AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 8 de abril de 2009
El Triduo pascual
Queridos hermanos y hermanas:
La Semana santa, que para nosotros los cristianos es la semana más importante del año, nos brinda la oportunidad de sumergirnos en los acontecimientos centrales de la Redención, de revivir el Misterio pascual, el gran Misterio de la fe. Desde mañana por la tarde, con la misa in Coena Domini, los solemnes ritos litúrgicos nos ayudarán a meditar de modo más vivo la pasión, la muerte y la resurrección del Señor en los días del santo Triduo pascual, fulcro de todo el año litúrgico. Que la gracia divina abra nuestro corazón para que comprendamos el don inestimable que es la salvación que nos ha obtenido el sacrificio de Cristo.
Este don inmenso lo encontramos admirablemente narrado en un célebre himno contenido en la carta a los Filipenses (cf. Flp 2, 6-11), que en Cuaresma hemos meditado muchas veces. El Apóstol recorre, de un modo tan esencial como eficaz, todo el misterio de la historia de la salvación aludiendo a la soberbia de Adán que, aunque no era Dios, quería ser como Dios. Y a esta soberbia del primer hombre, que todos sentimos un poco en nuestro ser, contrapone la humildad del verdadero Hijo de Dios que, al hacerse hombre, no dudó en tomar sobre sí todas las debilidades del ser humano, excepto el pecado, y llegó hasta la profundidad de la muerte. A este abajamiento hasta lo más profundo de la pasión y de la muerte sigue su exaltación, la verdadera gloria, la gloria del amor que llegó hasta el extremo. Por eso es justo –como dice san Pablo– que "al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra y en el abismo, y toda lengua proclame: ¡Jesucristo es Señor!" (Flp 2, 10-11).
Con estas palabras san Pablo hace referencia a una profecía de Isaías donde Dios dice: Yo soy el Señor, que toda rodilla se doble ante mí en los cielos y en la tierra (cf. Is 45, 23). Esto –dice san Pablo– vale para Jesucristo. Él, en su humildad, en la verdadera grandeza de su amor, es realmente el Señor del mundo y ante él toda rodilla se dobla realmente.
¡Qué maravilloso y, a la vez, sorprendente es este misterio! Nunca podremos meditar suficientemente esta realidad. Jesús, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios como propiedad exclusiva; no quiso utilizar su naturaleza divina, su dignidad gloriosa y su poder, como instrumento de triunfo y signo de distancia con respecto a nosotros. Al contrario, "se despojó de su rango", asumiendo la miserable y débil condición humana. A este respecto, san Pablo usa un verbo griego muy rico de significado para indicar la kénosis, el abajamiento de Jesús. La forma (morphé) divina se ocultó en Cristo bajo la forma humana, es decir, bajo nuestra realidad marcada por el sufrimiento, por la pobreza, por nuestros límites humanos y por la muerte. Este compartir radical y verdaderamente nuestra naturaleza, en todo menos en el pecado, lo condujo hasta la frontera que es el signo de nuestra finitud, la muerte.
Pero todo esto no fue fruto de un mecanismo oscuro o de una fatalidad ciega: fue, más bien, una libre elección suya, por generosa adhesión al plan de salvación del Padre. Y la muerte a la que se encaminó –añade san Pablo– fue la muerte de cruz, la más humillante y degradante que se podía imaginar. Todo esto el Señor del universo lo hizo por amor a nosotros: por amor quiso "despojarse de su rango" y hacerse hermano nuestro; por amor compartió nuestra condición, la de todo hombre y toda mujer. A este propósito, un gran testigo de la tradición oriental, Teodoreto de Ciro, escribe: "Siendo Dios y Dios por naturaleza, siendo igual a Dios, no consideró esto algo grande, como hacen aquellos que han recibido algún honor por encima de sus méritos, sino que, ocultando sus méritos, eligió la humildad más profunda y tomó la forma de un ser humano" (Comentario a la carta a los Filipenses 2, 6-7).
El Triduo pascual, que –como decía– comenzará mañana con los sugestivos ritos vespertinos del Jueves santo tiene como preludio la solemne Misa Crismal, que por la mañana celebra el obispo con su presbiterio y en el curso de la cual todos renuevan juntos las promesas sacerdotales pronunciadas el día de la ordenación. Es un gesto de gran valor, una ocasión muy propicia en la que los sacerdotes reafirman su fidelidad a Cristo, que los ha elegido como ministros suyos. Este encuentro sacerdotal asume además un significado particular, porque es casi una preparación para el Año sacerdotal, que he convocado con ocasión del 150° aniversario de la muerte del santo cura de Ars y que comenzará el próximo 19 de junio. También en la Misa Crismal se bendecirán el óleo de los enfermos y el de los catecúmenos, y se consagrará el Crisma. Con estos ritos se significa simbólicamente la plenitud del sacerdocio de Cristo y la comunión eclesial que debe animar al pueblo cristiano, reunido para el sacrificio eucarístico y vivificado en la unidad por el don del Espíritu Santo.
