El Evangelio de hoy (Mc 1, 21-28) recoge el asombro de la gente porque Jesús enseñaba con autoridad y no como los escribas: eran las autoridades del pueblo, pero lo que enseñaban no entraba en el corazón, mientras que Jesús tenía una autoridad real: no era un seductor, enseñaba la Ley hasta el último punto, enseñaba la verdad, pero con autoridad.
Hay tres características que diferencian la autoridad de Jesús de la de los doctores de la Ley. Mientras que Jesús enseñaba con humildad y dice a sus discípulos que el más grande sea como el que sirve, y se haga el más pequeño, los fariseos se sentían príncipes. Jesús servía a la gente, explicaba las cosas para que la gente entendiese bien: estaba al servicio de la gente. Tenía una actitud de servidor, y eso le daba autoridad. En cambio, los doctores de la ley a quienes la gente escuchaba y respetaba, pero no sentía que tuviesen autoridad sobre ellos, porque tenían psicología de príncipes: Nosotros somos los maestros, los príncipes, y os enseñamos a vosotros. No servicio: nosotros mandamos y vosotros obedecéis. Jesús nunca se hizo pasar por príncipe: siempre era el servidor de todos y eso es lo que le daba autoridad.
Estar cerca de la gente confiere autoridad. La cercanía es la segunda característica que diferencia la autoridad de Jesús de la de los fariseos. Jesús no tenía alergia a la gente: tocar a los leprosos o a los enfermos no le daba asco, mientras que los fariseos despreciaban a la pobre gente, ignorante, y les gustaba pasearse por las plazas bien vestidos. Estaban distanciados de la gente, no estaban cerca; Jesús era cercanísimo a la gente, y eso le daba autoridad. Los separados, esos doctores, tenían una psicología clerical: enseñaban con una autoridad clerical, es decir, con clericalismo. A mí me gusta mucho cuando leo la cercanía a la gente que tenía el Beato Pablo VI; en el número 48 de la Evangelii Nuntiandi se ve el corazón del pastor cercano: ahí está la autoridad de aquel Papa, en la cercanía.
Pero hay un tercer punto que diferencia la autoridad de los escribas de la de Jesús, y es la coherencia. Jesús vivía lo que predicaba, había unidad y armonía entre lo que pensaba, decía y hacía. Quien se siente príncipe tiene una actitud clerical, hipócrita: dice una cosa y hace otra. Esa gente no era coherente y su personalidad estaba dividida hasta el punto de que Jesús aconseja a sus discípulos: Haced lo que os dicen, pero no lo que hacen, porque dicen una cosa y hacen otra. Eran incoherentes, y el adjetivo que tantas veces Jesús les dice es hipócritas. Y se entiende que uno que se siente príncipe, que tiene una actitud clerical, que es un hipócrita, ¡no tenga autoridad! Dirá las verdades, pero sin autoridad. En cambio, Jesús, que es humilde, que está al servicio, que es cercano, que no desprecia a la gente y que es coherente, tiene autoridad. Y esa es la autoridad que nota el pueblo de Dios.
Si recordamos la parábola del Buen Samaritano, ante el hombre abandonado por los ladrones medio muerto, pasa el sacerdote y se va quizá porque había sangre y piensa que si lo toca quedaría impuro; pasa el levita y creo que pensaría que si se mezclaba en aquello luego tendría que ir al tribunal a declarar, y tenía muchas cosas que hacer. También se va. Al final viene el samaritano, un pecador que, en cambio, tiene piedad. Pero hay otro personaje, el posadero, que se queda asombrado no por el asalto de los ladrones, que era algo que pasaba por aquel camino, ni por el comportamiento del sacerdote y del levita, porque los conocía, sino por el del samaritano. El asombro del posadero ante el samaritano: Pero está loco, no es judío, es un pecador, podía pensar. Pues así es el asombro de la gente del Evangelio de hoy ante la autoridad de Jesús: una autoridad humilde, de servicio, una autoridad cercana a la gente y coherente.