Sin memoria no hay esperanza. Lo recuerda la Carta a los Hebreos (Hb 11, 32-40) en la que se exhorta a recordar la memoria de toda la historia del pueblo del Señor. Precisamente en el capítulo once, que la Liturgia propone estos días, se habla de la memoria. Ante todo, una memoria de docilidad, la memoria de la docilidad de tanta gente, empezando por Abraham que, obediente, salió de su tierra sin saber adónde iba.
Luego se habla de otras dos memorias. La memoria de las grandes gestas del Señor, realizados por Gedeón, Barac, Sansón, David y tanta gente que hizo grandes gestas en la historia de Israel.
Y luego hay un tercer grupo que hay que recordar: la memoria de los mártires, los que sufrieron y dieron la vida como Jesús, que fueron lapidados, torturados, muertos a espada. La Iglesia es ese pueblo de Dios, pecador pero dócil, que hace grandes cosas y también da testimonio de Jesucristo hasta el martirio. Los mártires son los que sacan adelante la Iglesia, los que sostienen la Iglesia, la han sostenido y la sostienen hoy. ¡Y hoy hay más que en los primeros siglos! Los medios no lo dicen porque no son noticia, pero muchos cristianos en el mundo hoy son bienaventurados porque son perseguidos, insultados, encarcelados. Hay tantos en la cárcel, ¡solo por llevar una cruz o por confesar a Jesucristo! Esa es la gloria de la Iglesia y nuestro apoyo, y también nuestra humillación: nosotros que tenemos de todo, que todo nos parece fácil, y si nos falta algo nos quejamos… ¡Pensemos en esos hermanos y hermanas que hoy, en número más grande que en los primeros siglos, sufren el martirio! No puedo olvidar el testimonio de aquel sacerdote y de aquella monja en la catedral de Tirana: años y años de cárcel, trabajos forzados, humillaciones, para los que no existían los derechos humanos.
Y nosotros -es verdad y justo también- estamos satisfechos cuando vemos un acto eclesial grande, que ha tenido gran éxito, cristianos que se manifiestan… ¡Y eso es bonito! ¿Eso es fuerza? Sí, es fuerza. Pero la fuerza más grande de la Iglesia hoy está en las pequeñas Iglesias, pequeñitas, con poca gente, perseguidas, con sus obispos en la cárcel. Esa es nuestra gloria hoy, esa es nuestra gloria y nuestra fuerza hoy.
Una Iglesia sin mártires -me atrevería a decir- es una iglesia sin Jesús. Recemos por nuestros mártires que sufren tanto, por esas Iglesias que no son libres de expresarse: ellos son nuestra esperanza. En los primeros siglos de la Iglesia un antiguo escritor decía: "La sangre de los mártires es semilla de los cristianos". Ellos con su martirio, con su testimonio, con su sufrimiento, también dando la vida, ofreciendo la vida, siembran cristianos para el futuro y en otras Iglesias. Ofrezcamos esta Misa por nuestros mártires, por los que ahora sufren, por las Iglesias que sufren, por las que no tienen libertad. Y damos gracias al Señor por estar presentes con la fortaleza de su Espíritu en esos hermanos y hermanas nuestros que hoy dan testimonio de Él.