Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! El día no parece muy bueno [llueve], pero vosotros sois valientes y habéis venido con la lluvia. ¡Gracias!
Esta audiencia se hace en dos lugares: los enfermos están en el aula Pablo VI, a causa de la lluvia, están más cómodos allí y nos siguen con la pantalla gigante; y nosotros, aquí.
Estamos unidos, nosotros y ellos, y os propongo que los saludemos con un aplauso. ¡No es fácil aplaudir con el paraguas en la mano!
Entre los muchos aspectos de la misericordia, hay uno que consiste en sentir piedad o apiadarse de los que necesitan amor. La pietas –la piedad– es un concepto presente en el mundo greco-romano, donde sin embargo indicaba un acto de sumisión a los superiores: sobre todo la devoción debida a los dioses, después el respeto de los hijos hacia los padres, sobre todo ancianos. Hoy, por el contrario, debemos estar atentos a no identificar la piedad con el pietismo, considerablemente difundido, que es sólo una emoción superficial y ofende la dignidad del otro.
Al mismo tiempo, la piedad no se debe confundir tampoco con la compasión que sentimos por los animales que viven con nosotros; sucede, de hecho, que a veces se tiene este sentimiento hacia los animales, y se permanece indiferente ante los sufrimientos de los hermanos.
Cuántas veces vemos gente muy apegada a los gatos, a los perros, y después dejan de ayudar al vecino, la vecina que tiene necesidad... Esto no va bien.
La piedad de la que queremos hablar es una manifestación de la misericordia de Dios. Es uno de los siete dones del Espíritu Santo que el Señor ofrece a sus discípulos para hacerlos «dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1831). Muchas veces en los Evangelios se habla del grito espontáneo que personas enfermas, endemoniadas, pobres o afligidas dirigían a Jesús: «Ten piedad» (cf. Mc 10, 47-48; Mt 15, 22; Mt 17, 15).
A todos Jesús respondía con la mirada de la misericordia y el consuelo de su presencia. En estas invocaciones de ayuda y petición de piedad, cada uno expresaba también su fe en Jesús, llamándolo «Maestro», «Hijo de David» y «Señor». Intuían que en Él había algo extraordinario, que les podía ayudar a salir de la condición de tristeza en la que se encontraban. Percibían en Él el amor de Dios mismo. Y también cuando la multitud se congregaba, Jesús se daba cuenta de esas invocaciones de piedad y se apiadaba, sobre todo cuando veía personas sufridas y heridas en su dignidad, como en el caso de la hemorroísa (cf. Mc 5, 32). Él les pedía tener confianza en Él y en su Palabra (cf. Jn 6, 48-55). Para Jesús sentir piedad equivale a compartir la tristeza de quien encuentra, pero al mismo tiempo a trabajar en primera persona para transformarla en alegría.
También nosotros estamos llamados a cultivar actitudes de piedad frente a muchas situaciones de la vida, sacudiéndonos de encima la indiferencia que impide reconocer las exigencias de los hermanos que nos rodean y liberándonos de la esclavitud del bienestar material (cf. 1Tm 6, 3-8).
Miremos el ejemplo de la Virgen María, que cuida de cada uno de sus hijos y es para nosotros creyentes icono de la piedad. Dante Alighieri lo expresa en la oración a la Virgen colocada al final del Paraíso: «En ti misericordia, en ti piedad, […] en ti se aduna cuanto en la criatura hay de bondad» (XXXIII, 19-21). Gracias.