La primera lectura (2S 11, 1-4a. 5-10a. 13-17) se centra en la figura del santo rey David, que cometió muchos pecados: el censo del pueblo y el asunto de Urías, al que manda matar, tras haber dejado encinta a su mujer Betsabé. Elige el asesinato porque su plan para arreglar las cosas, después del adulterio, fracasa miserablemente. David siguió su vida normal y tranquilo. ¡Su corazón ni se movió! ¿Cómo el gran David, que es santo, que había hecho tantas cosas buenas y que estaba tan unido a Dios fue capaz de hacerlo? Porque eso no pasa de un día para otro. El gran David fue resbalando lentamente.
Poco a poco el pecado se apodera del hombre aprovechando su comodidad. Todos somos pecadores, y a veces cometemos pecados del momento –me enfado, insulto, y luego me arrepiento– y otras veces, en cambio, nos dejamos resbalar hacia un estado de vida donde todo parece normal. Normal, por ejemplo, como no pagar a la empleada doméstica lo que se debe, o pagar la mitad de lo debido a quien trabaja en el campo. Pero es gente buena –parece– la que hace eso, que va a Misa todos los domingos, que se dice cristiana. ¿Pero cómo haces eso? Porque has caído en un estado donde has perdido la conciencia del pecado. Y ese es uno de los males de nuestro tiempo. Pío XII lo había dicho: perder la conciencia del pecado. "Se puede hacer de todo…", y al final se pasa una vida para resolver un problema.
No son cosas antiguas. Recuerdo un reciente asunto sucedido en Argentina con algunos jóvenes jugadores de rugby que mataron a un compañero a golpes, tras una noche de movida. ¡Chicos convertidos en una manada de lobos! Un hecho que abre interrogante sobre la educación de los jóvenes, sobre la sociedad. Muchas veces hace falta una bofetada de la vida para detenerse, para parar ese lento resbalar hacia el pecado. Hace falta una persona como el profeta Natán, enviado por Dios a David, para hacerle ver su error.
Pensemos un poco: ¿cuál es la atmósfera espiritual de mi vida? ¿Estoy atento, necesito siempre a alguien que me diga la verdad, o no, creo que no? ¿Escucho la reprimenda de algún amigo, del confesor, del marido, de la mujer, de los hijos… que me ayuda un poco? Viendo esta historia de David –del santo rey David– preguntémonos: si un santo fue capaz de caer así, estemos atentos, hermanos y hermanas, porque también nos puede pasar a nosotros. Y preguntémonos también: ¿en qué atmósfera vivo? Que el Señor nos dé la gracia de enviarnos siempre a un profeta –puede ser el vecino, el hijo, la madre, el padre– que nos abofetee un poco cuando estemos resbalando hacia esa atmósfera donde parece que todo sea lícito.