Estos días antes de la Cuaresma la Iglesia nos hace reflexionar sobre la relación entre Dios y las riquezas. Ayer recordábamos al joven rico, que quería seguir al Señor, pero al final era tan rico que escogió las riquezas. Y el comentario de Jesús asusta un poco a los discípulos: Qué difícil es que un rico entre en el Reino de los Cielos. Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja. Hoy el Evangelio de (Mc 10, 18-31) nos muestra a Pedro preguntando al Señor qué será de ellos que lo han dejado todo. Parece como si Pedro le pidiese cuentas al Señor. No sabía qué decir: Sí, ese se ha ido, ¿pero nosotros? La respuesta de Jesús es clara: Yo os digo: nadie que haya dejado todo quedará sin recibir todo. Mira, nosotros lo hemos dejado todo. Recibiréis todo, con esa medida colmada con la que Dios da sus dones. Recibiréis todo. No hay nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, que no reciba ahora, en este tiempo, cien veces más -casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones- y en la edad futura, vida eterna. Todo. El Señor no sabe dar menos que todo. Cuando Él da algo, se da a sí mismo, que es todo.
Sin embargo, hay una palabra, en ese pasaje del Evangelio, que nos hace pensar: recibe ya ahora en este tiempo cien veces en casas, hermanos… con persecuciones. Eso es entrar en otro modo de pensar, en otro modo de actuar. Jesús se da por completo, porque es la plenitud. Pero la plenitud de Dios es una plenitud anonadada en la Cruz. Ese es el don de Dios: la plenitud anonadada. Y ese es el estilo del cristiano: buscar la plenitud, recibir la plenitud anonadada y seguir por ese camino. Y eso no es fácil, nada fácil.
¿Y cuál es el signo, cuál es la señal de que voy adelante en ese dar todo y recibir todo? Lo hemos oído en la Primera Lectura: Glorifica al Señor con generosidad, y no escatimes las primicias de tus manos. Cuando hagas tus ofrendas, pon cara alegre y paga los diezmos de buena gana. Da al Altísimo como él te ha dado a ti, con generosidad, según tus posibilidades. Cara alegre, de buena gana, con generosidad, con alegría. La señal de que vamos por esa senda del todo y nada, de la plenitud anonadada, es la alegría. Al joven rico, en cambio, se le oscureció el semblante y se fue triste. No fue capaz de recibir, de acoger esa plenitud anonadada. Los Santos, Pedro mismo, sí la acogieron. Y en medio de las pruebas, de las dificultades, tenían contento el rostro, la cara alegre y la alegría del corazón. Esa es la señal.
Recordemos al santo chileno Alberto Hurtado. Trabajaba siempre, dificultad tras dificultad, por los pobres. Fue un hombre que hizo camino en aquel país. ¡Su caridad por la asistencia a los pobres! Pero fue perseguido y tuvo muchos sufrimientos. Y cuando estaba precisamente ahí, anonadado en la cruz, su frase era: Contento, Señor, contento. Que él nos enseñe a ir por esa senda, que nos dé la gracia de ir por ese camino, un poco difícil, del todo y nada, de la plenitud anonadada de Jesucristo, y decir siempre, sobre todo en las dificultades: Contento, Señor, contento.