Ángelus
Domingo, 14 de noviembre de 2021

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El pasaje evangélico de la liturgia de hoy se abre con una frase de Jesús que nos deja consternados: «El sol se oscurecerá, la luna dejará de brillar, las estrellas caerán del cielo» (Mc 13, 24-25). ¿Pero cómo, también el Señor se pone catastrofista? No, ciertamente no es esa su intención. Él quiere hacernos entender que todo en este mundo, antes o después, pasa. Incluso el sol, la luna y las estrellas, que forman el "firmamento" –palabra que indica "firmeza", "estabilidad"–, están destinados a pasar.

Sin embargo, al final Jesús dice qué es lo que no colapsa: «El cielo y la tierra pasarán –dice–, pero mis palabras no pasarán» (v. 31). Las palabras del Señor no pasan. Establece una distinción entre las cosas penúltimas, que pasarán, y las cosas últimas, que permanecerán. Es un mensaje para nosotros, para orientarnos en nuestras decisiones importantes de la vida, para orientarnos sobre en qué conviene invertir la vida. ¿En lo que es transitorio, o en las palabras del Señor, que permanecen para siempre? Evidentemente, en estas. Pero no es fácil. De hecho, las cosas que caen bajo nuestros sentidos y nos dan satisfacción inmediata nos atraen, mientras que las palabras del Señor, aunque son hermosas, van más allá de lo inmediato y requieren paciencia. Estamos tentados de agarrarnos a lo que vemos y tocamos y nos parece más seguro. Es humano, la tentación es esa. Pero es un engaño, porque «el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán». He aquí, por tanto, la invitación: no edifiquemos la vida sobre la arena. Cuando se construye una casa, se excava en profundidad y se ponen cimientos sólidos. Solo un ignorante diría que eso es tirar el dinero por algo que no se ve. El discípulo fiel, para Jesús, es aquel que cimienta la vida sobre la roca, que es su Palabra que no pasa (cfr. Mt 7, 24-27), sobre la firmeza de la Palabra de Jesús: este es el fundamento de la vida que Jesús quiere de nosotros, y que no pasará.

Y ahora preguntémonos –cuando se lee la Palabra de Dios, uno siempre se hace preguntas–: ¿cuál es el centro, cuál es el corazón de la Palabra de Dios? ¿Qué es lo que, en definitiva, da solidez a la vida y nunca tendrá fin? Nos lo dice san Pablo. El centro, precisamente el corazón que late, lo que da solidez, es la caridad: «La caridad no acaba nunca» (1Co 13, 8), dice san Pablo; es decir, el amor. Quien hace el bien invierte en la eternidad. Cuando vemos una persona generosa y servicial, apacible, paciente, que no es envidiosa, no critica, no se jacta, no se hincha de orgullo, no falta al respeto (cfr. 1Co 13, 4-7), esta es una persona que construye el Cielo en la tierra. Quizá no tenga visibilidad, no haga carrera, no sea noticia en los periódicos, y, sin embargo, lo que hace no se perderá. Porque el bien nunca se pierde, el bien permanece para siempre.

Y nosotros, hermanos y hermanas, preguntémonos: ¿en qué estamos invirtiendo la vida? ¿En cosas que pasan, como el dinero, el éxito, la apariencia, el bienestar físico? De estas cosas, no nos llevaremos nada. ¿Estamos apegados a las cosas terrenas como si tuviéramos que vivir aquí para siempre? Mientras somos jóvenes y tenemos salud, todo va bien, pero cuando llega la hora de la despedida, debemos dejar todo. La Palabra de Dios hoy nos advierte: la escena de este mundo pasa. Y solamente permanecerá el amor. Por consiguiente, fundar la vida sobre la Palabra de Dios no es evadirse de la historia, es sumergirse en las realidades terrenas para hacerlas firmes, para transformarlas con el amor, imprimiéndoles el sello de la eternidad, el signo de Dios. He aquí entonces un consejo para tomar las decisiones importantes. Cuando no sé qué hacer, cómo tomar una decisión definitiva, una decisión importante, una decisión que implica el amor de Jesús, ¿qué debo hacer? Antes de decidir, imaginemos que estamos ante Jesús, como al final de la vida, ante Él que es amor. Y pensando allí, en su presencia, en el umbral de la eternidad, tomemos la decisión para el hoy. Así tenemos que decidir: siempre mirando la eternidad, mirando a Jesús. Quizá no sea la elección más fácil, la más inmediata, pero será la buena, eso es seguro (cfr. San Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, 187).

Que la Virgen nos ayude a tomar las decisiones importantes de la vida como hizo ella: según el amor, según Dios.