En la misa de la tarde, llamada in Coena Domini, la Iglesia conmemora la institución de la Eucaristía, el sacerdocio ministerial y el mandamiento nuevo de la caridad, que Jesús dejó a sus discípulos. San Pablo ofrece uno de los testimonios más antiguos de lo que sucedió en el Cenáculo la víspera de la pasión del Señor. "El Señor Jesús –escribe san Pablo al inicio de los años 50, basándose en un texto que recibió del entorno del Señor mismo– en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: "Este es mi cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en memoria mía". Asimismo, después de cenar, tomó el cáliz diciendo: "Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en memoria mía"" (1Co 11, 23-25).
Estas palabras, llenas de misterio, manifiestan con claridad la voluntad de Cristo: bajo las especies del pan y del vino él se hace presente con su cuerpo entregado y con su sangre derramada. Es el sacrificio de la alianza nueva y definitiva, ofrecida a todos, sin distinción de raza y de cultura. Y Jesús constituye ministros de este rito sacramental, que entrega a la Iglesia como prueba suprema de su amor, a sus discípulos y a cuantos proseguirán su ministerio a lo largo de los siglos. Por tanto, el Jueves santo constituye una renovada invitación a dar gracias a Dios por el don supremo de la Eucaristía, que hay que acoger con devoción y adorar con fe viva. Por eso, la Iglesia anima, después de la celebración de la santa Misa, a velar en presencia del santísimo Sacramento, recordando la hora triste que Jesús pasó en soledad y oración en Getsemaní antes de ser arrestado y luego condenado a muerte.
Así llegamos al Viernes santo, día de la pasión y la crucifixión del Señor. Cada año, situándonos en silencio ante Jesús colgado del madero de la cruz, constatamos cuán llenas de amor están las palabras pronunciadas por él la víspera, en la última Cena: "Esta es mi sangre de la alianza, que se derrama por muchos" (cf. Mc 14, 24). Jesús quiso ofrecer su vida en sacrificio para el perdón de los pecados de la humanidad. Lo mismo que sucede ante la Eucaristía, sucede ante la pasión y muerte de Jesús en la cruz: el misterio se hace insondable para la razón. Estamos ante algo que humanamente podría parecer absurdo: un Dios que no sólo se hace hombre, con todas las necesidades del hombre; que no sólo sufre para salvar al hombre cargando sobre sí toda la tragedia de la humanidad, sino que además muere por el hombre.
La muerte de Cristo recuerda el cúmulo de dolor y de males que pesa sobre la humanidad de todos los tiempos: el peso aplastante de nuestro morir, el odio y la violencia que aún hoy ensangrientan la tierra. La pasión del Señor continúa en el sufrimiento de los hombres. Como escribe con razón Blaise Pascal, "Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo; no hay que dormir en este tiempo" (Pensamientos, 553). El Viernes santo es un día lleno de tristeza, pero al mismo tiempo es un día propicio para renovar nuestra fe, para reafirmar nuestra esperanza y la valentía de llevar cada uno nuestra cruz con humildad, confianza y abandono en Dios, seguros de su apoyo y de su victoria. La liturgia de este día canta: "O Crux, ave, spes unica", "¡Salve, oh cruz, esperanza única!".
Esta esperanza se alimenta en el gran silencio del Sábado santo, en espera de la resurrección de Jesús. En este día las iglesias están desnudas y no se celebran ritos litúrgicos particulares. La Iglesia vela en oración como María y junto con María, compartiendo sus mismos sentimientos de dolor y confianza en Dios. Justamente se recomienda conservar durante todo el día un clima de oración, favoreciendo la meditación y la reconciliación; se anima a los fieles a acercarse al sacramento de la Penitencia, para poder participar, realmente renovados, en las fiestas pascuales.
El recogimiento y el silencio del Sábado santo nos llevarán en la noche a la solemne Vigilia pascual, "madre de todas las vigilias", cuando prorrumpirá en todas las iglesias y comunidades el canto de alegría por la resurrección de Cristo. Una vez más, se proclamará la victoria de la luz sobre las tinieblas, de la vida sobre la muerte, y la Iglesia se llenará de júbilo en el encuentro con su Señor. Así entraremos en el clima de la Pascua de Resurrección.
Queridos hermanos y hermanas, dispongámonos a vivir intensamente el Triduo santo, para participar cada vez más profundamente en el misterio de Cristo. En este itinerario nos acompaña la Virgen santísima, que siguió en silencio a su Hijo Jesús hasta el Calvario, participando con gran pena en su sacrificio, cooperando así al misterio de la redención y convirtiéndose en Madre de todos los creyentes (cf Jn 19, 25-27). Juntamente con ella entraremos en el Cenáculo, permaneceremos al pie de la cruz, velaremos idealmente junto a Cristo muerto aguardando con esperanza el alba del día radiante de la resurrección. En esta perspectiva, os expreso desde ahora a todos mis mejores deseos de una feliz y santa Pascua, junto con vuestras familias, parroquias y comunidades.