De las lecturas bíblicas que hemos escuchado, quisiera tomar tres palabras: oración, pequeñez, sabiduría.
Oración. El Evangelio de hoy nos presenta a Jesús que reza. De su corazón brotan estas palabras: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra» (Mt 11, 25). Para Jesús, la oración surgía espontáneamente, pero no era algo opcional: solía retirarse a lugares solitarios para rezar (cf. Mc 1, 35); el diálogo con el Padre ocupaba el primer lugar. Y los discípulos descubrieron así, de manera natural, lo importante que era la oración, hasta que un día le pidieron: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1). Si queremos imitar a Jesús, comencemos desde donde comenzaba Él, es decir, desde la oración.
Podemos preguntarnos: ¿Nosotros, los cristianos rezamos lo suficiente? A menudo, en el momento de rezar, nos vienen a la mente tantas excusas, tantas cosas urgentes que hacer… A veces, se deja de lado la oración porque somos presa de un activismo que se convierte en vano cuando se olvida «la parte buena» (Lc 10, 42), cuando olvidamos que sin Él no podemos hacer nada (cf. Jn 15, 5) y dejamos de lado la oración. San Pío, cincuenta años después de su partida al Cielo, nos ayuda, porque quiso dejarnos en herencia la oración. Recomendaba: «Rezad mucho, hijos míos, rezad siempre, sin cansaros nunca». (Palabras en la II Conferencia Internacional de Grupos de Oración, 5 de mayo de 1966).
Jesús en el Evangelio también nos muestra cómo orar. En primer lugar dice: «Te alabo, Padre»; no empieza diciendo «necesito esto y aquello», sino diciendo «Te alabo». No conocemos al Padre sin abrirnos a la alabanza, sin dedicarle tiempo solo a Él, sin adorar. ¡Cuánto nos hemos olvidado de la oración de adoración, de la oración de alabanza! Debemos retomarla. Cada uno puede preguntarse ¿Cómo adoro yo? ¿Cuándo adoro yo? ¿Cuándo adoro a Dios? Retomar la oración de adoración y de alabanza. Es el contacto personal, de tú a tú, el estar en silencio ante el Señor el secreto para entrar cada vez más en comunión con Él.
La oración puede nacer como una petición, incluso de intervención urgente, pero madura en la alabanza y en la adoración. Oración madura. Entonces se vuelve verdaderamente personal, como para Jesús, que luego dialoga libremente con el Padre: «Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito» (Mt 11, 26). Y así, en un diálogo libre y confiado, la oración se carga de toda la vida y la lleva ante Dios.
Y entonces preguntémonos: ¿nuestras oraciones se parecen a las de Jesús o se reducen a ocasionales llamadas de emergencia? «Necesito esto», y entonces voy corriendo a rezar. Y cuando no lo necesitas ¿qué haces? ¿O las usamos como tranquilizantes que deben tomarse en dosis regulares para aliviar un poco el estrés? No, la oración es un gesto de amor, es estar con Dios y llevarle la vida del mundo: es una obra indispensable de misericordia espiritual. Y si nosotros no confiamos los hermanos, las situaciones al Señor, ¿quién lo hará? ¿Quién intercederá, quién se preocupará de llamar al corazón de Dios para abrir la puerta de la misericordia a la humanidad necesitada? Para ello el Padre Pío nos dejó los grupos de oración. Y les dijo: «Es la oración, esta fuerza unida de todas las almas buenas, que mueve el mundo, que renueva las conciencias, […] que sana a los enfermos, que santifica el trabajo, que eleva la atención médica, que da fuerza moral […], que expande la sonrisa y la bendición de Dios sobre cada languidez y debilidad» (ibíd.). Custodiemos estas palabras y preguntémonos de nuevo: ¿rezo? Y cuando rezo, ¿sé alabar, sé adorar, sé llevar mi vida y la de toda la gente ante Dios?
Segunda palabra: Pequeñez. En el Evangelio, Jesús alaba al Padre porque ha revelado los misterios de su Reino a los pequeños. ¿Quiénes son estos pequeños que saben cómo acoger los secretos de Dios? Los pequeños son aquellos que necesitan a los grandes, que no son autosuficientes, que no creen que pueden bastarse a sí mismos. Pequeños son aquellos que tienen el corazón humilde y abierto, pobre y necesitado, que sienten la necesidad de orar, de confiarse y de dejarse acompañar. El corazón de estos pequeños es como una antena, capta la señal de Dios, inmediatamente, se da cuenta enseguida. Porque Dios busca el contacto con todos, pero el que se hace grande crea una interferencia enorme, no llega el deseo de Dios: Cuando uno está lleno de sí mismo, no hay lugar para Dios. Por lo tanto, Él prefiere a los pequeños, se revela a ellos, y la forma de encontrarse con Él es bajarse, encogerse dentro, reconocerse necesitado. El misterio de Jesucristo es misterio de pequeñez: Él se bajó, se aniquiló. El misterio de Jesús como vemos en la Hostia en cada misa, es un misterio de pequeñez: de amor humilde, y solo se puede comprender siendo pequeño y frecuentando a los pequeños.
