En la primera lectura (Ga 5, 1-6), el apóstol Pablo dice: manteneos firmes, y no os sometáis de nuevo al yugo de la esclavitud, o sea, que seamos libres: libres en la religión, libres en la adoración a Dios. Es la primera enseñanza: no perder nunca la libertad. Pero, ¿qué libertad? La libertad cristiana solo viene de la gracia de Jesucristo, no de nuestras obras, no de nuestras justicias, sino de la justicia que el Señor nos dio y con la que nos recreó. Una justicia que viene precisamente de la Cruz.
Lo vemos en el Evangelio (Lc 11, 37-41), donde un fariseo invitado a Jesús a comer, porque el Señor no hace las abluciones, no se lava las manos: no hace esas prácticas que eran habituales en la ley antigua. El fariseo se extraña, pero el Señor afirma: Vosotros, los fariseos, limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro rebosáis de robos y maldades. Un concepto que Jesús repite muchas veces, advirtiendo a esa gente: Vuestro interior es malo, no es justo, no es libre. Sois esclavos por que no habéis aceptado la justicia que viene de Dios, que es la justicia que nos dio Jesús.
En otro pasaje del Evangelio, después de exhortar a la oración, enseña cómo hacerla: en tu habituación, sin que nadie te vea, y así solo tu Padre te ve. No rezar para aparentar, para dejarse ver, como hacía otro fariseo que, ante el altar del templo, decía: Te doy gracias, Señor, porque no soy pecador. ¡Los que hacen eso son unos caraduras, no tienen vergüenza! Cuando hagáis el bien o deis limosna, no lo hagáis para ser admirados. Que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda. Hacedlo a escondidas. Y cuando hagáis penitencia, ayuno, por favor cuidaos de la melancolía, no os pongáis melancólicos para que todo el mundo sepa que hacéis penitencia.
Lo que importa, dice Jesús, es la libertad que nos dio la redención, que nos dio el amor, que nos dio la recreación del Padre. Es la libertad interna, la libertad que hace el bien a escondidas, sin tocar la trompeta, porque el camino de la verdadera religión es el mismo camino de Jesús: la humildad, la humillación, porque no se llega nunca a la humildad sin humillaciones. Y vemos a Jesús humillado en la cruz. Pablo dice a los Filipenses (Flp 2, 8) que Jesús se humilló a sí mismo, se vació a sí mismo. Es el único camino para quitar de nosotros el egoísmo, la avaricia, la soberbia, la vanidad, la mundanidad. ¡No a la religión del maquillaje! Huyamos de las apariencias. Jesús usa una imagen muy fuerte: sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera lucen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia (Mt 23, 23-27).
Jesús nos llama, nos invita a hacer el bien con humildad. Puedes hacer todo el bien que quieras, pero si no lo haces humildemente, como nos enseña Jesús, ese bien no sirve, porque es un bien que nace de ti mismo, de tu seguridad, y no de la redención que Jesús nos dio. Pidamos al Señor no cansarnos de ir por esa senda, no cansarnos de rechazar esa religión de las apariencias, del aparentar, del disimulo… E ir silenciosamente haciendo el bien gratuitamente, como gratuitamente hemos recibido nuestra libertad interior. Y que Él proteja esa libertad interior de todos nosotros. Pidamos esta gracia.