Queridos hermanos:
«¡Qué bueno, qué dulce habitar los hermanos todos juntos!» (Sal 133, 1). Con estas palabras del Salmo, os doy mi más cordial bienvenida, agradeciéndoos vuestro compromiso de recorrer los caminos de la unidad y de hacerlo con un espíritu fraternal. Es una alegría para mí recibiros cada dos años en Roma con ocasión de vuestro diálogo, que el año pasado se celebró en la sede de Santa Echmiadzin por invitación de la Iglesia Apostólica Armenia. A través de vosotros, extiendo mis saludos a mis venerables y queridos hermanos, Jefes de las Iglesias Ortodoxas Orientales. Doy las gracias al obispo Kyrillos, nuevo copresidente de la Comisión, por sus cordiales palabras, a quien aseguro mis oraciones y deseo sinceramente un buen trabajo. También me gustaría recordar con gratitud a su predecesor, el querido Metropolitano Anba Bishoy, que fue el primer copresidente y falleció recientemente. Me uno a vosotros en la oración por él.
Al final de esta semana de trabajo, la decimosexta sesión de vuestra Comisión, podemos dar juntos gracias al Señor por los frutos ya recogidos en el camino. Vuestro diálogo ilustra bien cómo entre Oriente y Occidente «las diversas fórmulas teológicas, más bien que oponerse entre sí, se completan» (Unitatis redintegratio, 17), como declaró el Concilio Vaticano II, de cuyo anuncio recordamos hace pocos días el sexagésimo aniversario. Rezo y os animo para que vuestra reflexión actual sobre los Sacramentos nos ayude a continuar el camino hacia la plena comunión, hacia la celebración común de la santa Eucaristía. Habéis dedicado esta sesión a reflexionar sobre el sacramento del matrimonio. Me gusta pensar en lo que dice Génesis: «Dios creó al hombre a su imagen; varón y hembra los creó» (Gn 1, 27). El hombre es completamente a imagen de Dios no cuando está solo, sino cuando vive en la comunión estable de amor, porque Dios es comunión de amor. Estoy seguro de que vuestro trabajo, realizado en un clima de gran concordia, redundará en beneficio de la familia de los hijos de Dios, la Esposa de Cristo, que deseamos presentar al Señor «sin mancha ni arruga» (Ef 5, 27), sin heridas. y sin divisiones, sino en la belleza de la plena comunión.
Muchos de vosotros pertenecéis a las iglesias de Oriente Medio terriblemente probadas por la guerra, la violencia y la persecución. Encontrándoos, vuelvo con la memoria a la reciente reunión en Bari, que nos vio juntos, como Jefes de Iglesias, en un intenso día de oración y reflexión sobre la situación en Oriente Medio, una experiencia que espero se repita. Deseo asegurar a todos los fieles en Oriente Medio mi cercanía, mi pensamiento constante y mi oración para que esas tierras, únicas en el plan salvífico de Dios, después de la larga noche de los conflictos puedan vislumbrar un amanecer de paz. Oriente Medio debe convertirse en una tierra de paz, no puede seguir siendo un campo de batalla. La guerra, hija del poder y la miseria, ceda el puesto a la paz, hija del derecho y de la justicia, y que también nuestros hermanos cristianos sean reconocidos como ciudadanos con plenos e iguales derechos (cf. Palabras al final del diálogo, Bari, 7 de julio de 2018).
Las vidas de los muchos santos de nuestras Iglesias son semillas de paz arrojadas en esas tierras y florecidas en el cielo. Desde allí nos apoyan en nuestro camino hacia la plena comunión, un camino que Dios desea, un camino que nos pide que procedamos no de acuerdo con las conveniencias del momento, sino dóciles a la voluntad del Señor: que «todos sean uno» (Jn 17, 21). Él nos llama, cada vez más, al testimonio coherente de la vida y a la búsqueda sincera de la unidad. La semilla de esta comunión, también gracias a vuestro precioso trabajo, ha brotado y continúa siendo irrigada por la sangre de los testigos de la unidad, por la sangre derramada por los mártires de nuestro tiempo: miembros de diferentes Iglesias que, unidas por el sufrimiento común por el nombre de Jesús, ahora comparten la misma gloria. Queridos hermanos, al renovar mi cordial agradecimiento por vuestra visita, a través de su intercesión, invoco la bendición del Señor sobre vosotros y sobre vuestro ministerio. Y, si os agrada, cada uno en su propio idioma podemos rezar juntos el Padre Nuestro.