Con los obispos que participaron en el Concilio Vaticano II
y un grupo de presidentes de Conferencias Episcopales
Viernes 12 de octubre de 2012
Venerados y queridos hermanos:
Nos encontramos reunidos hoy, después de la solemne celebración que ayer nos congregó en la plaza de San Pedro. El saludo cordial y fraterno que deseo ahora dirigiros nace de la comunión profunda que sólo la celebración eucarística es capaz de crear. En ella, se hacen visibles, casi tangibles, los vínculos que nos unen como miembros del Colegio episcopal, reunidos con el Sucesor de Pedro.
En vuestros rostros, queridos patriarcas y arzobispos de las Iglesias orientales católicas, queridos presidentes de las Conferencias episcopales del mundo, veo también a los cientos de obispos que en todas las regiones de la tierra están comprometidos en el anuncio del Evangelio y en el servicio a la Iglesia y al hombre, en obediencia al mandato recibido de Cristo. Pero un saludo especial quiero dirigiros a vosotros hoy, queridos hermanos que habéis tenido la gracia de participar en calidad de padres en el concilio ecuménico Vaticano II. Agradezco al cardenal Arinze, quien se ha hecho intérprete de vuestros sentimientos, y en este momento, tengo presente en la oración y en el afecto a todo el grupo –casi setenta– de obispos todavía vivos, que participaron en los trabajos conciliares. Al responder a la invitación para esta conmemoración, en la cual no han podido estar presentes por causa de avanzada edad y de salud, muchos de ellos han recordado con palabras conmovedoras aquellos días, asegurando la unión espiritual en este momento, también con la ofrenda del propio sufrimiento.
Son muchos los recuerdos que surgen en nuestra mente, y que cada uno tiene bien impresos en el corazón, respecto a aquel período tan vivaz, rico y fecundo que fue el Concilio. No quiero, sin embargo, extenderme demasiado, pero retomando algunos elementos de mi homilía de ayer quisiera recordar solamente cómo una palabra, lanzada por el beato Juan XXIII casi de modo programático, regresaba continuamente en los trabajos conciliares: la palabra "aggiornamento" (actualización).
A cincuenta años de distancia de la apertura de aquella solemne Asamblea de la Iglesia, alguno se preguntará si esa expresión no haya sido tal vez desde el principio en absoluto feliz. Creo que la elección de las palabras podría ser discutida por horas y se encontrarían opiniones continuamente discordantes, pero estoy convencido de que la intuición que tenía el beato Juan XXIII, que resumió con esta palabra, ha sido y sigue siendo todavía exacta. El cristianismo no debe considerarse como "una cosa del pasado", ni debe vivirse con la mirada puesta constantemente "en el pasado", porque Jesucristo es ayer, hoy y para la eternidad (cf. Hb 13, 8). El cristianismo está marcado por la presencia del Dios eterno, que entró en el tiempo y está presente en cada momento, porque cada momento fluye de su poder creador, de su eterno "hoy".
Por ello el cristianismo es siempre nuevo. No debemos nunca verlo como un árbol plenamente desarrollado a partir de la semilla de mostaza del Evangelio, que creció, que dio sus frutos y un buen día envejeció llegando al ocaso de su energía vital. El cristianismo es un árbol que, por decirlo así, está en perenne "aurora", es siempre joven. Y esta actualidad, este "aggiornamento", no significa ruptura con la tradición, sino que expresa la continua vitalidad. No significa reducir la fe rebajándola a la moda de los tiempos, al modelo de lo que nos gusta, a aquello que agrada la opinión pública, sino todo lo contrario: precisamente como hicieron los padres conciliares, debemos llevar el "hoy" que vivimos a la medida del acontecimiento cristiano, debemos llevar el "hoy" de nuestro tiempo al "hoy" de Dios.
El Concilio fue un tiempo de gracia en que el Espíritu Santo nos enseñó que la Iglesia, en su camino en la historia, debe siempre hablar al hombre contemporáneo, pero esto sólo puede ocurrir por la fuerza de aquellos que tienen raíces profundas en Dios, se dejan guiar por Él y viven con pureza la propia fe; no viene de quien se adapta al momento que pasa, de quien escoge el camino más cómodo. El Concilio lo tenía bien claro, cuando en la constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium, en el número 49, afirmó que todos en la Iglesia están llamados a la santidad según las palabras del Apóstol Pablo: "Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación" (1Ts 4, 3). La santidad muestra el verdadero rostro de la Iglesia, hace entrar el "hoy" eterno de Dios en el "hoy" de nuestra vida, en el "hoy" del hombre de nuestra época.
Queridos hermanos en el episcopado, la memoria del pasado es preciosa, pero nunca es un fin en sí misma. El Año de la fe que hemos comenzado ayer nos sugiere el modo mejor de recordar y conmemorar el Concilio: concentrarnos en el corazón de su mensaje, que por lo demás no es otro que el mensaje de la fe en Jesucristo, único Salvador del mundo, proclamado al hombre de nuestro tiempo.
También hoy lo importante y esencial es llevar el rayo del amor de Dios al corazón y a la vida de cada hombre y de cada mujer, y conducir a los hombres y mujeres de toda época hacia Dios.
Deseo vivamente que todas las Iglesias particulares encuentren en la celebración de este Año la ocasión para el siempre necesario retorno a la fuente viva del Evangelio, al encuentro transformador con la persona de Jesucristo. Gracias.