La primera lectura de hoy (Hch 7, 51-8, 1) narra el martirio de Esteban. San Esteban es un testigo de obediencia como Jesús, y por eso fue perseguido. Los que lo lapidaron no entendían la Palabra de Dios. Esteban les había llamado ¡duros de cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos!, y decir a una persona incircunciso equivalía a llamarle pagano. Está claro que hay modos diversos de no entender la Palabra de Dios. Por ejemplo, Jesús llama a los discípulos de Emaús necios, una expresión que no es precisamente una alabanza, pero tampoco es tan fuerte como la que usa Esteban. Los discípulos de Emaús no comprendían, estaban temerosos porque no querían problemas, tenían miedo, pero eran buenos y abiertos a la verdad. Y cuando Jesús les regaña, dejan entrar sus palabras y su corazón ardía, mientras que los que lapidaron a Esteban, se recomían en sus corazones y rechinaban los dientes de rabia, y dando un grito estentóreo, se taparon los oídos, no querían escuchar. Ese es el drama de la cerrazón del corazón: el corazón duro.
En el salmo (Sal 94) el Señor advierte a su pueblo animándolo a no endurecer su corazón, y luego, con el profeta Ezequiel (Ez 11, 19), hace una promesa bellísima: la de cambiar el corazón de piedra por uno de carne, o sea, un corazón que sepa escuchar y recibir el testimonio de la obediencia. Porque eso hace sufrir mucho a la Iglesia: los corazones cerrados, los corazones de piedra, los corazones que no quieren abrirse, que no quieren oír; los corazones que solo conocen el lenguaje de la condena: saben condenar; no saben decir: Pues explícame, ¿por qué dices eso? ¿Por qué? Explícamelo. ¡No: están cerrados! ¡Lo saben todo: no necesitan explicaciones!
El reproche que también Jesús les dirige es por haber matado a los profetas, porque os decían lo que a vosotros no os gustaba. Y es que un corazón cerrado no deja entrar al Espíritu Santo. No había sitio en su corazón para el Espíritu Santo. En cambio, la lectura de hoy nos dice que Esteban, lleno del Espíritu Santo, lo había entendido todo: era testigo de la obediencia del Verbo hecho carne, y eso lo hace el Espíritu Santo. ¡Estaba lleno! Un corazón cerrado, un corazón duro, un corazón pagano no deja entrar al Espírito y se siente satisfecho consigo mismo.
Los dos discípulos de Emaús somos nosotros, con tantas dudas y pecados, que tantas veces queremos alejarnos de la Cruz, de las pruebas, pero dejamos sitio para oír a Jesús que nos enciende el corazón. Al otro grupo, a los que están encerrados en la rigidez de la ley, y no quieren oír, Jesús les habló mucho, diciendo cosas más feas que las que dijo Esteban. Es lo mismo que pasó con la mujer adúltera, que era una pecadora. Cada uno de nosotros entra en un diálogo entre Jesús y la víctima de los corazones de piedra: la adúltera. A los que querían lapidarla, Jesús solo responde: Miraos por dentro. Y hoy, miremos esa ternura de Jesús: el testigo de la obediencia, el Gran Testigo, Jesús, que dio su vida, nos hace ver la ternura de Dios con nosotros, con nuestros pecados, con nuestras debilidades. Entremos en ese diálogo y pidamos la gracia de que el Señor ablande un poco el corazón de esos rígidos, de esa gente que está encerrada siempre en la Ley y condena todo lo que esté fuera de esa Ley. No saben que el Verbo vino en la carne, que el Verbo es testigo de obediencia. No saben que la ternura de Dios es capaz de quitar un corazón de piedra y poner en su sitio un corazón de carne.