HOMILÍA
Dulce Nombre de María, Sábado 12 de septiembre de 2009
Queridos hermanos y hermanas:
Saludamos con afecto y nos unimos cordialmente a la alegría de estos cinco hermanos nuestros presbíteros a quienes el Señor ha llamado a ser sucesores de los Apóstoles: monseñor Gabriele Giordano Caccia, monseñor Franco Coppola, monseñor Pietro Parolin, monseñor Raffaello Martinelli y monseñor Giorgio Corbellini. Doy las gracias a cada uno de ellos por el servicio fiel que han prestado a la Iglesia trabajando en la Secretaría de Estado, en la Congregación para la doctrina de la fe o en la Gobernación del Estado de la Ciudad del Vaticano, y estoy seguro de que, con el mismo amor a Cristo y con el mismo celo por las almas, desempeñarán en los nuevos campos de acción pastoral el ministerio que hoy se les confía con la ordenación episcopal. Según la Tradición apostólica, este sacramento se confiere mediante la imposición de manos y la oración. La imposición de manos se realiza en silencio. La palabra humana enmudece. El alma se abre en silencio a Dios, cuya mano se alarga hacia el hombre, lo toma para sí y, a la vez, lo cubre para protegerlo, a fin de que, a continuación, sea totalmente propiedad de Dios, le pertenezca del todo e introduzca a los hombres en las manos de Dios.
Pero, como segundo elemento fundamental del acto de consagración, sigue después la oración. La ordenación episcopal es un acontecimiento de oración. Ningún hombre puede hacer a otro sacerdote u obispo. Es el Señor mismo quien, a través de la palabra de la oración y del gesto de la imposición de manos, asume a ese hombre totalmente a su servicio, lo atrae a su propio sacerdocio. Él mismo consagra a los elegidos. Él mismo, el único Sumo Sacerdote, que ofreció el único sacrificio por todos nosotros, le concede la participación en su sacerdocio, para que su Palabra y su obra estén presentes en todos los tiempos.
Por esta conexión entre la oración y la actuación de Cristo sobre el hombre, la Iglesia en su liturgia ha desarrollado un signo elocuente. Durante la oración de ordenación se abre sobre el candidato el Evangeliario, el libro de la Palabra de Dios. El Evangelio debe penetrar en él; la Palabra viva de Dios debe, por así decirlo, invadirlo. El Evangelio, en el fondo, no es sólo palabra; Cristo mismo es el Evangelio. Con la Palabra, la vida misma de Cristo debe invadir a aquel hombre, de manera que se convierta totalmente en una sola cosa con él, que Cristo viva en él y dé a su vida forma y contenido. De esta manera debe realizarse en él lo que en las lecturas de la liturgia de hoy se presenta como la esencia del ministerio sacerdotal de Cristo. El consagrado debe ser colmado del Espíritu de Dios y vivir a partir de él. Debe llevar a los pobres el alegre anuncio, la verdadera libertad y la esperanza que permite vivir al hombre y lo sana. Debe establecer el sacerdocio de Cristo en medio de los hombres, el sacerdocio según el modo de Melquisedec, esto es, el reino de la justicia y de la paz. Como los setenta y dos discípulos enviados por el Señor, debe llevar sanación, ayudar a curar la herida interior del hombre, su lejanía de Dios. El bien primero y esencial del que tiene necesidad el hombre es la cercanía de Dios mismo. El reino de Dios, del que se habla en el pasaje evangélico de hoy, no es algo "junto" a Dios, alguna condición del mundo: es sencillamente la presencia de Dios mismo, que es la fuerza verdaderamente sanadora.
Jesús sintetizó todos estos múltiples aspectos de su sacerdocio en la única frase: "El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10, 45). Servir y en ello donarse uno mismo; ser no para uno mismo, sino para los demás, de parte de Dios y con vista a Dios: este es el núcleo más profundo de la misión de Jesucristo y, a la vez, la verdadera esencia de su sacerdocio. Así, él hizo del término "siervo" su más elevado título de honor. Con ello llevó a cabo un vuelco de los valores; nos donó una nueva imagen de Dios y del hombre. Jesús no viene como uno de los señores de este mundo, sino que él, que es el verdadero Señor, viene como siervo. Su sacerdocio no es dominio, sino servicio: este es el nuevo sacerdocio de Jesucristo al modo de Melquisedec.
