Audiencia general
Miércoles 26 de abril de 2017

Dios estará con nosotros hasta el final del mundo

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

«Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Estas últimas palabras del Evangelio de Mateo hacen referencia al anuncio profético que encontramos al principio: «Y le pondrán por nombre Emmanuel, que traducido significa: Dios con nosotros» (Mt 1, 23; cf Is 7, 14). Dios estará con nosotros, todos los días, hasta el final del mundo. Jesús caminará con nosotros, todos los días, hasta el final del mundo. Todo el Evangelio está contenido entre estas dos citas, palabras que comunican el misterio de Dios cuyo nombre, cuya identidad es estar-con: no es un Dios aislado, es un Dios-con, en particular con nosotros, es decir con la criatura humana. Nuestro Dios no es un Dios ausente, secuestrado por un cielo muy alejado; es, en cambio, un Dios "apasionado" del hombre, tan tiernamente amante como para ser incapaz de separarse de él. Nosotros humanos somos hábiles en el cortar uniones y puentes. Él, sin embargo, no. Si nuestro corazón se enfría, el suyo permanece siempre incandescente. Nuestro Dios nos acompaña siempre, incluso si por desgracia nosotros nos olvidáramos de Él. En la cresta que divide la incredulidad de la fe, es decisivo el descubrimiento de ser amados y acompañados por nuestro Padre, de no ser nunca dejados solos por Él.

Nuestra existencia es una peregrinación, un camino. También los que están movidos por una esperanza especialmente humana, perciben la seducción del horizonte, que les empuja a explorar mundos que aún no conocen. Nuestra alma es un alma migrante. La Biblia está llena de historias de peregrinos y viajeros. La vocación de Abraham comienza con este mandamiento: «Vete de tu tierra» (Gn 12, 1). Y el patriarca deja ese pedazo de mundo que conocía bien y que era una de las cunas de la civilización de su tiempo. Todo conspiraba contra la sensatez de ese viaje. Y aún así Abraham sale. No se convierte en hombres y mujeres maduros si no se percibe la atracción del horizonte: ese límite entre el cielo y la tierra que pide ser alcanzado por un pueblo de caminantes.

En su camino por el mundo, el hombre nunca está solo. Sobre todo el cristiano no se siente nunca abandonado, porque Jesús nos asegura que no nos espera solo al final de nuestro largo viaje, sino que nos acompaña en cada uno de nuestros días.

¿Hasta cuándo perdurará el cuidado de Dios respecto al hombre? ¿Hasta cuándo el Señor Jesús, que camina con nosotros, hasta cuándo cuidará de nosotros? La respuesta del Evangelio no deja lugar a dudas: ¡hasta el fin del mundo! Pasarán los cielos, pasará la tierra, serán canceladas las esperanzas humanas, pero la Palabra de Dios es más grande que todo y no pasará. Y Él será el Dios con nosotros, el Dios Jesús que camina con nosotros. No habrá día de nuestra vida en el que cesemos de ser una preocupación para el corazón de Dios. Pero alguno podría decir: "¿Pero qué está diciendo usted?". Digo esto: no habrá día de nuestra vida en el que cesemos de ser una preocupación para el corazón de Dios. Él se preocupa por nosotros, y camina con nosotros. ¿Y por qué hace esto? Simplemente porque nos ama. ¿Entendido esto? ¡Nos ama! Y Dios seguramente cubrirá todas nuestras necesidades, no nos abandonará en el tiempo de la prueba y de la oscuridad. Esta certeza pide que se anide en nuestra alma para no apagarse nunca. Alguno la llama con el nombre de "Providencia". Es decir, la cercanía de Dios, el amor de Dios, el caminar de Dios con nosotros se llama también la "Providencia de Dios": Él provee nuestra vida.

No por casualidad entre los símbolos cristianos de la esperanza hay uno que a mí me gusta mucho: el ancla. Expresa que nuestra esperanza no es vaga; no va confundida con el sentimiento transitorio de quien quiere mejorar las cosas de este mundo de forma poco realista, basándose solo en la propia fuerza de voluntad. La esperanza cristiana, de hecho, encuentra su raíz no en el atractivo del futuro, sino en la seguridad de lo que Dios nos ha prometido y ha realizado en Jesucristo. Si Él nos ha garantizado que no nos abandonará nunca, si el inicio de cada vocación es un «Sígueme», con el que Él nos asegura permanecer siempre delante de nosotros, ¿entonces por qué temer? Con esta promesa, los cristianos pueden caminar por todos lados. También atravesando porciones de mundo herido, donde las cosas no van bien, nosotros estamos entre aquellos que también allí continúan esperando. Dice el salmo: «Aunque pase por valle tenebroso, ningún mal temeré, porque tú vas conmigo» (Sal 23, 4). Es precisamente donde se extiende la oscuridad que es necesario tener encendida una luz. Volvamos al ancla. Nuestra fe es el ancla en el cielo. Nosotros tenemos nuestra vida anclada en el cielo. ¿Qué debemos hacer? Sujetarnos a la cuerda: está siempre allí. Y vamos adelante porque estamos seguros que nuestra vida tiene como un ancla en el cielo, en esa orilla a la que llegaremos.

Cierto, si confiáramos solo en nuestras fuerzas, tendríamos razón de sentirnos desilusionados y derrotados, porque el mundo a menudo se demuestra refractario a las leyes del amor. Prefiere, muchas veces, las leyes del egoísmo. Pero si sobrevive en nosotros la certeza de que Dios no nos abandona, que Dios nos ama tiernamente a nosotros y a este mundo, entonces enseguida cambia la perspectiva. "Homo viator, spe erectus", decían en la antigüedad. A lo largo del camino, la promesa de Jesús «Yo estoy con vosotros» nos hace estar de pie, erigidos, con esperanza, confiando en que el Dios bueno está ya trabajando para realizar lo que humanamente parecía imposible, porque el ancla está en la playa del cielo.

El santo pueblo fiel de Dios es gente que está de pie –"homo viator"– y camina, pero de pie, "erectus", y camina en la esperanza. Y allá donde va, sabe que el amor de Dios lo ha precedido: no hay parte del mundo que escape de la victoria de Cristo Resucitado. ¿Y cuál es la victoria de Cristo Resucitado? La victoria del amor.

Gracias.