¿Estamos abiertos a los demás y somos capaces de misericordia? o ¿vivimos encerrados en nosotros mismos, esclavos de nuestro egoísmo? La parábola evangélica de Lázaro y del hombre rico, presentada por la liturgia, condujo al Papa Francisco -en la misa celebrada el jueves 25 de febrero de 25 en Santa Marta- a una reflexión sobre la calidad de la vida cristiana. Recordando la antífona de entrada tomada del salmo (Sal 139, 23-24), el Papa subrayó la importancia de pedir al Señor «la gracia de saber» si seguimos «un camino de mentiras» o el «de la vida».
Nos encontramos, explicó Francisco, en la línea de la reflexión desarrollada en los días anteriores cuando se hablaba de la «religión del hacer» y de la del decir», y que es suscitada por los dos personajes evangélicos: el hombre rico, descrito como uno «que vestía de púrpura y lino finísimo» y que «todos los días se entregaba a lujosos banquetes». Una caracterización un poco forzada que quiere mostrarnos a una persona que «tenía todo, todas las posibilidades». Frente a él se encuentra «un hombre pobre llamado Lázaro» que «estaba en su puerta, cubierto de llagas, deseando alimentarse con lo que caía de la mesa del rico; pero eran los perros los que venían y le lamían las llagas».
El Papa analizó la descripción de los personajes y evidenció como el rico -«se ve en el diálogo final con el padre Abraham»- era «un hombre de fe», que «había estudiado la ley, conocía los mandamientos» y que «seguramente todos los sábados iba a la sinagoga y una vez al año al templo»; en pocas palabras: «un hombre que tenía una cierta religiosidad». Al mismo tiempo, del relato evangélico emerge como él también era «un hombre cerrado, cerrado en su pequeño mundo, el mundo de los banquetes, la ropa, la vanidad y los amigos». Encerrado en su «burbuja de vanidad», este «no tenía capacidad de mirar más allá» y no se «daba cuenta de lo que sucedía fuera de su cerrado mundo». Por ejemplo, «no pensaba en las necesidades de muchas personas o en la necesidad de compañía de los enfermos», sino que por el contrario pensaba en sí mismo, «en sus riquezas, su buena vida: se dedicaba a la buena vida». Era -concluyó su análisis el Pontífice- un hombre «religioso, aparente». De hecho, un perfecto ejemplo «de la religión del decir».
El rico epulón «no conocía ninguna periferia, estaba todo encerrado en sí mismo». Y sin embargo, «precisamente la periferia» estaba «cerca de la puerta de su casa», pero él «no la conocía». Esta, explicó Francisco, «es el camino de la mentira» del cual en la antífona se pide al Señor que nos libre.
Ante esta descripción, el Pontífice ha profundizado en el análisis interior del hombre rico, una persona que «sólo confiaba en sí mismo, en sus cosas» y «no confiaba en Dios», absolutamente lejos del «dichoso hombre que confía en el Señor», que se le contrapone en el salmo responsorial tomado del salmo (Sal 1). «Qué herencia -se preguntó entonces el Papa- dejó este hombre?». Seguramente, dijo de nuevo citando el salmo responsorial, «no es como un árbol plantado junto a corrientes de agua», sino «como paja que se lleva el viento».
Este hombre tenía una familia, hermanos. En el relato evangélico se lee que le pide al padre Abraham que envíe a alguien para advertirles: «Deteneos, ¡este no es el camino!». Y cuando murió, explicó Francisco, «no dejó herencia, no dejó vida, ya que sólo estaba cerrado en sí mismo».
Una esterilidad de vida recalcada, señaló el Papa, por un detalle: el Evangelio hablando de este hombre «no dice cómo se llamaba, sólo dice que era un hombre rico». Un detalle significativo, porque «cuando tu nombre es solamente un adjetivo, es porque has perdido: has perdido la sustancia, has perdido fuerza». De ahí que de algunos se diga: «este es rico, este es poderoso, este puede hacerlo todo, esta es un sacerdote de carrera, un obispo carrera ....». A menudo sucede, explicó el Papa, que tendemos a «nombrar a las personas con adjetivos, no con nombres, porque no tienen sustancia». Esta era la realidad del rico del relato de hoy.
En este punto, Francisco se hizo una pregunta: «Dios que es Padre, ¿no tuvo misericordia de este hombre? ¿No llamó a su corazón para conmoverlo?». Y la respuesta fue inmediata: «Sí, estaba en la puerta, estaba en la puerta, en la persona de Lázaro». Lázaro, él sí que tenía un nombre. «Lázaro -añadió el Papa- con sus necesidades y sus miserias, sus enfermedades, era el Señor quien llamaba a la puerta, para que este hombre abriese su corazón y la misericordia pudiese entrar». Y sin embargo, el rico «no veía» «estaba cerrado» y «para él, más allá de la puerta, no había nada».
El pasaje del Evangelio, comentó el Pontífice, es útil para todos nosotros, a mitad de camino cuaresmal, para hacernos algunas preguntas: «Yo, ¿estoy en el camino de la vida o el camino de la mentira? ¿Cuántas cerrazones aún tengo en mi corazón? ¿Dónde está mi alegría: en el hacer o en el decir?», y también: ¿ mi alegría está «en salir de mí mismo para ir al encuentro de los demás, para ayudar?», o «¿mi alegría es tener todo resuelto, encerrado en mí mismo? ».
Y mientras pensamos en todo esto, concluyó Francisco, «pidamos al Señor» la gracia «de ver siempre a los Lázaros que están en nuestra puerta, los Lázaros que tocan al corazón», y aquella de «salir de nosotros mismos con generosidad, con actitud de misericordia, para que la misericordia de Dios pueda entrar en nuestro corazón».