San Pablo formuló la esencia del ministerio apostólico y sacerdotal de forma muy clara. Ante los conflictos que existían en la Iglesia de Corinto entre corrientes distintas que se referían a apóstoles diversos, pregunta: ¿Pero qué es un apóstol? ¿Qué es Apolo? ¿Qué es Pablo? Son siervos; cada uno según lo que el Señor le dio (cf. 1Co 3, 5). "Es preciso que los hombres vean en nosotros a siervos de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Por lo demás, lo que en fin de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles" (1Co 4, 1-2). En Jerusalén, en la última semana de su vida, Jesús mismo habló en dos parábolas de los siervos a quienes el Señor encomienda sus bienes en el tiempo del mundo, y subrayó tres características del modo en que se debe servir, en las que se concreta también la imagen del ministerio sacerdotal. Demos ahora una breve mirada sobre estas características para contemplar, con los ojos de Jesús mismo, la tarea que vosotros, queridos amigos, estáis llamados a asumir en esta hora.
La primera característica que el Señor pide al siervo es la fidelidad. Le ha sido confiado un gran bien, que no le pertenece. La Iglesia no es la Iglesia nuestra, sino su Iglesia, la Iglesia de Dios. El siervo debe dar cuentas sobre la gestión del bien que se le ha encomendado. No atamos a los hombres a nosotros; no buscamos poder, prestigio, estima para nosotros mismos. Conducimos a los hombres hacia Jesucristo y así hacia el Dios vivo. Con ello los introducimos en la verdad y en la libertad, que deriva de la verdad. La fidelidad es altruismo, y precisamente así es liberadora para el ministro mismo y para cuantos le son confiados. Sabemos cómo las cosas en la sociedad civil, y no raramente también en la Iglesia, sufren por el hecho de que muchos de aquellos a quienes les ha sido conferida una responsabilidad trabajan para sí mismos y no para la comunidad, por el bien común. El Señor traza con pocas líneas una imagen del siervo malvado que se pone a comer y beber con borrachos y a golpear a los criados traicionando así la esencia de su encargo. En griego la palabra que indica "fidelidad" coincide con la que indica "fe". La fidelidad del siervo de Jesucristo consiste precisamente también en el hecho de que no busca adecuar la fe a las modas del tiempo. Sólo Cristo tiene palabras de vida eterna, y debemos llevar estas palabras a la gente. Son el bien más precioso que se nos ha confiado. Esta fidelidad no tiene nada de estéril ni de estático; es creativa. El dueño reprocha al siervo que había escondido bajo tierra el bien que se le había entregado, para evitar todo riesgo. Con esta aparente fidelidad, el siervo en realidad dejó de lado el bien del dueño para poderse dedicar exclusivamente a sus propios asuntos. Fidelidad no es temor, sino que está inspirada por el amor y por su dinamismo. El dueño alaba al siervo que ha hecho fructificar sus bienes. La fe requiere que sea transmitida: no se nos ha entregado sólo para nosotros mismos, para la salvación personal de nuestra alma, sino para los demás, para este mundo y para nuestro tiempo. Debemos situarla en este mundo, para que en él se transforme en una fuerza viva; para que aumente en él la presencia de Dios.
