Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y feliz domingo!
El Evangelio de la liturgia de hoy (cfr. Mc 3, 20-35) nos dice que Jesús, después de haber iniciado su ministerio público, se encontró ante una doble reacción: la de sus parientes, que estaban preocupados y temían que hubiera vuelto un poco loco; y la de las autoridades religiosas, que lo acusaban de actuar movido por un espíritu maligno. En realidad, Jesús predicaba y sanaba a los enfermos con la fuerza del Espíritu Santo. Y el Espíritu lo hacía divinamente libre, es decir, capaz de amar y de servir sin medida y sin condiciones. Jesús es libre. Detengámonos un poco a contemplar esta libertad de Jesús.
Jesús era libre respecto a las riquezas: por eso dejó la seguridad de su pueblo, Nazaret, para abrazar una vida pobre y llena de incertidumbres (cfr. Mt 6, 25-34), curando gratuitamente a los enfermos y a cualquiera que viniese a solicitarle ayuda, sin pedir nunca nada a cambio (cfr. Mt 10, 8). La gratuidad del ministerio de Jesús es esta. Es también la gratuidad de todo ministerio.
Era libre respecto al poder: efectivamente, aunque llamó a muchos a seguirlo, nunca obligó a nadie a hacerlo; y jamás buscó el apoyo de los poderosos, sino que estuvo siempre de la parte de los últimos, y enseñó a sus discípulos a hacer lo mismo que Él había hecho (cfr. Lc 22, 25-27).
Finalmente, Jesús era libre respecto a la búsqueda de la fama y de la aprobación, y por eso nunca renunció a decir la verdad, aun a costa de no ser comprendido (cfr. Mc 3, 21) y de hacerse impopular hasta morir en la cruz; y no se dejó intimidar, ni comprar, ni corromper por nada ni por nadie (cfr. Mt 10, 28).
Jesús era un hombre libre. Libre respecto a las riquezas, libre ante el poder, libre respecto a la búsqueda de la fama. Y esto es importante también para nosotros. De hecho, si nos dejamos condicionar por la búsqueda del placer, del poder, del dinero o de la aprobación, nos convertimos en esclavos de estas cosas. Si, en cambio, permitimos que amor gratuito de Dios nos llene y nos ensanche el corazón, y si dejamos que rebose espontáneamente donándolo a los demás, con todo nuestro ser, sin miedos, cálculos o condicionamientos, entonces crecemos en la libertad, y difundimos su buen perfume a nuestro alrededor.
Entonces, podemos preguntarnos: ¿soy una persona libre? ¿O me dijo aprisionar por los mitos del dinero, del poder y del éxito, sacrificándoles mi serenidad, mi paz y las de los demás? ¿Difundo, en los ambientes en los que vivo y trabajo, aire fresco de libertad, de sinceridad, de espontaneidad?
Que la Virgen María nos ayude a vivir y a amar como Jesús nos enseñó, en la libertad de los hijos de Dios (cfr. Rm 8, 15.20-23).