Las lecturas de hoy nos hablan de la verdadera alegría del cristiano. Lo acabamos de ver en la primera carta de San Pedro apóstol (1P 1, 3-9), donde dice que "os alegráis con un gozo inefable"; y en el Evangelio de Marcos (Mc 10, 17-27), donde se narra la historia del joven rico, que no fue capaz de renunciar a sus propios intereses, "y se marchó pesaroso". Otros evangelios dicen que "se fue triste".
Un verdadero cristiano no puede estar pesaroso ni triste. Ser hombre y mujer de alegría significa ser hombre y mujer de paz, significa ser hombre y mujer de consuelo. La alegría cristiana es como el aliento del cristiano. Un cristiano que no esté alegre en su corazón no es un buen cristiano. Es como la respiración, como el modo de expresarse del cristiano: la alegría. Pero no es algo que se compre o que yo consiga con mi esfuerzo personal, no: es fruto del Espíritu Santo. El que hace la alegría en el corazón es el Espíritu Santo.
La roca sólida sobre la que se apoya la alegría cristiana es la memoria: porque no podemos olvidar lo que ha hecho el Señor por nosotros, regenerándonos a nueva vida, como dice San Pedro: "nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva, para una herencia incorruptible, pura, imperecedera, que os está reservada en el cielo": la esperanza de lo que nos espera, que es el encuentro definitivo con el Hijo de Dios.
Memoria y esperanza son los dos componentes que permiten a los cristianos vivir en la alegría, pero no con una alegría vacía, de jolgorio, sino una alegría donde el primer grado es la paz. La alegría no es vivir de risa en risa. No, no es eso. La alegría no es ser divertido. Tampoco es eso. Es otra cosa. La alegría cristiana es la paz, la paz que están en las raíces, la paz del corazón, la paz que solo Dios nos puede dar. Eso es la alegría cristiana. Y no es fácil de conservar esa alegría.
El mundo contemporáneo desgraciadamente se contenta con una cultura no alegre, una cultura donde se inventan muchas cosas para divertirnos, tantos pedacitos de "buena vida", pero que no satisfacen plenamente. Porque la alegría no es algo que se compre en el mercado, es un don del Espíritu, y vibra también en el momento de la turbación, en el momento de la prueba. Hay una inquietud buena y otra que no es tan buena, esa que busca seguridad por todas partes, la que busca el placer como sea. El joven del Evangelio tenía miedo de que si dejaba las riquezas no sería feliz. La alegría, el consuelo: nuestro aliento de cristianos.