HOMILÍA
Cristo, Rey del Universo
Domingo 23 de noviembre de 2014

La liturgia de hoy nos invita a fijar la mirada en Jesús como Rey del Universo. La hermosa oración del Prefacio nos recuerda que su reino es "reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz". Las lecturas que hemos escuchado nos muestran cómo realizó Jesús su reino; cómo lo realiza en el devenir de la historia; y qué nos pide a nosotros.

Ante todo, cómo realizó Jesús su reino: lo hizo con la cercanía y la ternura hacia nosotros. Él es el pastor, de quien habló el profeta Ezequiel en la primera lectura (cf. Ez 34, 11 - 12. 15-17). Todo este pasaje está entrelazado por verbos que indican la premura y el amor del pastor hacia su rebaño: buscar, cuidar, reunir a los dispersos, conducir al apacentamiento, hacer descansar, buscar a la oveja perdida, recoger a la descarriada, vendar a la herida, fortalecer a la enferma, atender, apacentar. Todos estas actitudes se hicieron realidad en Jesucristo: Él es verdaderamente el "gran pastor de las ovejas y guardián de nuestras almas" (cf. Hb 13, 20; 1P 2, 25).

Y quienes estamos llamados en la Iglesia a ser pastores, no podemos distanciarnos de este modelo, si no queremos convertirnos en mercenarios. Al respecto, el pueblo de Dios posee un olfato infalible al reconocer a los buenos pastores y distinguirlos de los mercenarios.

Después de su victoria, es decir, tras su Resurrección, ¿cómo lleva adelante Jesús su reino? El apóstol Pablo, en la Primera Carta a los Corintios, dice: "Cristo tiene que reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies" (1Co 15, 25). Es el Padre quien poco a poco somete todo al Hijo, y al mismo tiempo el Hijo somete todo al Padre, y al final incluso a sí mismo. Jesús no es un rey al estilo de este mundo: para Él reinar no es mandar, sino obedecer al Padre, entregarse a Él, para que se realice su designio de amor y de salvación. Así hay plena reciprocidad entre el Padre y el Hijo. Por lo tanto, el tiempo del reino de Cristo es el largo tiempo del sometimiento de todo al Hijo y de la entrega de todo al Padre. "El último enemigo en ser destruido será la muerte" (1Co 15, 26). Y al final, cuando todo sea sometido bajo la realeza de Jesús, y todo, incluso Jesús mismo, sea sometido al Padre, Dios será todo en todos (cf. 1Co 15, 28).

El Evangelio nos dice qué nos pide el reino de Jesús a nosotros: nos recuerda que la cercanía y la ternura son la norma de vida también para nosotros, y a partir de esto seremos juzgados. Este será el protocolo de nuestro juicio. Es la gran parábola del juicio final de Mateo 25. El Rey dice: "Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme" (Mt 25, 34-36). Los justos contestarán: ¿cuándo hemos hecho todo esto? Y Él responderá: "En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis" (Mt 25, 40).

La salvación no comienza con la confesión de la realeza de Cristo, sino con la imitación de sus obras de misericordia a través de las cuales Él realizó el reino. Quien las realiza demuestra haber acogido la realeza de Jesús, porque hizo espacio en su corazón a la caridad de Dios. Al atardecer de la vida seremos juzgados en el amor, en la proximidad y en la ternura hacia los hermanos. De esto dependerá nuestro ingreso o no en el reino de Dios, nuestra ubicación en una o en otra parte. Jesús, con su victoria, nos abrió su reino, pero está en cada uno de nosotros la decisión de entrar en él, ya a partir de esta vida –el reino comienza ahora– haciéndonos concretamente próximo al hermano que pide pan, vestido, acogida, solidaridad, catequesis. Y si amaremos de verdad a ese hermano o a esa hermana, seremos impulsados a compartir con él o con ella lo más valioso que tenemos, es decir, a Jesús y su Evangelio.

Hoy la Iglesia nos presenta como modelos a los nuevos santos que, precisamente mediante las obras de una generosa entrega a Dios y a los hermanos, sirvieron, cada uno en el propio ámbito, al reino de Dios y se convirtieron en sus herederos. Cada uno de ellos respondió con extraordinaria creatividad al mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Se dedicaron sin reservas al servicio de los últimos, asistiendo a los indigentes, enfermos, ancianos y peregrinos. Su predilección por los pequeños y los pobres era el reflejo y la medida del amor incondicional a Dios. En efecto, buscaron y descubrieron la caridad en la relación fuerte y personal con Dios, de la que brota el verdadero amor por el prójimo. Por ello, en la hora del juicio, escucharon esta dulce invitación: "Venid, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo" (Mt 25, 34).

Con el rito de canonización, hemos confesado una vez más el misterio del reino de Dios y honrado a Cristo Rey, pastor lleno de amor por su rebaño. Que los nuevos santos, con su ejemplo y su intercesión, hagan crecer en nosotros la alegría de caminar por la senda del Evangelio, la decisión de asumirlo como la brújula de nuestra vida. Sigamos sus huellas, imitemos su fe y su caridad, para que también nuestra esperanza se revista de inmortalidad. No nos dejemos distraer por otros intereses terrenos y pasajeros. Y que la Madre, María, reina de todos los santos, nos guíe en el camino hacia el reino de los cielos.

"Quienes estamos llamados en la Iglesia a ser pastores, no podemos distanciarnos" del modelo indicado por Jesús "si no queremos convertirnos en mercenarios": lo recordó el Papa Francisco en la plaza de San Pedro el domingo 23 de noviembre, por la mañana, solemnidad de Cristo Rey, durante la misa celebrada para la canonización de Juan Antonio Farina, Kuriakose Elías Chavara de la Sagrada Familia, Ludovico de Casoria, Nicolás de Longobardi, Eufrasia Eluvathingal del Sagrado Corazón y Amado Ronconi. "Su predilección por los pequeños y los pobres –dijo el Pontífice en la homilía– era el reflejo y la medida del amor incondicional a Dios".