La segunda característica que Jesús pide al siervo es la prudencia. Aquí es necesario eliminar inmediatamente un malentendido. La prudencia es algo distinto de la astucia. Prudencia, según la tradición filosófica griega, es la primera de las virtudes cardinales; indica el primado de la verdad, que mediante la "prudencia" se convierte en criterio de nuestra actuación. La prudencia exige la razón humilde, disciplinada y vigilante, que no se deja ofuscar por prejuicios; no juzga según deseos y pasiones, sino que busca la verdad, también la verdad incómoda. Prudencia significa ponerse en busca de la verdad y actuar conforme a ella. El siervo prudente es ante todo un hombre de verdad y un hombre de la razón sincera. Dios, a través de Jesucristo, nos ha abierto de par en par la ventana de la verdad que, ante nuestras solas fuerzas, se queda con frecuencia estrecha y sólo en parte transparente. Él nos muestra en la Sagrada Escritura y en la fe de la Iglesia la verdad esencial del hombre, que imprime la dirección justa a nuestra actuación. Así, la primera virtud cardinal del sacerdote ministro de Jesucristo consiste en dejarse plasmar por la verdad que Cristo nos muestra. De esta manera nos transformamos en hombres verdaderamente razonables, que juzgan según el conjunto y no a partir de detalles casuales. No nos dejamos guiar por la pequeña ventana de nuestra astucia personal, sino que, desde la gran ventana que Cristo nos ha abierto sobre toda la verdad, contemplamos el mundo y a los hombres y reconocemos así qué es lo que cuenta verdaderamente en la vida.
La tercera característica de la que Jesús habla en las parábolas del siervo es la bondad: "Siervo bueno y fiel... entra en el gozo de tu señor" (Mt 25, 21.23). Se nos puede aclarar lo que se entiende con la característica de la "bondad" si pensamos en el encuentro de Jesús con el joven rico. Este hombre se dirigió a Jesús llamándolo "Maestro bueno" y recibió la sorprendente respuesta: "¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios" (Mc 10, 17 s). Bueno, en sentido pleno, es sólo Dios. Él es el Bien, el Bueno por excelencia, la Bondad en persona. Por lo tanto, en una criatura –en el hombre– el ser bueno se basa necesariamente en una profunda orientación interior hacia Dios. La bondad crece uniéndose interiormente al Dios vivo. La bondad presupone sobre todo una viva comunión con Dios, el Bueno, una creciente unión interior con él. En efecto: ¿de quién más se podría aprender la bondad sino de Aquel que nos ha amado hasta el final, hasta el extremo? (cf. Jn 13, 1). Nos convertimos en siervos buenos mediante nuestra relación viva con Jesucristo. Sólo si nuestra vida se desarrolla en el diálogo con él; sólo si su ser, sus características, penetran en nosotros y nos plasman, podemos transformarnos en siervos verdaderamente buenos.
En el calendario de la Iglesia se recuerda hoy el Nombre de María. En ella, que estaba y está totalmente unida al Hijo, a Cristo, los hombres han encontrado en las tinieblas y en los sufrimientos de este mundo el rostro de la Madre, que nos da valentía para seguir adelante. En la tradición occidental el nombre "María" se ha traducido como "Estrella del Mar". Así se expresa precisamente esta experiencia: ¡cuántas veces la historia en la que vivimos aparece como un mar oscuro que azota amenazadoramente con sus olas la barca de nuestra vida! A veces la noche parece impenetrable. Con frecuencia puede crearse la impresión de que sólo el mal tiene poder y Dios está infinitamente lejos. A menudo entrevemos sólo de lejos la gran Luz, Jesucristo, que ha vencido la muerte y el mal. Pero entonces contemplamos muy próxima la luz que se encendió cuando María dijo: "He aquí la sierva del Señor". Vemos la clara luz de la bondad que emana de ella. En la bondad con la que ella acogió y siempre sale de nuevo al encuentro de las grandes y pequeñas aspiraciones de muchos hombres, reconocemos de manera muy humana la bondad de Dios mismo. Con su bondad trae siempre de nuevo a Jesucristo, y así la gran Luz de Dios, al mundo. Él nos dio a su Madre como Madre nuestra, para que aprendamos de ella a pronunciar el "sí" que nos hace ser buenos.
Queridos amigos, en esta hora rogamos por vosotros a la Madre del Señor, a fin de que os conduzca siempre hacia su Hijo, fuente de toda bondad. Y oramos para que os convirtáis en siervos fieles, prudentes y buenos, y así podáis oír un día del Señor de la historia las palabras: Siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu señor. Amén.