Encuentro preparatorio de la XXV JMJ
Plaza de San Pedro,Jueves 25 de marzo de 2010
P. Santo Padre, el joven del Evangelio preguntó a Jesús: "Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?". Yo no sé qué es la vida eterna. No logro imaginármela, pero sé una cosa: que no quiero desperdiciar mi vida, quiero vivirla a fondo y no yo sola. Tengo miedo de que esto no suceda así, tengo miedo de pensar sólo en mí misma, de equivocarme en todo y de encontrarme sin una meta que alcanzar, viviendo al día. ¿Es posible hacer de mi vida algo hermoso y grande?
Queridos jóvenes, antes de responder a la pregunta quiero daros las gracias de corazón por vuestra presencia, por este maravilloso testimonio de la fe, de querer vivir en comunión con Jesús, por vuestro entusiasmo al seguir a Jesús y vivir bien. ¡Gracias!
Y ahora respondo a la pregunta. Ella ha dicho que no sabe lo que es la vida eterna y que no logra imaginársela. Ninguno de nosotros puede imaginar la vida eterna, porque está fuera de nuestra experiencia. Sin embargo, podemos comenzar a comprender qué es la vida eterna, y pienso que ella, con su pregunta, nos ha hecho una descripción de lo esencial de la vida eterna, es decir, de la verdadera vida: no desperdiciar la vida, vivirla en profundidad, no vivir para uno mismo, no vivir al día, sino vivir realmente la vida en su riqueza y en su totalidad. ¿Cómo hacerlo? Esta es la gran pregunta, con la cual también el joven rico del Evangelio acudió al Señor (cf. Mc 10, 17). A primera vista, la respuesta del Señor parece muy tajante. A fin de cuentas, le dice: guarda los mandamientos (cf. Mc 10, 19). Pero si reflexionamos bien, si escuchamos bien al Señor, en la globalidad del Evangelio, encontramos detrás la gran sabiduría de la Palabra de Dios, de Jesús. Los mandamientos, según otra Palabra de Jesús, se resumen en un único mandamiento: amar a Dios con toda el alma, con toda la mente, con toda la existencia, y amar al prójimo como a sí mismo. Amar a Dios supone conocer a Dios, reconocer a Dios. Y este es el primer paso que debemos dar: tratar de conocer a Dios. Y así sabemos que nuestra vida no existe por casualidad, no es una casualidad. Dios ha querido mi vida desde la eternidad. Soy amado, soy necesario. Dios tiene un proyecto para mí en la totalidad de la historia; tiene un proyecto precisamente para mí. Mi vida es importante y también necesaria. El amor eterno me ha creado en profundidad y me espera. Por lo tanto, este es el primer punto: conocer, tratar de conocer a Dios y entender así que la vida es un don, que vivir es un bien. Luego, lo esencial es el amor. Amar a este Dios que me ha creado, que ha creado este mundo, que gobierna entre todas las dificultades del hombre y de la historia, y que me acompaña. Y amar al prójimo.
Los diez mandamientos a los que hace referencia Jesús en su respuesta son sólo una especificación del mandamiento del amor. Son, por decirlo así, reglas del amor, indican el camino del amor con estos puntos esenciales: la familia, como fundamento de la sociedad; la vida, que es preciso respetar como don de Dios; el orden de la sexualidad, de la relación entre un hombre y una mujer; el orden social y, finalmente, la verdad. Estos elementos esenciales especifican el camino del amor, explicitan cómo amar realmente y cómo encontrar el camino recto. Por tanto, Dios tiene una voluntad fundamental para todos nosotros, que es idéntica para todos nosotros. Pero su aplicación es distinta en cada vida, porque Dios tiene un proyecto preciso para cada hombre. San Francisco de Sales dijo una vez: la perfección –es decir, ser buenos, vivir la fe y el amor– es substancialmente una, pero con formas muy distintas. Son muy distintas la santidad de un monje cartujo y la de un hombre político, la de un científico o la de un campesino, etc. Así, para cada hombre Dios tiene su proyecto y yo debo encontrar, en mis circunstancias, mi modo de vivir esta voluntad única y común de Dios, cuyas grandes reglas están indicadas en estas explicitaciones del amor. Por tanto, tratar de cumplir lo que es la esencia del amor, es decir, no tomar la vida para mí, sino dar la vida; no "quedarme" con la vida, sino hacer de la vida un don; no buscarme a mí mismo, sino dar a los demás. Esto es lo esencial, e implica renuncias, es decir, salir de mí mismo y no buscarme a mí mismo. Y encuentro la verdadera vida precisamente no buscándome a mí, sino dándome para las cosas grandes y verdaderas. Así cada uno encontrará, en su vida, las distintas posibilidades: comprometerse en el voluntariado, en una comunidad de oración, en un movimiento, en la acción de su parroquia, en la propia profesión. Encontrar mi vocación y vivirla en todo lugar es importante y fundamental, tanto si soy un gran científico como si soy un campesino. Todo es importante a los ojos de Dios: es bello si se vive a fondo con el amor que realmente redime al mundo.
