Queridos hermanos y hermanas:
Os doy la bienvenida y agradezco al cardenal Gianfranco Ravasi su saludo y presentación. Esta Asamblea Plenaria ha elegido como tema la cuestión antropológica proponiéndose entender las líneas futuras de desarrollo de la ciencia y la técnica. Entre los muchos argumentos posibles de discusión, vuestra atención se ha centrado en tres temas.
En primer lugar, la medicina y la genética que nos permiten mirar la estructura íntima del ser humano e incluso intervenir para modificarla. Nos hacen capaces de erradicar enfermedades dadas por incurables hasta hace poco, pero también abren la posibilidad de determinar a los seres humanos «programando», por así decirlo, algunas cualidades.
En segundo lugar, las neurociencias ofrecen cada vez más información sobre el funcionamiento del cerebro humano. A través de ella, las realidades fundamentales de la antropología cristiana, como el alma, la conciencia de sí mismo y la libertad, aparecen ahora bajo una luz inédita, e incluso pueden ser seriamente cuestionadas por algunos.
Finalmente, los increíbles progresos de las máquinas autónomas y pensantes, que ya se han convertido en parte de nuestra vida cotidiana, nos lleva a reflexionar sobre lo que es específicamente humano y nos hace diferentes de las máquinas.
Todos estos avances científicos y técnicos inducen a algunos a pensar que nos encontramos en un momento singular en la historia de la humanidad, casi en el alba de una nueva era y en el nacimiento de un nuevo ser humano, superior al que hemos conocido hasta ahora.
Efectivamente, las cuestiones y los interrogantes que enfrentamos son graves y serios. En parte han sido anticipados por la literatura y las películas de ciencia ficción, que se han hecho eco de los miedos y las expectativas de los hombres. Por esta razón, la Iglesia, que sigue de cerca las alegrías y las esperanzas, las angustias y los temores de los hombres de nuestro tiempo, quiere poner a la persona humana y los problemas que la conciernen en el centro de sus reflexiones.
La pregunta sobre el ser humano: «¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes?» (Sal 8, 5) resuena en la Biblia desde sus primeras páginas y ha acompañado todo el camino de Israel y de la Iglesia. A esta pregunta, la misma Biblia ha ofrecido una respuesta antropológica que ya se delinea en el Génesis y recorre toda la Revelación, desarrollándose en torno a los elementos fundamentales de la relación y la libertad. La relación se ramifica en una triple dimensión: hacia la materia, la tierra y los animales; hacia la trascendencia divina; hacia otros seres humanos. La libertad se expresa en la autonomía –naturalmente relativa– y en opciones morales. Esta estructura fundamental ha gobernado durante siglos la idea de gran parte de la humanidad y en la actualidad todavía mantiene su vigencia. Pero, al mismo tiempo, hoy nos damos cuenta de que los grandes principios y los conceptos fundamentales de la antropología se ponen a menudo en tela de juicio, incluso sobre la base de una mayor conciencia de la complejidad de la condición humana y requieren una profundización adicional.
La antropología es el horizonte de la autocomprensión en el que todos nos movemos y determina nuestra concepción del mundo y las decisiones existenciales y éticas. En nuestros días se ha convertido, con frecuencia, en un horizonte cambiante y fluido en virtud de los cambios socioeconómicos, de los movimientos de las poblaciones y de las relativas confrontaciones culturales, pero también de la difusión de una cultura mundial y, sobre todo, de los increíbles descubrimientos de la ciencia y de la técnica.
¿Cómo reaccionar ante estos desafíos? En primer lugar, debemos expresar nuestra gratitud a los hombres y mujeres de ciencia por sus esfuerzos y su compromiso en favor de la humanidad. Este aprecio por la ciencia, que no siempre hemos sabido manifestar, encuentra su fundamento último en el plan de Dios que «nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo […] eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo» (cf. Ef 1, 3-5) y que nos confió el cuidado de la creación: «cultivar y cuidar» la tierra (cf. Gn 2, 15). Precisamente porque el hombre es imagen y semejanza de un Dios que creó el mundo por amor, el cuidado de toda la creación debe seguir la lógica de la gratuidad y del amor, del servicio, y no la del dominio y la intimidación.
La ciencia y la tecnología nos han ayudado a profundizar los límites del conocimiento de la naturaleza y, en particular, del ser humano. Pero una y otra no bastan, por sí solas, para dar todas las respuestas. Hoy nos damos cuenta cada vez más de que es necesario recurrir a los tesoros de la sabiduría que se conservan en las tradiciones religiosas, en la sabiduría popular, en la literatura y las artes, que llegan profundamente al misterio de la existencia humana, sin olvidar, sino al contrario, redescubriendo, las contenidas en la filosofía y en la teología.
Como quise decir en la encíclica Laudato si’ «se vuelve actual la necesidad imperiosa del humanismo, que de por sí convoca a los distintos saberes, […] hacia una mirada más integral e integradora» (n. 141), a fin de superar la división trágica entre las «dos culturas», la humanista-literaria-teológica y la científica, que conduce al empobrecimiento mutuo, y de fomentar un mayor diálogo entre la Iglesia, la comunidad de creyentes y la comunidad científica.
La Iglesia, por su parte, ofrece algunos grandes principios para sostener este diálogo. El primero es la centralidad de la persona humana que hay que considerar como un fin y no como un medio. Debe estar en relación armoniosa con la creación y, por lo tanto, no debe comportarse como un déspota con la herencia de Dios, sino como un custodio amoroso de la obra del Creador.
El segundo principio a recordar es el del destino universal de los bienes, que también atañe al conocimiento y a la tecnología. El progreso científico y tecnológico sirve al bien de toda la humanidad, y de sus beneficios no pueden disfrutar solamente unos pocos. De esta forma, se evitará que el futuro agregue nuevas desigualdades basadas en el conocimiento y aumente la brecha entre ricos y pobres. Las grandes decisiones sobre la orientación de la investigación científica y la inversión en ella deben tomarse por toda la sociedad y no estar dictadas únicamente por las reglas del mercado o el interés de unos pocos.
Finalmente, sigue siendo válido el principio de que no todo lo que es técnicamente posible o factible es, por lo tanto, éticamente aceptable. La ciencia, como cualquier otra actividad humana, sabe que tiene límites que se deben observar por el bien de la humanidad misma, y requiere un sentido de responsabilidad ética. La verdadera medida del progreso, como recordaba el beato Pablo VI, es lo que está dirigido al bien de cada hombre y de todo el hombre.
Os doy las gracias a todos, miembros, consultores y colaboradores del Pontificio consejo de la cultura, porque lleváis a cabo un valioso servicio. Invoco sobre vosotros la abundancia de las bendiciones del Señor, y os pido, por favor, que recéis por mí. Gracias.