Y ahora podemos preguntarnos: ¿sabemos cómo buscar a Dios allí dónde está? Aquí hay un santuario especial donde está presente, porque hay tantos de los pequeños que Él prefiere. San Pío lo llamó «templo de oración y ciencia», donde todos están llamados a ser «reservas de amor» para los demás (Discurso por el I aniversario de la inauguración, 5 de mayo de 1957): es la Casa de reposo del sufrimiento. En el enfermo se encuentra Jesús, y en el amoroso cuidado de aquellos que se inclinan sobre las heridas del prójimo, está el camino para encontrar a Jesús. Quien cuida a los niños está del lado de Dios y vence a la cultura del descarte, que, por el contrario, prefiere a los poderosos y considera inútiles a los pobres. Los que prefieren a los pequeños proclaman una profecía de vida contra los profetas de muerte de todos los tiempos, también de hoy, que descartan a la gente, descartan a los niños, a los ancianos, porque no sirven.
De pequeño, en la escuela, nos enseñaban la historia de los espartanos. A mí siempre me llamaba la atención lo que nos decía la maestra, que cuando nacía un niño o una niña con malformaciones lo llevaban a la cima del monte y lo arrojaban desde allí para que no hubiera niños como ellos. Nosotros, los niños, decíamos: «¡Pero que crueldad!». Hermanos y hermanas, nosotros hacemos lo mismo, con más crueldad, con más ciencia. Lo que no sirve, lo que no produce, se descarta. Esta es la cultura del descarte; hoy no se quiere a los pequeños. Por eso Jesús se deja de lado.
Finalmente, la tercera palabra. En la primera lectura, Dios dice: «No se alabe el sabio por su sabiduría, ni se alabe el valiente por su valentía» (Jr 9, 22). La verdadera sabiduría no estriba en tener grandes cualidades y la verdadera fuerza no está en la potencia. Los que se muestran fuertes y los que responden al mal con el mal no son sabios. La única arma sabia e invencible es la caridad animada por la fe, porque tiene el poder de desarmar a las fuerzas del mal. San Pío luchó contra el mal durante toda su vida y luchó con sabiduría, como el Señor: con humildad, con obediencia, con la cruz, ofreciendo el dolor por amor. Y todos están admirados; pero pocos hacen lo mismo. Todos hablan bien, pero ¿cuántos imitan? Muchos están dispuestos a poner un «me gusta» en la página de los grandes santos, pero ¿quién hace cómo ellos? Porque la vida cristiana no es un «me gusta»; es un «me consagro». La vida perfuma cuando se ofrece como un don; se vuelve insípida cuando se guarda para uno mismo.
Y en la primera lectura, Dios también explica de dónde sacar la sabiduría de la vida: «se alabe quien se alabare: en tener seso y conocerme, porque yo soy Yahveh, que hago merced, derecho y justicia sobre la tierra» (Jr 9, 23). Conocerle, es decir encontrarlo, como Dios que salva y perdona: este es el camino de la sabiduría. En el Evangelio, Jesús reafirma: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados» (Mt 11, 28). ¿Quién de nosotros puede sentirse excluido de la invitación? ¿Quién puede decir: «No lo necesito»? San Pío ofreció su vida y sus innumerables sufrimientos para hacer que los hermanos se encontrasen con el Señor. Y el medio decisivo para encontrarlo era la Confesión, el sacramento de la Reconciliación.
Allí comienza y recomienza una vida sabia, amada y perdonada, allí comienza la curación del corazón. El Padre Pío fue un apóstol del confesionario. También hoy nos invita allí; él nos dice: «¿Dónde vas? ¿Dónde Jesús o dónde tu tristeza? ¿A dónde vuelves? ¿A quién te salva o a tu abatimiento, a tus remordimientos, a tus pecados? Ven, ven, el Señor te está esperando. Coraje, no existe un motivo tan grave como para excluirte de su misericordia».
Los grupos de oración, los enfermos de la Casa de reposo, el confesionario; tres signos visibles que nos recuerdan tres valiosos legados: la oración, la pequeñez y la sabiduría de la vida. Pidamos la gracia de cultivarlos todos los días.