Al final quiero contaros una pequeña anécdota de santa Josefina Bakhita, la pequeña santa africana que en Italia encontró a Dios y a Cristo, y que siempre me impresiona mucho. Era monja en un convento italiano y, un día, el obispo del lugar visita ese monasterio, ve a esta pequeña monja negra, de la cual parece no saber nada y dice: "Hermana, ¿qué hace usted aquí?" Y Bakhita responde: "Lo mismo que usted, excelencia". El obispo visiblemente irritado dice: "Hermana, ¿cómo que hace lo mismo que yo?". "Sí –dice la religiosa–, ambos queremos hacer la voluntad de Dios, ¿no es así?". Al final, este es el punto esencial: conocer, con la ayuda de la Iglesia, de la Palabra de Dios y de los amigos, la voluntad de Dios, tanto en sus grandes líneas, comunes para todos, como en mi vida personal concreta. Así la vida, quizá no es demasiado fácil, pero se convierte en una vida hermosa y feliz. Pidamos al Señor que nos ayude siempre a encontrar su voluntad y a seguirla con alegría.
P. El Evangelio nos ha dicho que Jesús fijó su mirada en ese joven y lo amó. Santo Padre, ¿qué significa ser mirados con amor por Jesús? ¿Cómo podemos hacer esta experiencia también nosotros hoy? ¿Es realmente posible vivir esta experiencia también en esta vida de hoy?
Naturalmente yo diría que sí, porque el Señor siempre está presente y nos mira a cada uno de nosotros con amor. Sólo que nosotros debemos encontrar esa mirada y encontrarnos con él. ¿Cómo? Creo que el primer punto para encontrarnos con Jesús, para experimentar su amor, es conocerlo. Conocer a Jesús implica distintos caminos. Una primera condición es conocer la figura de Jesús tal como se nos presenta en los Evangelios, que nos proporcionan un retrato muy rico de la figura de Jesús; en las grandes parábolas, como en la del hijo pródigo, en la del samaritano, en la de Lázaro, etc. En todas las parábolas, en todas sus palabras, en el sermón de la montaña, encontramos realmente el rostro de Jesús, el rostro de Dios hasta la cruz donde, por amor a nosotros, se da totalmente hasta la muerte y al final puede decir: "En tus manos, Padre, pongo mi vida, mi alma" (cf. Lc 23, 46).
Por lo tanto: conocer, meditar sobre Jesús junto con los amigos, con la Iglesia, y conocer a Jesús no sólo de modo académico, teórico, sino con el corazón, es decir, hablar con Jesús en la oración. No puedo conocer a una persona del mismo modo que estudio matemáticas. Para las matemáticas es necesaria y suficiente la razón, pero para conocer a una persona, sobre todo la gran persona de Jesús, Dios y hombre, hace falta la razón pero, al mismo tiempo, también el corazón. Sólo abriéndole el corazón a él, sólo con el conocimiento del conjunto de lo que dijo e hizo, con nuestro amor, con nuestro ir hacia él, podemos ir conociéndolo cada vez más y así también hacer la experiencia de ser amados.
