AUDIENCIA GENERAL.
Miércoles 1 de abril de 2015

Triduo Pascual

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Mañana es Jueves santo. Por la tarde, con la santa misa «de la Cena del Señor», tendrá inicio el Triduo pascual de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, que es el ápice de todo el año litúrgico y también el ápice de nuestra vida cristiana.

El Triduo se abre con la conmemoración de la última Cena. Jesús, la víspera de su pasión, ofreció al Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies del pan y del vino y, entregándolo como alimento a los Apóstoles, les mandó perpetuar esta entrega en su memoria. El Evangelio de esta celebración, al recordar el lavatorio de los pies, expresa el mismo significado de la Eucaristía bajo otra perspectiva. Jesús –como un siervo– lava los pies de Simón Pedro y de los otros once discípulos (cf. Jn 13, 4-5). Con este gesto profético, Él expresa el sentido de su vida y de su pasión, como servicio a Dios y a los hermanos: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir» (Mc 10, 45).

Esto sucede también en nuestro Bautismo, cuando la gracia de Dios nos limpia del pecado y nos revestimos de Cristo (cf. Col 3, 10). Esto sucede cada vez que celebramos el memorial del Señor en la Eucaristía: entramos en comunión con Cristo Siervo para obedecer a su mandamiento de amarnos como Él nos ha amado (cf. Jn 13, 34; Jn 15, 12). Si nos acercamos a la santa Comunión sin estar sinceramente dispuestos a lavarnos los pies los unos a los otros, no reconocemos el Cuerpo del Señor. Es el servicio de Jesús que se dona a sí mismo, totalmente.

Luego, pasado mañana, en la liturgia del Viernes santo meditamos el misterio de la muerte de Cristo y adoramos la Cruz. En los últimos instantes de vida, antes de entregar el espíritu al Padre, Jesús dijo: «Está cumplido» (Jn 19, 30). ¿Qué significan estas palabras?, que Jesús diga: «Está cumplido»? Significa que la obra de la salvación está cumplida, que todas las Escrituras encuentran su plena realización en el amor del Cristo, Cordero inmolado. Jesús, con su Sacrificio, transformó la más grande iniquidad en el más grande amor.

A lo largo de los siglos encontramos hombres y mujeres que con el testimonio de su vida reflejan un rayo de este amor perfecto, pleno, incontaminado. Me gusta recordar un heroico testigo de nuestros días, don Andrea Santoro, sacerdote de la diócesis de Roma y misionero en Turquía. Algunos días antes de ser asesinado en Trebisonda, escribía: «Estoy aquí para vivir en medio de esta gente y permitir a Jesús que lo haga prestándole mi carne... Se llega a ser capaces de salvación sólo ofreciendo la propia carne. El mal del mundo se debe cargar y el dolor se debe compartir, absorbiéndolo en la propia carne hasta las últimas consecuencias, como lo hizo Jesús» (A. Polselli, Don Andrea Santoro, le eredità, Città Nuova, Roma 2008, p. 31). Que este ejemplo de un hombre de nuestro tiempo, y muchos otros, nos sostengan al ofrecer nuestra vida como don de amor a los hermanos, a imitación de Jesús. Y también hoy hay muchos hombres y mujeres, auténticos mártires que ofrecen su vida con Jesús para confesar la fe, sólo por este motivo. Es un servicio, servicio del testimonio cristiano hasta la sangre, servicio que nos ofreció Cristo: nos ha redimido hasta el final. Y este es el significado de esa palabra «Está cumplido». Qué bello será si todos nosotros, al final de nuestra vida, con nuestros errores, nuestros pecados, también con nuestras buenas obras, con nuestro amor al prójimo, pudiéremos decir al Padre como Jesús: «Está cumplido»; no con la perfección con la que lo dijo Él, pero decir: «Señor, hice todo lo que pude hacer. Está cumplido». Adorando la Cruz, mirando a Jesús, pensemos en el amor, en el servicio, en nuestra vida, en los mártires cristianos, y también nos hará bien pensar en el final de nuestra vida. Ninguno de nosotros sabe cuándo sucederá esto, pero podemos pedir la gracia de decir: «Padre, hice lo que pude. Está cumplido».

El Sábado santo es el día en el que la Iglesia contempla el «reposo» de Cristo en la tumba tras el victorioso combate de la cruz. El Sábado santo la Iglesia, una vez más, se identifica con María: toda su fe está recogida en ella, la primera y perfecta discípula, la primera y perfecta creyente. En la oscuridad que envuelve a la creación, ella permanece sola al mantener encendida la llama de la fe, esperando contra toda esperanza (cf. Rm 4, 18) en la Resurrección de Jesús.

Y en la gran Vigilia pascual, donde resuena nuevamente el Alleluia, celebramos a Cristo Resucitado centro y fin del cosmos y de la historia; velamos llenos de esperanza esperando su regreso, cuando la Pascua tendrá su plena manifestación.

A veces la oscuridad de la noche parece penetrar el alma; a veces pensamos: «ya no hay nada que hacer», y el corazón ya no encuentra la fuerza para amar... Pero precisamente en esa oscuridad Cristo enciende el fuego del amor de Dios: un resplandor rompe la oscuridad y anuncia un nuevo inicio, algo comienza en la oscuridad más profunda. Nosotros sabemos que la noche es «más noche», es más oscura poco antes de que comience el día. Pero precisamente en esa oscuridad está Cristo que vence y enciende el fuego del amor. La piedra del dolor fue removida dejando espacio a la esperanza. He aquí el gran misterio de la Pascua. En esta santa noche la Iglesia nos entrega la luz del Resucitado, para que en nosotros no esté la nostalgia de quien dice «a estas alturas...», sino la esperanza de quien se abre a un presente lleno de futuro: Cristo venció la muerte, y nosotros con Él. Nuestra vida no acaba ante la piedra de un sepulcro, nuestra vida va más allá con la esperanza en Cristo que resucitó precisamente de ese sepulcro. Como cristianos estamos llamados a ser centinelas de la mañana, que saben distinguir los signos del Resucitado, como lo hicieron las mujeres y los discípulos que corrieron al sepulcro al alba del primer día de la semana.

Queridos hermanos y hermanas, en estos días del Triduo santo no nos limitemos a conmemorar la pasión del Señor, sino que entremos en el misterio, hagamos nuestros sus sentimientos, sus actitudes, como nos invita a hacer el apóstol Pablo: «Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús» ( Flp 2, 5). Entonces nuestra Pascua será una «feliz Pascua».