Discurso
Discurso al clero de Roma, 13 de mayo de 2005

Queridos sacerdotes y diáconos, que prestáis vuestro servicio pastoral a la diócesis de Roma:

Me alegra encontrarme con vosotros al comienzo de mi ministerio de Obispo de esta Iglesia, "que preside en el amor". Saludo con afecto al cardenal vicario, al que agradezco las amables palabras que me ha dirigido, al vicegerente y a los obispos auxiliares. Os saludo cordialmente a cada uno de vosotros, y deseo expresaros desde este primer encuentro mi gratitud por vuestro trabajo diario en la viña del Señor.

La extraordinaria experiencia de fe que vivimos con ocasión de la muerte de nuestro amadísimo Papa Juan Pablo II nos mostró una Iglesia de Roma profundamente unida, llena de vida y de fervor: todo esto es también fruto de vuestra oración y de vuestro apostolado. Así, en la humilde adhesión a Cristo, único Señor, podemos y debemos promover juntos la "ejemplaridad" de la Iglesia de Roma, que es servicio genuino a las Iglesias hermanas presentes en el mundo entero.

En efecto, el vínculo indisoluble entre romanum y petrinum implica y requiere la participación de la Iglesia de Roma en la solicitud universal de su Obispo. Pero la responsabilidad de esta participación os incumbe de modo especial a vosotros, queridos sacerdotes y diáconos, unidos a vuestro Obispo por el vínculo sacramental y constituidos sus valiosos colaboradores. Por eso, cuento con vosotros, con vuestra oración, con vuestra acogida y vuestra entrega, para que nuestra amada diócesis corresponda cada vez más generosamente a la vocación que el Señor le ha encomendado. Por mi parte, os digo: a pesar de mis límites, podéis contar con la sinceridad de mi afecto paterno por todos vosotros.

Queridos sacerdotes, la calidad de vuestra vida y de vuestro servicio pastoral parece indicar que, tanto en esta diócesis como en muchas otras del mundo, ya ha pasado el tiempo de la crisis de identidad que afectó a tantos sacerdotes. Pero están aún muy presentes las causas de "desierto espiritual" que afligen a la humanidad de nuestro tiempo y, consiguientemente, minan también a la Iglesia que vive en esta humanidad. ¿Cómo no temer que puedan asechar también la vida de los sacerdotes? Por tanto, es indispensable volver siempre de nuevo a la raíz de nuestro sacerdocio. Como bien sabemos, esta raíz es una sola: Jesucristo nuestro Señor. Él es el enviado del Padre, él es la piedra angular (cf. 1P 2, 7). En él, en el misterio de su muerte y resurrección, viene el reino de Dios y se realiza la salvación del género humano. Pero este Jesús no tiene nada que le pertenezca; es totalmente del Padre y para el Padre. Por eso, dice que su doctrina no es suya, sino de aquel que lo envió (cf. Jn 7, 16): el Hijo no puede hacer nada por su cuenta (cf. Jn 5, 19. 30).

Queridos amigos, esta es también la verdadera naturaleza de nuestro sacerdocio. En realidad, todo lo que constituye nuestro ministerio no puede ser producto de nuestra capacidad personal. Esto vale para la administración de los sacramentos, pero vale también para el servicio de la Palabra: no hemos sido enviados a anunciarnos a nosotros mismos o nuestras opiniones personales, sino el misterio de Cristo y, en él, la medida del verdadero humanismo. Nuestra misión no consiste en decir muchas palabras, sino en hacernos eco y ser portavoces de una sola "Palabra", que es el Verbo de Dios hecho carne por nuestra salvación.

Por tanto, valen también para nosotros las palabras de Jesús: "Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado" (Jn 7, 16). Queridos sacerdotes de Roma, el Señor nos llama amigos, nos hace amigos suyos, confía en nosotros, nos encomienda su cuerpo en la Eucaristía, nos encomienda su Iglesia. Así pues, debemos ser en verdad sus amigos, tener sus mismos sentimientos, querer lo que él quiere y no querer lo que él no quiere. Jesús mismo nos dice: "Si me amáis, guardaréis mis mandamientos" (Jn 15, 14). Este debe ser nuestro propósito común: hacer todos juntos su santa voluntad, en la que está nuestra libertad y nuestra alegría.

