San Josemaría

26.VI.18

«Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8, 14). Estas palabras de san Pablo expresan la altísima vocación a la que estamos llamados: ser hijos de Dios. En efecto, si –como relata el libro del Génesis– en el origen, el hombre recibió la vida por el soplo de Dios (cfr. Gn 2, 4), Jesucristo nos ha enviado de Dios Padre el Espíritu Santo, que nos lleva a una existencia nueva, en la que podemos reconocer el rostro del Padre y exclamar: «¡Abbá, Padre!» (cfr. Rm 8, 15).

¡Cuántas veces meditó san Josemaría sobre estas palabras que nos propone la Misa de hoy! Un día de 1931, sintió que el Espíritu Santo las había puesto en su corazón y que brotaban de sus labios mientras estaba en un tranvía de Madrid. Él mismo recuerda que, durante un largo tiempo, estuvo repitiendo por las calles «¡Abbá, Padre!». El Paráclito grabó en su alma una nueva y más profunda certeza de saberse hijo de Dios y comprendió el sentido de la filiación divina como fundamento de la vida espiritual. Se abría ante su mirada un panorama entusiasmante. ¡Somos hijos de Dios en Cristo!; partícipes de la filiación eterna del Unigénito de Dios Padre.

Hoy podemos preguntarnos si, como nos sugiere san Pablo, la conciencia de ser hijos de Dios informa, empapa, todas las dimensiones de nuestra vida. Considerar frecuentemente, con fe, nuestra filiación divina, nos ayudará a recorrer con esperanza, día a día, a pesar de nuestra debilidad, el camino hacia la identificación con Cristo, hacia la santidad, como nos dice san Josemaría: «Comprende Jesús nuestra debilidad y nos atrae hacia sí, como a través de un plano inclinado, deseando que sepamos insistir en el esfuerzo de subir un poco, día a día» (Es Cristo que pasa, 75).

¿Sentimos la libertad y confianza que nos ofrece nuestro ser hijas e hijos de Dios? Pues no hemos recibido «un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor» (Rm 8, 15): el temor al fracaso, que a veces congela los esfuerzos para emprender nuevas iniciativas de servicio a los demás; el temor a perder las falsas seguridades que dan la comodidad y el egoísmo; el temor, en definitiva, a adentrarnos en ese mar maravilloso de la vida de oración que promete, junto con muchas alegrías, una existencia de entrega, en la que no faltarán «los padecimientos del tiempo presente» que, sin embargo, «no son comparables con la gloria futura» (Rm 8, 18).

El Señor nos dice como a Pedro: «Guía mar adentro» (Lc 5, 4). Que es como si nos dijera: confía en tu verdad más íntima, el ser hijo de Dios, y no tengas miedo de caminar por el mundo que, a veces, se presenta como un mar revuelto. En efecto, puede ser que las cosas no marchen como idealmente habíamos previsto, que en el trabajo nos encontremos con el revés en un proyecto, que alguna persona querida dé la espalda a Dios, que se presenten, en fin, sucesos inesperados o adversos… Y se pueden insinuar en nuestra mente las respuestas de Pedro: «Hemos estado bregando durante toda la noche y no hemos pescado nada» (Lc 5, 5), «apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Lc 5, 8). En esos momentos, cuánto ayuda hacer un buen rato de oración, y oír como dirigido realmente también a nosotros a Jesús que nos dice «¡No temas!» (Lc 5, 10).

El papa Francisco nos dice a cada uno: «La santidad, en el fondo, es el fruto del Espíritu Santo en tu vida (cfr. Ga 5, 22-23). Cuando sientas la tentación de enredarte en tu debilidad, levanta los ojos al Crucificado y dile: "Señor, yo soy un pobrecillo, pero tú puedes realizar el milagro de hacerme un poco mejor"» (Ex. Ap. Gaudete et exsultate, 15).

El Espíritu Santo nos enseña a vivir como hijos de Dios, y nos impulsa a que ayudemos a descubrir esta verdad a las personas que encontramos en el camino de nuestra vida. Todos escuchamos, con los Apóstoles, la voz imperiosa y estimulante de Jesús: «echad la red para la pesca» (Lc 5, 4). Una pesca, a la que a todos los cristianos estamos llamados: ayudar a muchas personas a secundar la acción del Espíritu Santo que, en Cristo, les lleve a Dios Padre. Y esto en la vida ordinaria: en la familia, en el trabajo, en las relaciones de amistad y de vecindad… Por ejemplo, cuando los padres y madres toman en sus brazos a un hijo pequeño que se ha caído y se ha hecho daño, y lo rodean con su cariño, le están transmitiendo el amor de Dios Padre, «del cual –como escribe san Pablo– toma nombre toda paternidad en los cielos y en la tierra» (Ef 3, 15). En esos y en otros muchos momentos, los padres son instrumento de los cuidados de nuestro Padre Dios.

También entre amigos se puede realizar esa maravilla: por ejemplo, cuando se escucha con atención, con verdadero interés y afecto, a alguien en dificultad, y se le apoya con oración y, si es el caso, con un oportuno consejo, entonces se está ayudando a recordar que no está solo, que tiene un Padre en el Cielo y hermanos en la tierra.

Para concluir, podemos hacer propia la petición de la oración que rezaremos después de la Comunión: «Los sacramentos que hemos recibido en la fiesta de san Josemaría, fortalezcan en nosotros el espíritu de hijos adoptivos para que, fielmente unidos a tu voluntad, recorramos con alegría el camino de la santidad». En este camino, encontraremos siempre a nuestra Madre, Santa María, que nos acompaña.