Una oración por toda la Iglesia, para que jamás caiga del pecado a la corrupción, fue recomendada por el Papa durante la misa celebrada el viernes 29 de enero por la mañana en la capilla de la Casa Santa Marta.
Refiriéndose a la primera lectura -tomada del segundo libro de Samuel (2S 11, 1-4. 5-10. 13-17), Francisco observó enseguida: «Hemos escuchado el pecado de David, el grave pecado del santo rey David. Porque David es santo, pero también pecador, fue pecador». En efecto, «hay algo que cambia en la historia de este hombre». De hecho, sucedió que «en tiempo de guerra, David mandó a Joab con sus servidores a combatir, y él se quedó en el palacio». Generalmente "él iba a la cabeza del ejército”, pero esta vez su comportamiento fue diferente.
El relato bíblico, explicó el Papa, «nos muestra a un David un poco cómodo, un poco tranquilo, no en el sentido bueno de la palabra». Tanto que «un atardecer, después de la siesta, mientras daba un paseo por la terraza del palacio, ve a una mujer y siente la pasión, la tentación de la lujuria, y cae en el pecado». La mujer era Betsabé, esposa de Urías el hitita. Se trata, pues, de «un pecado». Y Dios, observó Francisco, «lo quería tanto a David».
A continuación, «las cosas se complican, porque, pasado un poco de tiempo, la mujer le hace saber que estaba embarazada». Su marido -recordó el Papa- «combatía por el pueblo de Israel, por la gloria del pueblo de Dios». Mientras que «David traicionó la lealtad de aquel soldado por la patria, traicionó la fidelidad de aquella mujer por su marido, y cayó muy bajo».
Y «cuando tuvo la noticia de que la mujer estaba embarazada -se preguntó el Pontífice-, ¿qué hizo? ¿Fue a rezar, a pedir perdón?». No, se quedó «tranquilo» y se dijo a sí mismo: «saldré adelante». Así, convocó «al marido de la mujer y lo hizo sentir importante». Se lee en el pasaje bíblico que David «le preguntó cómo estaban Joab y la tropa, y cómo iba la guerra».
En suma, «una pincelada de vanidad para hacerlo sentir un poco importante». Y después, al darle las gracias, «le hizo dar un hermoso obsequio», recomendándole que fuera a su casa a descansar. De este modo, David «quería cubrir el adulterio: aquel hijo habría sido hijo del marido de Betsabé».
Pero «este hombre -prosiguió el Papa- era una persona de ánimo puro, tenía un gran amor y no fue a su casa: pensó en sus compañeros, pensó en el arca de Dios bajo las tiendas, porque llevaban el arca, y pasó la noche con sus compañeros, con los siervos, y no fue enseguida donde su mujer». Así, «cuando le avisaron a David -porque conocían la historia, los rumores circulaban-, ¡imaginaos!».
He aquí, entonces, que «David lo invitó a comer y beber con él, preguntándole -y aquí el texto es algo reducido- "pero, ¿por qué no has ido a tu casa?”». Y la respuesta del hombre noble es: «¿Podría permitirme, mientras mis compañeros están bajo las tiendas, el arca de Dios está bajo una tienda, en lucha contra los enemigos, ir mi casa a comer, a beber, a acostarme con mi mujer? ¡No! Esto no puedo hacerlo». Y así «David lo hizo volver, le dio de comer y beber otra vez y lo hizo emborrachar». Pero «Urías no volvió a su casa: pasó la segunda noche con sus compañeros».
Por tanto, prosiguió el Papa, «David se encontraba en dificultad, pero pensó para sí: "Pero no, lo lograré”». Y así «escribió una carta, como hemos escuchado: "Poned a Urías al mando, frente a la batalla más dura, después retiraos detrás de él para que sea herido y muera”». En pocas palabras, se trata de una «condena a muerte: este hombre fiel -fiel a la ley, fiel a su pueblo, fiel a su rey- es condenado a muerte».
«Me pregunto -confió Francisco- leyendo este pasaje: ¿dónde está aquel David, muchacho valiente, que sale al encuentro del filisteo con su honda y cinco piedras, y le dice: "Mi fuerza es el Señor”? No, no son las armas. Tampoco las armas de Saúl andaban bien para él».
«Es otro David», destacó el Papa. En efecto, «¿dónde está aquel David que, sabiendo que Saúl quería matarlo, dos veces tuvo la oportunidad de matar al rey Saúl, y dijo: "No, no me permito tocar al ungido del Señor”?». La realidad, explicó Francisco, es que «este hombre cambió, este hombre se reblandeció». Y, añadió, «me viene a la mente un pasaje del profeta Ezequiel, capítulo 16, versículo 15, cuando Dios habla a su pueblo como un esposo a su esposa, y dice: "Pero después de que te di todo esto, te ufanaste de tu belleza y, aprovechando de tu fama, te has prostituido. Te has sentido segura y te has olvidado de mí”».
Y es precisamente «lo que sucedió con David en aquel momento», insistió Francisco: «El grande, el noble David se sintió seguro, porque el reino era fuerte, y pecó así: pecó de lujuria, pecó de adulterio y también asesinó injustamente a un hombre noble, para cubrir su pecado».
«Este es un momento en la vida de David -hizo ver el Pontífice- que podríamos aplicar a la nuestra: es el paso del pecado a la corrupción». Aquí «David comienza, da el primer paso hacia la corrupción: obtiene el poder, la fuerza. Por eso «la corrupción es un pecado más fácil para todos nosotros que tenemos algún poder, ya sea poder eclesiástico, religioso, económico, político». Y «el diablo nos hace sentir seguros: "Lo lograré”». Pero «el Señor quería tanto a David, tanto que después mandó reflejar su alma: envió al profeta Natán para reflejar su alma; y él se arrepintió, lloró -"he pecado”-, y se dio cuenta de ello».
«Quiero subrayar hoy -reafirmó Francisco- sólo esto: hay un momento en el que la costumbre del pecado o un momento en el que nuestra situación es tan segura y somos bien vistos y tenemos tanto poder, tanto dinero, no sé, tantas cosas». También «a nosotros, sacerdotes, puede sucedernos esto: tanto que el pecado deja de ser pecado y se transforma en corrupción. El Señor siempre perdona. Pero una de las cosas más feas que tiene la corrupción es que el corrupto no tiene necesidad de pedir perdón, no la siente».
El Papa, pues, invitó a rezar «por la Iglesia, comenzando por nosotros, por el Papa, por los obispos, por los sacerdotes, por los consagrados, por los fieles laicos: "Señor, sálvanos, sálvanos de la corrupción. Pecadores, sí, Señor, somos todos, pero corruptos, jamás”». Al Señor, concluyó, «pidámosle esta gracia».