Hemos leído en el libro del profeta Zacarías (Za 8, 1-8): «Esto dice el Señor del universo: Vivo una intensa pasión por Sión, siento unos celos terribles por ella. Esto dice el Señor: Voy a volver a Sión, habitaré en Jerusalén». Es decir, gracias al amor de Dios, Jerusalén volverá a vivir. Qué fuerte es el amor de Dios por su pueblo, a pesar de que este lo haya dejado, traicionado, se haya olvidado de Él. En Dios siempre hay un deseo ardiente del que sale la promesa de salvación para cada uno de nosotros.
En la primera lectura están claros también las señales de la presencia del Señor con su pueblo, una presencia que nos hace más humanos, que nos vuelve maduros. Son señales de la abundancia de la vida, de la abundancia de niños y ancianos que animan nuestras plazas, sociedades y familias. La señal de la vida, del respeto a la vida, del amor a la vida, de hacer crecer la vida… Todo eso es señal de la presencia de Dios en nuestras comunidades y también señal de la presencia de Dios que hace madurar un pueblo, cuando hay viejos. Es bonito esto: «Se sentarán ancianos y ancianas en las calles de Jerusalén; todos con su bastón, pues su vida será muy larga», es una señal. Y también muchos niños, y usa una expresión hermosa: «Y sus calles estarán llenas de niños y niñas jugando». ¡Muchos! La abundancia de la vejez y de la niñez. Esa es la señal, cuando un pueblo cuida a los viejos y a los niños, los tiene como un tesoro, esa es la señal de la presencia de Dios, la promesa de un futuro.
Ya lo dice la profecía de Joel: «Vuestros ancianos tendrán sueños, vuestros jóvenes tendrá visiones». Es así, entre unos y otros hay un intercambio recíproco, cosa que no sucede cuando, al contrario, lo que prevalece en nuestra civilización es la cultura del descarte, una ruina que nos hace "devolver al remitente" los niños que vienen o nos hace adoptar como criterio el de encerrar en residencias a los ancianos porque no producen, porque impiden la vida normal. Me acuerdo del cuento de mi abuela, que ya he repetido otras veces. Es la historia de una familia donde el padre decide dejar al abuelo comer solo en la cocina porque, ya viejo, se le caía la sopa y se manchaba. Y un día el padre, al volver a casa, encontró a su hijo construyendo una mesita de madera porque, el mismo aislamiento le tocaría antes o después también a él. Cuando se descuida a los niños y ancianos se acaba en esos efectos de las sociedades modernas. Cuando un país envejece y no hay niños, cuando no ves carritos de niños por las calles, ni ves mujeres encintas -"¿Un niño? ¡Mejor no!"-, cuando lees que en aquel país hay más pensionistas que trabajadores… ¡Es trágico! Y cuántos países hoy empiezan a vivir este invierno demográfico. Y luego cuando se descuida a los viejos se pierde -digámoslo sin vergüenza- la tradición, que no es un museo de cosas viejas, es la garantía del futuro, es el zumo de las raíces que hace crecer el árbol y dar flores y frutos. Es una sociedad estéril por ambas partes, y así se acaba mal.
Sí, es verdad, se puede "comprar" la juventud: hoy hay tantas empresas que la ofrecen bajo forma de maquillajes, cirugía plástica y lifting, pero siempre acaba todo en un ridículo.
¿Y cuál es el centro del mensaje de Dios? Es el que yo llamo "cultura de la esperanza" y que está representada precisamente por viejos y jóvenes. Son ellos la certeza de la supervivencia de un país, de una patria, de la Iglesia. Y nunca olvidaré aquella viejita en la plaza central de Ia?i, en Rumanía, cuando me miró -iba como las abuelas rumanas, con el velo-, llevaba al nieto en brazos y me lo enseñó, como diciendo: "Esta es mi victoria, este es mi triunfo". Esa imagen, que ha dado la vuelta al mundo, nos dice más que esta predicación. Por tanto, el amor de Dios es siempre sembrar amor y hacer crecer al pueblo. No cultura del descarte. Se me ocurre deciros, perdonadme, a los párrocos, cuando por la noche hacéis el examen de conciencia, preguntaos esto: ¿hoy cómo me he comportado con los niños y con los viejos? Nos ayudará.