«El carné de identidad del cristiano es la alegría»: el «asombro» ante la «grandeza de Dios», su «amor», la «salvación» que donó a la humanidad sólo pueden conducir al creyente a una alegría que ni siquiera las cruces de la vida pueden dañar, porque también en la prueba está «la seguridad de que Jesús está con nosotros».
Un auténtico himno a la alegría fue la meditación del Papa Francisco durante la misa celebrada en Santa Marta el lunes 23 de mayo. El punto de partida surgió de la liturgia del día. En particular, el Pontífice quiso releer el íncipit del pasaje tomado de la primera Carta de Pedro (1P 1, 3-9) que por el «tono exultante» –dijo–, la «alegría», el modo del apóstol de intervenir «con toda la fuerza» recuerda el inicio «del Oratorio de Navidad de Bach». Escribe, en efecto, Pedro: «Bendito sea el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, quien, por su gran misericordia, mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, a quienes el poder de Dios, por medio de la fe, protege para la salvación, dispuesta ya a ser revelada en el último momento».
Son palabras en las que se percibe «el asombro ante la grandeza de Dios», ante la «regeneración que el Señor –"en Jesucristo y por Jesucristo"– hizo en nosotros». Y es «un asombro lleno de gozo, alegre»: inmediatamente después, destacó el Papa, en el texto de la carta se encuentra la «palabra clave», o sea: «Por lo cual rebosáis de alegría».
La alegría de la que habla el apóstol es duradera. Por ello, explicó Francisco, él añade en la carta que, aunque si por un poco de tiempo nos vemos obligados a estar «afligidos con diversas pruebas», esa alegría del inicio «no se nos quitará». En efecto, la misma brota de «aquello que Dios ha hecho en nosotros: nos ha reengendrado en Cristo y nos ha dado una esperanza». Una esperanza –«la que los primeros cristianos representaban como un ancla en el cielo»– que, dijo el Papa, es también la nuestra. De allí viene la alegría. Y, en efecto, Pedro concluyendo su mensaje invita a todos: «a rebosar de una alegría inefable y gloriosa».
De todo esto, destacó el Pontífice, se comprende cómo la alegría es de verdad la «virtud del cristiano». Un cristiano, indicó, «es un hombre y una mujer con alegría en el corazón». Es más: «No existe un cristiano sin alegría». Alguien podría objetar: «Pero, Padre, yo he visto de todo», queriendo decir con esto que «no son cristianos: dicen serlo, pero no lo son, les falta algo». He aquí por qué según el Papa «el carné de identidad del cristiano es la alegría, la alegría del Evangelio, la alegría de haber sido elegidos por Jesús, salvados por Jesús, reengendrados por Jesús; la alegría de esa esperanza de que Jesús nos espera». Y también «en las cruces y en los sufrimientos de esta vida», añadió, el cristiano vive esa alegría, expresándola de otra forma, o sea con la «paz» que viene de la «seguridad que Jesús nos acompaña, está con nosotros». El cristiano, en efecto, ve «crecer esta alegría con la confianza en Dios». Él sabe bien que «Dios lo recuerda, que Dios lo ama, que Dios lo acompaña, que Dios lo espera. Y esta es la alegría».
Como contrapeso a este himno a la alegría, la liturgia del día propone «otra palabra», vinculada al episodio del Evangelio de san Marcos (Mc 10, 17-27) donde se narra acerca del joven «que se acercó a Jesús para seguirlo»: un «buen joven», tan bueno que logró «conquistar el corazón de Jesús», el cual, se lee, «fijó su mirada en él» y «lo amó». A ese joven Jesús le hizo una propuesta: «Una cosa te falta: anda, cuanto tienes véndelo y dáselo a los pobres… luego ven y sígueme»; pero ante estas palabras él se mostró abatido y «se marchó entristecido».
El joven, destacó Francisco, «no fue capaz de abrir el corazón a la alegría y eligió la tristeza». Pero, ¿por qué? La respuesta es clara: «Porque poseía muchos bienes. Estaba apegado a los bienes». Por lo demás, Jesús había advertido «que no se puede servir a dos señores: o sirves al Señor o sirves las riquezas». Volviendo sobre este tema ya afrontado en una homilía hace pocos días, el Pontífice explicó: «las riquezas no son malas en sí mismas», lo malo es «servir a la riqueza». Fue así, en definitiva, que el joven se marchó triste: «Abatido por estas palabras, se marchó entristecido».
Se trata de un episodio que trae luz también a la vida cotidiana «en nuestras parroquias, comunidades, instituciones»: aquí, en efecto, destacó el Papa, si «encontramos gente que se dice cristiana y quiere ser cristiana pero es triste», quiere decir que hay algo «que no funciona». Y es tarea de cada uno ayudar a esta gente «a encontrar a Jesús, a quitar esa tristeza, para que pueda vivir el Evangelio, para que pueda tener esta alegría que es propia del Evangelio».
Francisco quiso seguir profundizando este concepto central y vincular la alegría al asombro que brota –como lo recuerda san Pedro en su carta– «ante la revelación, ante el amor de Dios, ante las emociones del Espíritu Santo». Por ello se puede decir que «el cristiano es un hombre, una mujer que se asombra».
Una palabra –«asombro»– que se lee también al final del pasaje evangélico del día, «cuando Jesús les explica a los apóstoles que ese joven tan bueno no fue capaz de seguirlo, porque estaba apegado a las riquezas y dice que es muy difícil que un rico, alguien que está apegado a las riquezas, entre en el reino de los cielos». Se lee, en efecto, que ellos, «asombrándose aún más», decían: «Y ¿quién se podrá salvar?».
El hombre, el cristiano –explicó el Papa–, puede quedar tan asombrado ante tanta grandeza y tanta belleza, que puede llegar a pensar: «Yo no soy capaz. No sé cómo se hace». La respuesta que da Jesús mirando a los ojos a sus discípulos es consoladora: «Para los hombres, imposible –no somos capaces…–; pero no para Dios». Es decir, podemos vivir la «alegría cristiana», el «asombro de la alegría», y salvarnos «de vivir apegados a otras cosas, a la mundanidad», sólo «con la fuerza de Dios, con la fuerza del Espíritu Santo».
Por ello, ha sido la invitación del Pontífice al término de la homilía, «pidamos hoy al Señor que nos conceda el asombro ante su presencia, ante tantas riquezas espirituales que nos ha dado; y con este asombro nos done la alegría, la alegría de nuestra vida y de vivir en paz en el corazón las muchas dificultades; y que nos proteja de buscar la felicidad en tantas cosas que al final nos entristecen: prometen mucho, pero no nos darán nada». Esta es la conclusión: «Recordadlo bien: un cristiano es un hombre y una mujer de alegría, de alegría en el Señor; un hombre y una mujer que se asombran».