Por tanto: escuchar la Palabra de Jesús, escucharla en la comunión de la Iglesia, en su gran experiencia y responder con nuestra oración, con nuestro diálogo personal con Jesús, en el que le hablamos de lo que no entendemos, de nuestras necesidades y de nuestras preguntas. En un diálogo verdadero, podemos encontrar cada vez más este camino del conocimiento, que se convierte en amor. Naturalmente forma parte del camino hacia Jesús no sólo pensar, no sólo rezar, sino también hacer: obrar el bien, comprometerse en favor del prójimo. Hay distintos caminos; cada uno conoce sus posibilidades, en la parroquia y en la comunidad en la que vive, para comprometerse también con Cristo y por los demás, por la vitalidad de la Iglesia, para que la fe sea verdaderamente una fuerza formativa de nuestro ambiente y, así, de nuestro tiempo. Por consiguiente, yo diría estos elementos: escuchar, responder, entrar en la comunidad creyente, comunión con Cristo en los sacramentos, donde se da a nosotros, tanto en la Eucaristía como en la Confesión, etc., y, por último, hacer, realizar las palabras de la fe de modo que se conviertan en fuerza de mi vida, y también a mí se muestra verdaderamente la mirada de Jesús y su amor me ayuda, me transforma.
P. Jesús invitó al joven rico a dejarlo todo y a seguirlo, pero él se marchó triste. También a mí, igual que a él, me cuesta seguirlo, porque tengo miedo de dejar mis cosas y a veces la Iglesia me pide renuncias difíciles. Santo Padre, ¿cómo puedo encontrar la fuerza para las decisiones valientes, y quién me puede ayudar?
Comencemos con esta palabra dura para nosotros: renuncias. Las renuncias son posibles y, al final, son incluso bellas si tienen un porqué y si este porqué justifica también la dificultad de la renuncia. San Pablo usó, en este contexto, la imagen de las olimpiadas y de los atletas que compiten en las olimpiadas (cf. 1Co 9, 24-25). Dice: ellos, para conseguir finalmente la medalla –en aquel tiempo la corona– deben vivir una disciplina muy dura, deben renunciar a muchas cosas, deben entrenarse en el deporte que practican y hacen grandes sacrificios y renuncias porque tienen una motivación, y vale la pena. Aunque al final quizá no estén entre los vencedores, vale la pena haberse sometido a una disciplina y haber sido capaz de hacer estas cosas con cierta perfección. Lo que vale, con esta imagen de san Pablo, para las olimpiadas, para todo el deporte, vale también para todas las demás cosas de la vida. Una buena vida profesional no se puede alcanzar sin renuncias, sin una preparación adecuada, que siempre exige una disciplina, exige renunciar a algo, y así en todo, también en el arte y en todos los aspectos de la vida. Todos comprendemos que para alcanzar un objetivo, tanto profesional como deportivo, tanto artístico como cultural, debemos renunciar, aprender para avanzar. También el arte de vivir, de ser uno mismo, el arte de ser hombre exige renuncias, y las verdaderas renuncias, que nos ayudan a encontrar el camino de la vida, el arte de la vida, se nos indican en la Palabra de Dios y nos ayudan a no caer –digamos– en el abismo de la droga, del alcohol, de la esclavitud de la sexualidad, de la esclavitud del dinero, de la pereza.
Todas estas cosas, en un primer momento, parecen actos de libertad, pero en realidad no son actos de libertad, sino el inicio de una esclavitud cada vez más insuperable. Lograr renunciar a la tentación del momento, avanzar hacia el bien crea la verdadera libertad y hace que la vida sea valiosa. En este sentido, me parece, debemos ver que sin un "no" a ciertas cosas no crece el gran "sí" a la verdadera vida, como la vemos en las figuras de los santos. Pensemos en san Francisco, pensemos en los santos de nuestro tiempo, en la madre Teresa, en don Gnocchi y en tantos otros, que han renunciado y han vencido, y no sólo han llegado a ser libres ellos mismos, sino que se han convertido también en una riqueza para el mundo y nos muestran cómo se puede vivir.
De modo que a la pregunta "quién me ayuda", yo diría que nos ayudan las grandes figuras de la historia de la Iglesia, nos ayuda la Palabra de Dios, nos ayuda la comunidad parroquial, el movimiento, el voluntariado, etc. Y nos ayudan las amistades de hombres que "van delante de nosotros", que ya han avanzado en el camino de la vida y que pueden convencernos de que caminar así es el camino apropiado. Pidamos al Señor que nos dé siempre amigos, comunidades que nos ayuden a ver el camino del bien y a encontrar así la vida bella y gozosa.