ÁNGELUS
Domingo 5 de noviembre de 2006
Queridos hermanos y hermanas:
Durante estos días, que siguen a la conmemoración litúrgica de los Fieles Difuntos, se celebra en muchas parroquias el octavario de los difuntos. Es una ocasión propicia para recordar en la oración a nuestros seres queridos y meditar sobre la realidad de la muerte, que la así llamada "civilización del bienestar" a menudo trata de borrar de la conciencia de la gente, totalmente inmersa en las preocupaciones de la vida diaria. En realidad, el morir forma parte del vivir, y esto no sólo al final, sino, si se considera bien, en cada instante.
Sin embargo, a pesar de todas las distracciones, la pérdida de una persona amada nos hace redescubrir el "problema", haciéndonos sentir la muerte como una presencia radicalmente hostil y contraria a nuestra vocación natural a la vida y a la felicidad.
Jesús revolucionó el sentido de la muerte. Lo hizo con su enseñanza, pero sobre todo afrontando él mismo la muerte. "Al morir, destruyó la muerte", repite la liturgia en el tiempo pascual. "Con el Espíritu que no podía morir -escribe un Padre de la Iglesia-, Cristo mató la muerte que mataba al hombre" (Melitón de Sardes, Sobre la Pascua, 66). De este modo, el Hijo de Dios quiso compartir hasta sus últimas consecuencias nuestra condición humana, para reabrirla a la esperanza. En resumidas cuentas, nació para poder morir y así liberarnos de la esclavitud de la muerte.
Dice la carta a los Hebreos: "Gustó la muerte para bien de todos" (Hb 2, 9). Desde entonces, la muerte ya no es la misma: por decirlo así, ha sido privada de su "veneno". En efecto, el amor de Dios, operante en Jesús, ha dado un sentido nuevo a toda la existencia del hombre, y así ha transformado también el morir. Si en Cristo la vida humana es "paso de este mundo al Padre" (Jn 13, 1), la hora de la muerte es el momento en el que este paso se realiza de modo concreto y definitivo.
Quien se compromete a vivir como él, es liberado del temor de la muerte, que ya no muestra la mueca sarcástica de una enemiga, sino -como escribe san Francisco en el Cántico de las criaturas- el rostro amigo de una "hermana", por la cual se puede incluso bendecir al Señor: "Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana muerte corporal". La fe nos recuerda que no hay que tener miedo a la muerte del cuerpo, porque sea que vivamos, sea que muramos, somos del Señor. Y con san Pablo sabemos que, también liberados del cuerpo, estamos con Cristo, cuyo cuerpo resucitado, que recibimos en la Eucaristía, es nuestra morada eterna e indestructible. La verdadera muerte, a la que hay que temer, es la del alma, que el Apocalipsis llama "muerte segunda" (cf. Ap 20, 14-15; 21, 8). En efecto, quien muere en pecado mortal, sin arrepentimiento, encerrado en el rechazo orgulloso del amor de Dios, se excluye a sí mismo del reino de la vida.
Por intercesión de María santísima y de san José, imploremos del Señor la gracia de prepararnos serenamente a salir de este mundo, cuando él quiera llamarnos, con la esperanza de poder habitar eternamente con él, en compañía de los santos y de nuestros seres queridos difuntos.