Queridos hermanos y hermanas, ¡Feliz domingo!
Hoy, en el Evangelio de la liturgia (cf. Mc 7, 1-8.14-15.21-23), Jesús habla de lo puro y lo impuro: un tema muy querido por sus contemporáneos, que estaba relacionado sobre todo con la observancia de ritos y normas de comportamiento, para evitar cualquier contacto con cosas o personas consideradas impuras y, si esto ocurría, borrar la «mancha» (cf. Lv 11-15). Era casi una obsesión de algunos religiosos de la época, la pureza y la impureza.
Algunos escribas y fariseos, estrictos observadores de tales normas, acusan a Jesús de permitir que sus discípulos tomen alimentos sin lavarse las manos. Y Jesús, aprovecha este reproche por parte de los fariseos a sus discípulos para hablar del significado de la «pureza».
La pureza -dice Jesús- no está ligada a ritos externos, sino ante todo a actitudes interiores. Para ser puro, por tanto, de nada sirve lavarse las manos varias veces, si luego se albergan dentro del corazón malos sentimientos como la avaricia, la envidia o la soberbia, o malas intenciones como el engaño, el robo, la traición y la calumnia (cf. Mc 7, 21-22). Jesús llama la atención para poner en guardia contra el ritualismo, que no hace crecer en el bien, es más, a veces puede llevar a descuidar, o incluso a justificar, en uno mismo y en los demás, opciones y actitudes contrarias a la caridad, que hieren el alma y cierran el corazón.
Y esto, hermanos y hermanas es importante también para nosotros: no se puede, por ejemplo, salir de la Santa Misa y, ya en el parvis de la iglesia, detenerse con habladurías malvadas y sin misericordia sobre todo y todos. Esa habladuría que arruina el corazón, que arruina el alma. ¡No puede ser! Si vas a misa y luego haces estas cosas ¡es algo feo! O mostrarse piadosos en la oración, pero luego en casa tratar a los miembros de la propia familia con frialdad y desapego, o descuidar a los padres ancianos, que necesitan ayuda y compañía (cf. Mc 7, 10-13). Esto es una doble vida, que no se puede tener. Y esto es lo que hacían los fariseos. Pureza externa sin las buenas actitudes, actitudes misericordiosas con los demás. O, no se puede ser aparentemente muy correcto con todos, tal vez incluso hacer un poco de voluntariado y algunos gestos filantrópicos, pero luego en el interior cultivar el odio hacia los demás, despreciar a los pobres y a los últimos, o comportarse deshonestamente en el propio trabajo.
Al actuar así, la relación con Dios se reduce a gestos externos, y en el interior permanecemos impermeables a la acción purificadora de su gracia, demorándonos en pensamientos, mensajes y comportamientos sin amor.
Nosotros estamos hechos para otra cosa. Estamos hechos para la pureza de vida, para la ternura, para el amor.
Preguntémonos, entonces: ¿vivo mi fe con coherencia? Es decir, ¿lo que hago en la iglesia intento hacerlo fuera con el mismo espíritu? En mis sentimientos, palabras y obras, ¿hago concreto en mi cercanía y en el respeto a mis hermanos y hermanas lo que digo en la oración? Pensémoslo.
Y que María, Madre purísima, nos ayude a hacer de nuestra vida, en el amor sincero y practicado, un culto agradable a Dios (cf. Rm 12, 1).