Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este segundo domingo de Adviento, la liturgia nos pone en la escuela de Juan el Bautista, que predicaba «un bautismo de conversión para perdón de los pecados» (Lc 3, 3). Y quizá nosotros nos preguntamos: «¿Por qué nos deberíamos convertir? La conversión concierne a quien de ateo se vuelve creyente, de pecador se hace justo, pero nosotros no tenemos necesidad, ¡ya somos cristianos! Entonces estamos bien». Pensando así, no nos damos cuenta de que es precisamente de esta presunción que debemos convertirnos –que somos cristianos, todos buenos, que estamos bien–: de la suposición de que, en general, va bien así y no necesitamos ningún tipo de conversión. Pero preguntémonos: ¿es realmente cierto que en diversas situaciones y circunstancias de la vida tenemos en nosotros los mismos sentimientos de Jesús? ¿Es verdad que sentimos como Él lo hace? Por ejemplo, cuando sufrimos algún mal o alguna afrenta, ¿logramos reaccionar sin animosidad y perdonar de corazón a los que piden disculpas? ¡Qué difícil es perdonar! ¡Cómo es difícil! «Me las pagarás»: esta frase viene de dentro. Cuando estamos llamados a compartir alegrías y tristezas, ¿lloramos sinceramente con los que lloran y nos regocijamos con quienes se alegran? Cuando expresamos nuestra fe, ¿lo hacemos con valentía y sencillez, sin avergonzarnos del Evangelio? Y así podemos hacernos muchas preguntas. No estamos bien, siempre tenemos que convertirnos, tener los sentimientos que Jesús tenía.
La voz del Bautista grita también hoy en los desiertos de la humanidad, que son –¿cuáles son los desiertos de hoy?– las mentes cerradas y los corazones duros, y nos hace preguntarnos si en realidad estamos en el buen camino, viviendo una vida según el Evangelio. Hoy, como entonces, nos advierte con las palabras del profeta Isaías: «Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos» (Lc 3, 4). Es una apremiante invitación a abrir el corazón y acoger la salvación que Dios nos ofrece incesantemente, casi con terquedad, porque nos quiere a todos libres de la esclavitud del pecado. Pero el texto del profeta expande esa voz, preanunciando que «toda carne verá la salvación de Dios» (Lc 3, 6). Y la salvación se ofrece a todo hombre, todo pueblo, sin excepción, a cada uno de nosotros. Ninguno de nosotros puede decir: «Yo soy santo, yo soy perfecto, yo ya estoy salvado». No. Siempre debemos acoger este ofrecimiento de la salvación. Y por ello el Año de la Misericordia: para avanzar más en este camino de la salvación, ese camino que nos ha enseñado Jesús. Dios quiere que todos los hombres se salven por medio de Jesucristo, el único mediador (cf. 1Tm 2, 4-6).
Por lo tanto, cada uno de nosotros está llamado a dar a conocer a Jesús a quienes todavía no lo conocen. Y esto no es hacer proselitismo. No, es abrir una puerta. «¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1Co 9, 16), declaraba san Pablo. Si a nosotros el Señor Jesús nos ha cambiado la vida, y nos la cambia cada vez que acudimos a Él, ¿cómo no sentir la pasión de darlo a conocer a todos los que conocemos en el trabajo, en la escuela, en el edificio, en el hospital, en distintos lugares de reunión? Si miramos a nuestro alrededor, nos encontramos con personas que estarían disponibles para iniciar o reiniciar un camino de fe, si se encontrasen con cristianos enamorados de Jesús. ¿No deberíamos y no podríamos ser nosotros esos cristianos? Os dejo esta pregunta: «¿De verdad estoy enamorado de Jesús? ¿Estoy convencido de que Jesús me ofrece y me da la salvación?». Y, si estoy enamorado, debo darlo a conocer. Pero tenemos que ser valientes: bajar las montañas del orgullo y la rivalidad, llenar barrancos excavados por la indiferencia y la apatía, enderezar los caminos de nuestras perezas y de nuestros compromisos.
Que la Virgen María, que es Madre y sabe cómo hacerlo, nos ayude a derrumbar las barreras y los obstáculos que impiden nuestra conversión, es decir, nuestro camino hacia el Señor. ¡Sólo Él, Jesús, puede realizar todas las esperanzas del hombre!