Homilía
Jueves Santo, 14.IV.22)

«Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo». En estos días del Triduo Pascual vamos a rememorar ese «amor extremo» de Jesús. Un amor que no es abstracto, sino concreto, manifestado constantemente durante su existencia terrena.

¿Cómo demuestra Jesús ese amor sin límites? En primer lugar, san Juan señala que echó agua en una jofaina y se puso a lavar los pies a sus discípulos. Jesús realiza un trabajo propio de esclavos. Ya lo había dicho él mismo anteriormente: «El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido sino a servir» (Mt 20, 28). Cuando los apóstoles discutían sobre quién sería el mayor, Jesús dijo que «quien entre vosotros quiera ser el primero, que sea vuestro esclavo» (Mt 20, 27). Con este gesto de lavar los pies, el Señor se hace servidor de todos. «Mientras los grandes de la Tierra construyen "tronos" para el poder propio –dice el Papa Francisco–, Dios elige un trono incómodo, la cruz, de donde reinar dando la vida». El servicio no es algo humillante, sino que es lo más elevado que podemos hacer, pues encarna el estilo de vida de Cristo.

Pero el amor de Jesús no se quedó solamente en este gesto. En la segunda lectura, hemos escuchado el relato de la última cena de la mano de san Pablo. «En la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía"» (1Co 11, 24). Jesús se ha quedado con nosotros para siempre. San Josemaría usaba la imagen de las fotografías entre enamorados como símbolo que recuerda a la otra persona cuando la vida las ha separado. Pero lo que Jesucristo nos ha dejado no es una simple imagen o un recuerdo: «se queda él mismo. Irá al Padre, pero permanecerá con los hombres» (Es Cristo que pasa, 83).

Jesús conoce nuestras debilidades; al hacerse hombre, ha querido experimentar los límites de la naturaleza humana, a excepción del pecado. Sabe que atravesamos dificultades y sufrimientos. Por eso, su amor extremo le llevó a darse a sí mismo como alimento, que nos fortalece. Cada vez que le recibimos nos unimos a él, nos transformamos en quien es amor vivo. «Cuando nos alimentamos con fe de su Cuerpo y de su Sangre, su amor pasa a nosotros y nos capacita para dar (…) la vida por nuestros hermanos y no vivir para nosotros mismos» (Benedicto XVI, Ángelus, 18.III.07).

En la primera lectura, hemos recordado la institución de la cena pascual, memoria de la liberación de la esclavitud en Egipto. Se trata de una imagen profética de la Pascua de Cristo, que libera al mundo del pecado. La Pasión es el culmen del amor extremo de Jesús por los hombres: «Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Un padre, cuando ve a su hijo sufrir, sufre con él, y hace todo lo que está en su mano para aliviar ese dolor. Y Dios, al vernos esclavos del pecado, no dudó en mandar a su único Hijo para darnos una liberación más profunda que la que vivió el pueblo de Israel: la libertad de los hijos de Dios. Ya no estamos a merced del maligno. Jesús, con su Pasión, ha derrotado al príncipe de este mundo. Y ahora también nosotros podemos repetir con san Pablo: «Todo lo puedo en aquel que me conforta» (Flp 4, 13).

Jesús nos ama hasta el extremo. Sin límites, pero de modo concreto. Nos lava los pies en cada confesión, purificándonos de nuestros pecados. Se nos ofrece como alimento en la Eucaristía, para que encontremos fuerzas en la lucha diaria para vivir como hijos de Dios. Hoy podemos pedirle a nuestra Madre Santa María que sepamos acoger sin límites ese amor extremo de su Hijo.