Acabamos de leer en la carta de San Pablo a los Corintios (1Co 11, 17-26.33) los reproches del apóstol por sus peleas. Y es que el diablo tiene dos armas potentísimas para destruir la Iglesia: las divisiones y el dinero. Y eso pasó desde el comienzo: divisiones ideológicas, teológicas, que herían la Iglesia. El diablo siembra celos, ambiciones, ideas, ¡pero para dividir! O siembra codicia. Y, como sucede después de una guerra, todo queda destruido, y el diablo se va tan contento. Y nosotros, ingenuos, nos prestamos a su juego. Es una guerra sucia la de las divisiones, son como un terrorismo esas murmuraciones en las comunidades, esa lengua que mata, que tira la bomba y destruye, ¡pero yo sigo! Las divisiones en la Iglesia no dejan que el Reino de Dios crezca; no dejan que el Señor se vea bien, como es Él. Las divisiones hacen que se vea una parte, una contra la otra… ¡Siempre en contra! No está el aceite de la unidad, el bálsamo de la unidad. Pero el diablo va más allá, no solo en la comunidad cristiana, sino que va justo a la raíz de la unidad cristiana. Eso es lo que pasa aquí, en la ciudad de Corinto, a los Corintios. Pablo les regaña porque las divisiones llegan precisamente a la raíz de la unidad, es decir, a la celebración eucarística.
En el caso de los Corintios, surgen divisiones entre ricos y pobres precisamente durante la celebración eucarística. Jesús rezó al Padre por la unidad. Pero el diablo intenta destruir ahí. Yo os pido que hagáis todo lo posible para no destruir la Iglesia con divisiones, ya sean ideológicas, de codicia o ambición, ya sean de celos. Y sobre todo que recéis y protejáis la fuente, la raíz propia de la unidad de la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, del que todos los días celebramos su sacrificio en la Eucaristía.
San Pablo habla de las divisiones entre los Corintios, hace dos mil años… Esto puede decirlo Pablo hoy a todos nosotros, a la Iglesia de hoy. ‘¡Hermanos, en esto no puedo alabaros, porque os reunís no para lo mejor, sino para los peor!’. La Iglesia entera reunida… para lo peor, por las divisiones: ¡para lo peor! ¡Para manchar el Cuerpo de Cristo en la celebración eucarística! El mismo Pablo nos dice, en otro pasaje: ‘Quien come o bebe el Cuerpo y la Sangre de Cristo indignamente, come y bebe su propia condenación’. Pidamos al Señor la unidad de la Iglesia: ¡que no haya divisiones! Y la unidad también en la raíz de la Iglesia, que es precisamente el sacrificio de Cristo, que celebramos cada día.