Ninguna comunidad cristiana puede ir adelante sin el apoyo de la oración perseverante, la oración que es el encuentro con Dios, con Dios que nunca falla, con Dios fiel a su palabra, con Dios que no abandona a sus hijos. Jesús se preguntaba: «Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?» (Lc 18, 7). En la oración, el creyente expresa su fe, su confianza, y Dios expresa su cercanía, también mediante el don de los Ángeles, sus mensajeros.
Una llamada a la fe. En la segunda lectura, San Pablo escribe a Timoteo: «Pero el Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje… Él me libró de la boca del león. El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo» (2Tm 4, 17-18). Dios no saca a sus hijos del mundo o del mal, sino que les da fuerza para vencerlos. Solamente quien cree puede decir de verdad: «El Señor es mi pastor, nada me falta» (Sal 23, 1).
Cuántas fuerzas, a lo largo de la historia, ha intentado –y siguen intentando– acabar con la Iglesia, desde fuera y desde dentro, pero todas ellas pasan y la Iglesia sigue viva y fecunda, inexplicablemente a salvo para que, como dice san Pablo, pueda aclamar: «A Él la gloria por los siglos de los siglos» (2Tm 4, 18).
Todo pasa, solo Dios permanece. Han pasado reinos, pueblos, culturas, naciones, ideologías, potencias, pero la Iglesia, fundada sobre Cristo, a través de tantas tempestades y a pesar de nuestros muchos pecados, permanece fiel al depósito de la fe en el servicio, porque la Iglesia no es de los Papas, de los obispos, de los sacerdotes y tampoco de los fieles, es única y exclusivamente de Cristo. Solo quien vive en Cristo promueve y defiende a la Iglesia con la santidad de vida, a ejemplo de Pedro y Pablo.
Los creyentes en el nombre de Cristo han resucitado a muertos, han curado enfermos, han amado a sus perseguidores, han demostrado que no existe fuerza capaz de derrotar a quien tiene la fuerza de la fe.
Una llamada al testimonio. Pedro y Pablo, como todos los Apóstoles de Cristo que en su vida terrena han hecho fecunda a la Iglesia con su sangre, han bebido el cáliz del Señor, y se han hecho amigos de Dios.
Pablo, con un tono conmovedor, escribe a Timoteo: «Yo estoy a punto de ser sacrificado, y el momento de mi partida es inminente. He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida» (2Tm 4, 6-8).
Una Iglesia o un cristiano sin testimonio es estéril, un muerto que cree estar vivo, un árbol seco que no da fruto, un pozo seco que no tiene agua. La Iglesia ha vencido al mal gracias al testimonio valiente, concreto y humilde de sus hijos. Ha vencido al mal gracias a la proclamación convencida de Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo», y a la promesa eterna de Jesús (cf. Mt 16, 13-18).