HOMILÍA DEL PAPA
BENEDICTO XVI
DURANTE LA CELEBRACIÓN DE LA PALABRA
EN LA BASÍLICA DE SAN PABLO EXTRAMUROS
25 de abril de 2005
Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas en el Señor:
Doy gracias a Dios que, al inicio de mi ministerio de Sucesor de Pedro, me concede venir a orar ante el sepulcro del apóstol san Pablo. Era para mí una peregrinación muy deseada; un gesto de fe, que realizo en nombre mío, pero también en nombre de la amada diócesis de Roma, de la que el Señor me ha constituido Obispo y Pastor, y de la Iglesia universal confiada a mi solicitud pastoral. Una peregrinación, por decirlo así, a las raíces de la misión, de la misión que Cristo resucitado encomendó a san Pedro, a los Apóstoles y, de modo singular, también a san Pablo, impulsándolo a anunciar el Evangelio a los gentiles, hasta llegar a esta ciudad, donde, después de haber predicado durante mucho tiempo el reino de Dios (cf. Hch 28, 31), con su sangre dio el supremo testimonio de su Señor, que lo había "conquistado" (cf. Flp 3, 12) y enviado.
Antes de que la Providencia lo condujera a Roma, el Apóstol escribió a los cristianos de esta ciudad, capital del Imperio, su carta más importante desde el punto de vista doctrinal. Se acaba de proclamar su parte inicial, un denso preámbulo, en el que el Apóstol saluda a la comunidad de Roma presentándose como "siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación" (Rm 1, 1). Más adelante añade: "Por quien [Cristo] recibimos la gracia del apostolado, para predicar la obediencia de la fe (...) entre todos los gentiles" (Rm 1, 5).
Queridos amigos, como Sucesor de Pedro, estoy aquí para reavivar en la fe esta "gracia del apostolado", porque Dios, según otra expresión del Apóstol de los gentiles, me ha confiado la "solicitud por todas las Iglesias" (2Co 11, 28). Ante nuestros ojos tenemos el ejemplo de mi amado y venerado predecesor Juan Pablo II, un Papa misionero, cuya actividad tan intensa, testimoniada por más de cien viajes apostólicos fuera de los confines de Italia, es realmente inimitable. ¿Qué lo impulsaba a semejante dinamismo, sino el mismo amor a Cristo que transformó la existencia de san Pablo? (cf. 2Co 5, 14). Que el Señor alimente también en mí un amor semejante, para que no descanse ante la urgencia del anuncio evangélico en el mundo de hoy. La Iglesia, por su misma naturaleza, es misionera; su tarea principal es la evangelización. El concilio ecuménico Vaticano II dedicó a la actividad misionera el decreto denominado precisamente Ad gentes, que recuerda cómo "los Apóstoles (...), siguiendo las huellas de Cristo, "predicaron la palabra de la verdad y engendraron las Iglesias" (san Agustín, Enarr. in Ps. 44, 23: PL 36, 508)", y que "es deber de sus sucesores perpetuar esta obra para que "la palabra de Dios se difunda y glorifique" (2Ts 3, 1), y se anuncie e instaure el reino de Dios en toda la tierra" (n. 1).
Al inicio del tercer milenio, la Iglesia siente con renovada intensidad que el mandato misionero de Cristo es más actual que nunca. El gran jubileo del año 2000 la ha llevado a "recomenzar desde Cristo", contemplado en la oración, para que la luz de su verdad se irradie a todos los hombres, ante todo con el testimonio de la santidad. Me complace recordar aquí el lema que san Benito escribió en su Regla, exhortando a sus monjes a "no anteponer nada al amor a Cristo" (cap. 4). En efecto, la vocación en el camino de Damasco llevó a san Pablo precisamente a esto: a hacer de Cristo el centro de su vida, dejándolo todo por la sublimidad del conocimiento de él y de su misterio de amor, y esforzándose después por anunciarlo a todos, especialmente a los paganos, "para gloria de su nombre" (Rm 1, 5). La pasión por Cristo lo llevó a predicar el Evangelio no sólo con la palabra, sino también con su vida misma, conformada cada vez más a su Señor. Al final, san Pablo anunció a Cristo con el martirio, y su sangre, juntamente con la de san Pedro y la de muchos otros testigos del Evangelio, regó esta tierra y fecundó la Iglesia de Roma, que preside la comunión universal de la caridad (cf. san Ignacio de Antioquía, Ad Rom., Inscr.: Funk, I, 252).
Como todos sabemos, el siglo XX fue un tiempo de martirio. Muy bien lo puso de relieve el Papa Juan Pablo II, que pidió a la Iglesia "actualizar el Martirologio" y canonizó y beatificó a numerosos mártires de la historia reciente. Por tanto, si la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos, al inicio del tercer milenio se puede esperar un renovado florecimiento de la Iglesia, especialmente donde ha sufrido más a causa de la fe y del testimonio del Evangelio.
Encomendemos este deseo a la intercesión de san Pablo. Que él obtenga a la Iglesia de Roma, en particular a su Obispo, y a todo el pueblo de Dios, la alegría de anunciar y testimoniar a todos la buena nueva de Cristo Salvador.
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Antes del canto del padrenuestro, el Papa hizo la siguiente introducción:
Hermanos y hermanas: "El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; mas el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inenarrables, y el que escudriña los corazones conoce cuál es el deseo del Espíritu, porque intercede por los santos según Dios" (Rm 8, 26-27). Y nosotros, guiados por el Espíritu de Jesús e iluminados por la sabiduría del Evangelio, nos atrevemos a decir.