Al tener su raíz en Cristo, el sacerdocio es, por su misma naturaleza, en la Iglesia y para la Iglesia. En efecto, la fe cristiana no es algo puramente espiritual e interior, y nuestra relación con Cristo no es sólo subjetiva y privada. Al contrario, es una relación totalmente concreta y eclesial. A su vez, el sacerdocio ministerial tiene una relación constitutiva con el cuerpo de Cristo, en su doble e inseparable dimensión de Eucaristía e Iglesia, de cuerpo eucarístico y cuerpo eclesial. Por eso, nuestro ministerio es amoris officium (san Agustín, In Ioannis evangelium tractatus 123, 5), es el oficio del buen pastor, que da su vida por la ovejas (cf. Jn 10, 14-15).

En el misterio eucarístico, Cristo se entrega siempre de nuevo, y precisamente en la Eucaristía aprendemos el amor de Cristo y, por consiguiente, el amor a la Iglesia. Así pues, repito con vosotros, queridos hermanos en el sacerdocio, las inolvidables palabras de Juan Pablo II: "La santa misa es, de modo absoluto, el centro de mi vida y de toda mi jornada" (Discurso con ocasión del trigésimo aniversario del decreto Presbyterorum ordinis, 27 de octubre de 1995, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de noviembre de 1995, p. 6). Y cada uno de nosotros puede repetir estas palabras como si fueran suyas: "La santa misa es, de modo absoluto, el centro de mi vida y de toda mi jornada".

Del mismo modo, la obediencia a Cristo, que corrige la desobediencia de Adán, se concreta en la obediencia eclesial, que para el sacerdote, en la práctica diaria, es ante todo obediencia a su obispo. Pero en la Iglesia la obediencia no es algo formal; es obediencia a aquel que, a su vez, es obediente y representa a Cristo obediente. Todo esto no anula ni atenúa las exigencias concretas de la obediencia, sino que asegura su profundidad teologal y su dimensión católica: en el obispo obedecemos a Cristo y a la Iglesia, que él representa en este lugar.

Jesucristo fue enviado por el Padre, con la fuerza del Espíritu, para la salvación de toda la familia humana, y los sacerdotes, a través de la gracia del sacramento, participamos en su misión. Como escribe el apóstol san Pablo, "Dios (...) nos confió el ministerio de la reconciliación. (...) Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!" (2Co 5, 18-20). Así describe san Pablo nuestra misión de sacerdotes. Por eso, en la homilía que pronuncié antes del Cónclave, hablé de una "santa inquietud" que debe animarnos, la inquietud por llevar a todos el don de la fe, por ofrecer a todos la salvación, la única que permanece eternamente. En una ciudad tan grande como Roma, que, por una parte, está tan impregnada de la fe y, sin embargo, hay tantas personas que no han percibido realmente en su corazón el anuncio de la fe, con mayor razón debemos estar animados por esta inquietud por llevar esta alegría, este centro de la vida, que le da sentido y orientación.

Queridos hermanos sacerdotes de Roma, Cristo resucitado nos llama a ser sus testigos y nos da la fuerza de su Espíritu para serlo verdaderamente. Por consiguiente, es necesario estar con él (cf. Mc 3, 14; Hch 1, 21-23). Como en la primera descripción del "munus apostolicum", en el capítulo 3 de san Marcos, se describe lo que el Señor pensaba que debería ser el significado de un apóstol: estar con él y estar disponible para la misión. Las dos cosas van juntas y sólo estando con él estamos también siempre en movimiento con el Evangelio hacia los demás. Por tanto, es esencial estar con él y así sentimos la inquietud y somos capaces de llevar la fuerza y la alegría de la fe a los demás, de dar testimonio con toda nuestra vida y no sólo con las palabras.

Valen para nosotros las palabras del apóstol san Pablo: "Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio! (...) Efectivamente, siendo libre de todos, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más que pueda. (...) Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos" (1Co 9, 16-22). Estas palabras, que son el autorretrato del apóstol, nos presentan también el retrato de todo sacerdote. Este "hacerse todo a todos" se manifiesta en la cercanía diaria, en la atención a toda persona y familia: al respecto, vosotros, sacerdotes de Roma, tenéis una gran tradición –lo digo con profunda convicción–, y la estáis honrando también hoy, que la ciudad se ha extendido tanto y ha cambiado profundamente. Como bien sabéis, es decisivo que la cercanía y la atención a todos se realicen siempre en nombre de Cristo y tiendan constantemente a llevar a él.

