ÁNGELUS
Martes 1 de noviembre de 2005 Solemnidad de Todos los Santos

Queridos hermanos y hermanas:

Celebramos hoy la solemnidad de Todos los Santos, que nos hace gustar la alegría de formar parte de la gran familia de los amigos de Dios o, como escribe san Pablo, de "participar en la herencia de los santos en la luz" (Col 1, 12). La liturgia vuelve a proponer la expresión, llena de asombro, del apóstol san Juan: "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!" (1Jn 3, 1). Sí, ser santos significa realizar plenamente lo que ya somos en cuanto elevados, en Cristo Jesús, a la dignidad de hijos adoptivos de Dios (cf. Ef 1, 5; Rm 8, 14-17). Con la encarnación del Hijo, con su muerte y resurrección, Dios quiso reconciliar consigo a la humanidad y hacerle partícipe de su misma vida. Quien cree en Cristo, Hijo de Dios, renace "de lo alto", es regenerado por obra del Espíritu Santo (cf. Jn 3, 1-8). Este misterio se realiza en el sacramento del bautismo, mediante el cual la madre Iglesia da a luz a los "santos".

La vida nueva, recibida en el bautismo, no está sometida a la corrupción y al poder de la muerte. Para quien vive en Cristo, la muerte es el paso de la peregrinación terrena a la patria del cielo, donde el Padre acoge a todos sus hijos, "de toda nación, raza, pueblo y lengua", como leemos hoy en el libro del Apocalipsis (Ap 7, 9). Por eso, es muy significativo y apropiado que, después de la fiesta de Todos los Santos, la liturgia nos haga celebrar mañana la conmemoración de todos los Fieles Difuntos. La "comunión de los santos", que profesamos en el Credo, es una realidad que se construye aquí en la tierra, pero que se manifestará plenamente cuando veamos a Dios "tal cual es" (1Jn 3, 2). Es la realidad de una familia unida por profundos vínculos de solidaridad espiritual, que une a los fieles difuntos a cuantos son peregrinos en el mundo. Un vínculo misterioso pero real, alimentado por la oración y la participación en el sacramento de la Eucaristía. En el Cuerpo místico de Cristo las almas de los fieles se encuentran, superando la barrera de la muerte, oran unas por otras y realizan en la caridad un íntimo intercambio de dones. En esta dimensión de fe se comprende también la práctica de ofrecer por los difuntos oraciones de sufragio, de modo especial el sacrificio eucarístico, memorial de la Pascua de Cristo, que abrió a los creyentes el paso a la vida eterna.

Uniéndome espiritualmente a cuantos van a los cementerios para rezar por sus difuntos, también yo, mañana por la tarde, acudiré a orar a la cripta vaticana, ante las tumbas de los Papas, que forman una corona en torno al sepulcro del apóstol san Pedro, y recordaré de modo especial al amado Juan Pablo II. Queridos amigos, ojalá que la tradicional visita de estos días a las tumbas de nuestros difuntos sea una ocasión para pensar sin temor en el misterio de la muerte y mantener la incesante vigilancia que nos prepara para afrontarlo con serenidad. Que en esto nos ayude la Virgen María, Reina de los santos, a la que ahora nos dirigimos con confianza filial.