdote Elí, y el Señor. La mujer, explicó el Papa, «con su familia, con su marido, cada año, subía al templo para adorar a Dios». Ana era una mujer devota y piadosa, llena de fe, pero que «llevaba sobre sí una cruz que la hacía sufrir mucho: era estéril. Ella quería un hijo».
La descripción de la oración sincera de Ana muestra «cómo estuvo a punto de pelearse con el Señor», implorando con «ánimo amargado, llorando copiosamente. Una oración que da lugar a una promesa: «Señor, si miras la aflicción de tu sierva, y te acuerdas de mí y si no olvidas a tu sierva, y concedes a tu sierva un retoño varón, lo ofreceré al Señor por todos los días de su vida». Con gran humildad, dijo Francisco, reconociéndose «miserable» y «sierva», hizo «la promesa de ofrecer al niño».
Así que Ana, dijo el Papa, «lo dio todo para conseguir lo que quería»: su insistencia llama la atención y el sacerdote anciano Elí se da cuenta ya que «observaba su boca». Ana, de hecho, «hablaba para sí en su corazón», solamente moviendo los labios sin hacer oír su voz. Es una imagen intensa la que nos propone la Escritura porque refleja «el coraje de una mujer de fe con su dolor, con sus lágrimas, le pide la gracia al Señor».
En este sentido, el Papa dijo que en la Iglesia hay «muchas mujeres igualmente valientes», que «van a orar como si fuese un desafío», y recordó, por ejemplo, la figura de Santa Mónica, madre de Agustín, «que con sus lágrimas fue capaz de obtener la gracia de la conversión a su hijo».
El Papa se detuvo después para analizar el personaje de Elí, que no era malo, sino «un pobre hombre», confesando entre otras cosas de sentir «una cierta simpatía», porque «también yo encuentro defectos que me hacen acercarme él y entenderlo bien».
Este anciano sacerdote «había caído en la tibieza, había perdido la devoción» y «no tenía la fuerza para detener a sus dos hijos», que eran los sacerdotes «pero delincuentes», ellos sí, eran realmente malos y «se aprovechaban de la gente». Elí es, en definitiva, «un pobre hombre sin fuerza» y, por lo tanto, incapaz de «entender el corazón de esta mujer». Así que viendo a Ana mover los labios, angustiada, piensa: «Esta ha estado bebiendo demasiado».Y el episodio contiene una lección para todos nosotros: «la ligereza-dijo Francisco- con la que juzgamos a las personas, lo fácil que es no tener el respeto de decir: "¿Qué tendrá en su corazón? No sé, pero yo no digo nada"». Y agregó: «Cuando falta piedad en el corazón, siempre se piensa mal, se juzga mal, tal vez para justificarnos a nosotros mismos».
La falta de comprensión de Elí es tal que «al final, dijo: "¿Hasta cuándo vas a seguir borracha?"». Y aquí surge otra vez la humildad de Ana, que no contesta: «Y tú que eres viejo, ¿qué sabrás?». Por el contrario, ella dice: «No, mi señor». E incluso sabiendo lo que hacían sus hijos, no reprende a Elí echándole en cara: «¿Y tus hijos qué hacen?». En cambio, dice: «Yo soy una mujer apenada y no he bebido vino ni licor, sólo desahogaba mi alma ante el Señor. No trates a tu sierva como una perdida, pues he hablado así por mi congoja y aflicción».
El Papa Francisco ha dicho que Ana encomendó «la oración con congoja y aflicción» al Señor. Y añadió que esta mujer recuerda a Cristo: de hecho «esta es la oración de Jesús en el Huerto de los Olivos, cuando tenía tanta angustia y dolor que sudó sangre, y no acusó al Padre sino que le dijo: "Padre, si es posible que pase de mí este cáliz. Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú"». También Jesús respondió como esta mujer, con «mansedumbre». De ahí la constatación de que a veces «rezamos, pedimos al Señor pero no sabemos llegar a esta lucha con el Señor, a las lágrimas, a pedir, pedir la gracia».
Francisco ha citado al respecto un episodio que ocurrió en el santuario de Luján, Buenos Aires, donde había una familia con una hija de nueve años muy enferma. «Después de semanas de tratamiento -contó Francisco- no había logrado salir de esa enfermedad, había empeorado y los médicos, a las 6 de la tarde, le dijeron a los padres que le quedaban pocas horas de vida». A continuación, «el padre, un hombre humilde, trabajador, inmediatamente salió del hospital y se fue al santuario de la Virgen, en Luján», a setenta kilómetros de distancia. Llegó alrededor de las 10 de la noche y todo estaba cerrado, y se aferró a la reja de la puerta y rezó a la Virgen y luchó en la oración. Esto -explicó- es un hecho que realmente ocurrió, en el tiempo que estuve allí. Y así se mantuvo hasta las 5 de la mañana».
Ese hombre «rezaba, lloraba por su hija, luchaba con Dios a través de la intercesión de la Virgen por su hija. Luego regresó, llegó al hospital entre las 7 y las 8, fue a buscar a su esposa y ella estaba llorando y este hombre pensó que la niña había muerto y ella dijo: "No lo entiendo, no lo entiendo… Han venido los médicos y me han dicho que no entienden lo que ha pasado". Y la niña volvió a su casa».
En la práctica -dijo el Papa- con «esa fe, la oración ante Dios, convencido de que Él es capaz de cualquier cosa, porque es el Señor», el padre de Buenos Aires recuerda a la mujer del texto bíblico quien no sólo obtuvo «el milagro de tener un hijo después de un año y, a continuación, la Biblia dice, que tendrá muchos otros», sino que también logró el «milagro de despertar un poco el alma tibia de ese sacerdote». Y cuando Ana «explica al sacerdote -que había perdido todo, todo, toda la espiritualidad, toda la piedad- por qué estaba llorando, él que la había llamado "borracha", le dice: "Vete en paz, y que el Dios de Israel te conceda el favor que le has pedido". Hizo salir de debajo de cenizas el pequeño fuego sacerdotal que estaba en las brasas».
Esta es la enseñanza concluyente: «La oración -dijo Francisco- hace milagros». Y se los hace incluso a los «cristianos sean fieles laicos, sacerdotes, obispos, que han perdido su devoción».
Por otra parte -explicó- «la oración de los fieles cambia a la Iglesia: no somos nosotros, los Papas, sacerdotes, religiosas los que llevamos adelante a la Iglesia, ¡son los santos! Y estos son los santos», como la mujer del pasaje bíblico: «Los santos son los que se atreven a creer que Dios es el Señor, y Él puede hacer todo». De ahí la exhortación a invocar al Padre que «nos dé la gracia de la confianza en la oración, de rezar con valentía y también de despertar la piedad, cuando la hemos perdido, y seguir adelante con el pueblo de Dios al encuentro de Él».