Naturalmente, para cada uno de vosotros, de nosotros, esta cercanía y esta entrega tienen un coste personal: significan tiempo, preocupaciones, gasto de energías. Conozco vuestro trabajo diario, y quiero daros las gracias de parte del Señor. Pero también quisiera ayudaros, en la medida de mis posibilidades, a no ceder ante este trabajo. Para poder resistir y, más aún, para crecer, como personas y como sacerdotes, es fundamental ante todo la comunión íntima con Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad del Padre (cf. Jn 4, 34): todo lo que hacemos, lo hacemos en comunión con él, y así recobramos siempre de nuevo la unidad de nuestra vida entre tantas dispersiones, favorecidas por las diversas ocupaciones de cada día.

Del Señor Jesucristo, que se sacrificó a sí mismo para hacer la voluntad del Padre, aprendemos además el arte de la ascesis sacerdotal, que también hoy es necesaria: no hay que situarla junto a la acción pastoral, como un fardo añadido que hace aún más pesada nuestra jornada. Al contrario, en la acción misma debemos aprender a superarnos, a dejar y dar nuestra vida.

Pero, para que todo eso se realice realmente en nosotros, para que realmente nuestra acción sea en sí misma nuestra ascesis y nuestra entrega, para que todo eso no se quede sólo en un deseo, necesitamos sin duda momentos para recuperar nuestras energías, también físicas, y, sobre todo, para orar y meditar, volviendo a entrar en nuestra interioridad y encontrando dentro de nosotros al Señor. Por eso, el tiempo para estar en presencia de Dios en la oración es una verdadera prioridad pastoral; no es algo añadido al trabajo pastoral; estar en presencia del Señor es una prioridad pastoral: en definitiva, la más importante. Nos lo mostró del modo más concreto y luminoso Juan Pablo II en todas las circunstancias de su vida y de su ministerio.

Queridos sacerdotes, jamás destacaremos suficientemente cuán fundamental y decisiva es nuestra respuesta personal a la llamada a la santidad. Esta es la condición no sólo para que nuestro apostolado personal sea fecundo, sino también, y más ampliamente, para que el rostro de la Iglesia refleje la luz de Cristo (cf. Lumen gentium, 1), induciendo así a los hombres a reconocer y adorar al Señor. Debemos acoger la exhortación del apóstol san Pablo a reconciliarnos con Dios (cf. 2Co 5, 20), ante todo en nosotros mismos, pidiendo al Señor, con corazón sincero y con espíritu decidido y valiente, que aleje de nosotros todo lo que nos separa de él y está en contraste con la misión que hemos recibido. Tenemos la seguridad de que el Señor, que es misericordioso, nos lo concederá.

Mi ministerio de Obispo de Roma se sitúa en la línea del de mis predecesores, acogiendo en particular la valiosa herencia que ha dejado Juan Pablo II: por este sendero, queridos sacerdotes y diáconos, caminamos juntos con serenidad y confianza. Seguiremos tratando de hacer crecer la comunión dentro de la gran familia de la Iglesia diocesana y colaborando para incrementar la orientación misionera de nuestra pastoral, de acuerdo con las líneas de fondo del Sínodo romano, traducidas con particular eficacia en la experiencia de la Misión ciudadana.

Roma es una diócesis muy grande, y es una diócesis realmente especial, por la solicitud universal que el Señor ha encomendado a su Obispo. Por eso, queridos sacerdotes, vuestra relación con el Obispo diocesano, que por desgracia soy yo, no puede tener la inmediatez diaria que yo desearía y que es posible en otras situaciones. Pero a través de la obra del cardenal vicario y de los obispos auxiliares, a los que expreso mi profunda gratitud, puedo estar concretamente cerca de cada uno de vosotros, en las alegrías y en las dificultades que acompañan el camino de todo sacerdote.

Sobre todo, deseo aseguraros la cercanía más profunda y decisiva que une al Obispo con sus sacerdotes y sus diáconos, en la oración diaria. Y tened la seguridad de que realmente el clero de Roma está particularmente presente en mi oración. Y estamos cercanos en la fe y en el amor a Cristo y en nuestra consagración a María, Madre del único y Sumo Sacerdote. Precisamente de nuestra unión con Cristo y con la Virgen se alimentan la serenidad y la confianza que todos necesitamos, tanto para el trabajo apostólico como para nuestra existencia personal.