Dejar que salga la luz de la fe, hacerla brillar ante los hombres, acabamos de leer en el Evangelio de hoy (Lc 8, 16-18). Pero hay peligros que amenazan apagarla, y hay que protegerla. Proteger la luz es proteger algo que se nos ha dado como don, y si somos luminosos, lo somos en ese sentido: en el de haber recibido el don de la luz el día del Bautismo. En los primeros siglos de la Iglesia, como todavía hoy en algunas Iglesias orientales, al Bautismo se le llamaba la Iluminación.
Esa luz no se puede tapar. Si la tapas te vuelves tibio, o simplemente un cristiano de nombre. La luz de la fe es luz de verdad, la que nos da Jesús en el Bautismo, no es una luz artificial. Es una luz mansa, serena, que nunca se apaga. Pero hay una serie de comportamientos que amenazan con esconder esa luz, y hemos de seguir los consejos que el Señor nos recomienda en la primera lectura (Pr 3, 37-34), para que esa luz no se vuelva oscura. Ante todo, no hacer esperar al que lo necesita. No retrasar nunca el bien; el bien no aguanta el frigorífico: el bien es de hoy, y si no lo haces hoy, mañana no estará. No esconder el bien para mañana, porque ese «anda, vete; mañana te lo daré» tapa la luz, y puede ser una injusticia. Otro modo -son consejos para no tapar la luz- es «no trames daños contra tu prójimo, mientras él vive confiado contigo». Cuántas veces la gente confía en una persona o en otra y éste trama el mal para destruirlo, para mancharlo, para hacerlo caer. Es el pequeño trozo de mafia que todos tenemos a mano. ¡El que se aprovecha de la confianza del prójimo para tramar el mal, es un mafioso! ‘Pero si yo no pertenezco a…’: sí, eso es mafia, aprovecharse de la confianza… Y eso tapa la luz. Te hace oscuro. ¡Toda mafia es oscura!
Luego está la tentación de pelearse siempre, el placer de pelear incluso con quien no nos ha hecho nada malo: «no pleitees con nadie sin motivo, si no te ha hecho daño». Siempre buscamos algo para discutir. Pero, al final, eso cansa: no se puede vivir así. Es mejor dejar pasar, perdonar, disimular no haberlo visto… no discutir continuamente. Otro consejo que da el Padre a sus hijos para no tapar la luz: «no envidies al violento, ni sigas su camino; porque el Señor aborrece al perverso, pero se confía a los hombres rectos». Y muchas veces, algunos tenemos celos, envidias por los que tienen cosas, los que tienen éxito, o los que son violentos. Repasemos un poco la historia de los violentos, de los poderosos. Es tan sencillo: los mismo gusanos que nos comerán a nosotros se los comerán a ellos; ¡los mismos! Al final seremos todos iguales. Envidiar el poder, tener celos… eso tapa la luz. De aquí el consejo de Jesús: Sed hijos de la luz y no hijos de las tinieblas; proteged la luz que se os dio como don el día del Bautismo. Ni esconderla bajo la cama, sino protegerla. Y para proteger la luz están esos consejos, que hay que poner en práctica todos los días. No son cosas raras: todos los días vemos esas cosas que tapan la luz.
Que el Espíritu Santo, que todos recibimos en el Bautismo, nos ayude a no caer en esas feas costumbres que tapan la luz, y que nos ayude a llevar adelante la luz recibida gratuitamente, esa luz de Dios que hace tanto bien: la luz de la amistad, la luz de la mansedumbre, la luz de la fe, la luz de la esperanza, la luz de la paciencia, la luz de la bondad.