Confesamos que el Señor, nuestro Dios, es justo, y a nosotros nos abruma hoy la vergüenza: con estas palabras el Profeta Baruc (Ba 1, 15-22) en la Primera Lectura de hoy nos habla de la desobediencia a la ley de Dios, o sea, del pecado, y a la vez nos indica también cuál es el verdadero camino para pedir perdón. La primera lectura, de hecho, es un acto de arrepentimiento.
Recorriendo el texto, vemos la realidad del pecado que caracteriza a todos los hombres: a nuestros reyes y gobernantes, a nuestros sacerdotes y profetas y a nuestros padres. Nadie puede decir: Yo soy justo o yo no soy como aquel o como aquella. Yo soy pecador. Diría que es casi el primer nombre que todos tenemos: pecadores. Y, ¿por qué somos pecadores? Porque pecamos contra el Señor no haciéndole caso, desobedecimos al Señor, nuestro Dios, no siguiendo los mandatos que el Señor nos había dado: Él dijo una cosa y nosotros hemos hecho otra. No hemos hecho caso al Señor, nuestro Dios, hemos rehusado obedecerle. No hemos escuchado la voz del Señor, que nos habló tantas veces. En nuestra vida, cada uno puede pensar: ¡Cuántas veces me ha hablado el Señor! y ¡cuántas veces no le he escuchado! Habló con los padres, con la familia, con el catequista, en la iglesia, en las predicaciones, también en nuestro corazón.
Pero nos rebelamos contra Dios: hemos rehusado obedecerle. Eso es el pecado, la rebelión, la obstinación en seguir las perversas inclinaciones de nuestro corazón, cayendo en las pequeñas idolatrías de cada día: avaricia, envidia, odio y, en particular, maledicencia, ese criticar a los demás. Nos rasgamos las vestiduras cuando oímos las noticias de las guerras, pero ¡criticar es una guerra!, es una guerra del corazón para destruir al otro. Y cuando el Señor nos dice: no, no critiques, cállate, yo hago lo que quiero.
Y es por culpa del pecado, como también dice Baruc: Por eso, nos persiguen ahora las desgracias, porque el pecado arruina el corazón, arruina la vida, arruina el alma, debilita, enferma…, pero siempre es un pecado en relación a Dios. No es una mancha que haya que quitar. Si fuese una mancha, bastaría ir a la tintorería y limpiarse. No. El pecado es una relación de rebelión contra el Señor. Es feo en sí mismo, pero es más feo contra el Señor que es bueno. Y si pienso así, mis pecados, en vez de llevarme a la depresión, me harán notar ese gran sentimiento: la vergüenza de la que habla el profeta Baruc. ¡La vergüenza es una gracia! Que nadie responda, pero sí responda en su corazón: ¿habéis sentido vergüenza ante el Señor por vuestros pecados? ¿Habéis pedido la gracia de la vergüenza, la gracia de avergonzarme ante ti, Señor, que te he hecho esto? Porque yo soy malo: ¡cúrame, Señor! Y que el Señor nos cure a todos, porque la vergüenza abre la puerta a la curación del Señor.
¿Y qué hace el Señor? Hace lo que hemos rezado en la oración colecta: Señor, Tú que revelas tu omnipotencia, sobre todo con la misericordia y el perdón. Así pues, cuando el Señor nos ve así, debemos avergonzarnos de lo que hayamos hecho y con humildad pedir perdón: él es el omnipotente, y nos limpia, nos abraza, nos acaricia y nos perdona. Y para llegar al perdón, el camino es el que hoy nos enseña el profeta Baruc.
Alabemos hoy al Señor porque ha querido manifestar su omnipotencia precisamente en la misericordia y en el perdón; también en la creación del mundo, pero eso es secundario; sobre todo, en la misericordia y en el perdón. Y ante un Dios tan bueno, que perdona todo, que tiene tanta misericordia, pidamos la gracia de la vergüenza, de avergonzarnos; la gracia de sentir el deshonor. Y con esa vergüenza, acercarnos a Él que es tan omnipotente en la misericordia y en el perdón.