El Apóstol Pablo, el más gran misionero de la historia de la Iglesia, nos ayuda a "hacer Sínodo", a "caminar juntos": lo que escribe a Timoteo parece dirigido a nosotros, Pastores al servicio del Pueblo de Dios.
Primero dice: «Te recuerdo que reavives el don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos» (2Tm 1, 6). Somos obispos porque hemos recibido un don de Dios. No hemos firmado un acuerdo, ni hemos recibido un contrato de trabajo en mano, sino manos sobre la cabeza, para ser a nuestra vez manos alzadas que interceden ante el Señor y manos tendidas a los hermanos. Hemos recibido un don para ser dones. Un don no se compra, no se cambia, no se vende: se recibe y se regala. Si nos lo apropiamos, si nos ponemos nosotros en el centro y no dejamos en el centro el don, de Pastores pasamos a funcionarios: hacemos del don una función y desaparece la gratuidad, y así acabamos por servirnos a nosotros mismos y servirnos de la Iglesia. Nuestra vida, en cambio, por el don recibido, es para servir. Lo recuerda el Evangelio, que habla de «siervos inútiles» (Lc 17, 10): una expresión que puede querer decir también "siervos sin fines de lucro". Significa que no nos entregamos para lograr un beneficio, una ganancia nuestra, sino porque gratuitamente lo hemos recibido y gratuitamente lo damos (cfr. Mt 10, 8). Nuestra alegría estará en servir porque hemos sido servidos por Dios, que se hizo nuestro siervo. Queridos hermanos, sintámonos llamados aquí para servir poniendo en el centro el don de Dios.
Para ser fieles a esa llamada, a nuestra misión, San Pablo nos recuerda que el don debe ser reavivado. El verbo que utiliza es fascinante: reavivar literalmente, en el original, es "dar vida a un fuego" [anazopurein]. El don que hemos recibido es un fuego, es amor ardiente a Dios y a los hermanos. el fuego no se alimenta solo, muere si no se mantiene con vida, se apaga si las cenizas lo cubren. Si todo se queda como está, si el "siempre se ha hecho así" es lo que marca nuestros días, el don se desvanece, sofocado por las cenizas de los miedos y la preocupación de defender el status quo. Pero «la Iglesia no puede limitarse en modo alguno a una pastoral de "mantenimiento" para los que ya conocen el Evangelio de Cristo. El impulso misionero es una señal clara de la madurez de una comunidad eclesial» (Benedicto XVI, Verbum Domini, 95). Porque la Iglesia siempre está en camino, siempre en salida, nunca encerrada en sí misma. Jesús no vino a traer la brisa de la tarde, sino fuego a la tierra.
El fuego que reaviva el don es el Espíritu Santo, dador de los dones. Por eso San Pablo continua: «Vela por el precioso depósito con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros» (2Tm 1, 14). Y también: «Dios no nos ha dado un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de amor y de prudencia» (v. 7). No un espíritu de timidez, sino de prudencia. Alguno piensa que la prudencia es la virtud "aduana", que lo detiene todo para no equivocarse. No, la prudencia es virtud cristiana, es virtud de vida, es más, la virtud del gobierno. Y Dios nos ha dado ese espíritu de prudencia. Pablo pone la prudencia como lo opuesto a la timidez. ¿Qué es entonces esa prudencia del Espíritu? Como enseña el Catecismo, la prudencia «no se confunde ni con la timidez o el temor», sino que «es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo» (n. 1806). La prudencia no es indecisión, no es una actitud defensiva. Es la virtud del Pastor que, para servir con sabiduría, sabe discernir, sensible a la novedad del Espíritu. Entonces reavivar el don en el fuego del Espíritu es lo contrario de dejar correr las cosas sin hacer nada. Y ser fieles a la novedad del Espíritu es una gracia que debemos pedir en la oración. Que Él, que hace nuevas todas las cosas, nos dé su prudencia audaz; inspire nuestro Sínodo para renovar los caminos de la Iglesia en Amazonia, para que no se apague el fuego de la misión.
El fuego de Dios, como en el episodio de la zarza ardiente, quema pero no consume (cfr. Ex 3, 2). Es fuego de amor que ilumina, calienta y da vida, no fuego que quema y devora. Cuando sin amor ni respeto se devoran pueblos y culturas, no es el fuego de Dios, sino del mundo. Sin embargo, ¡cuántas veces el don de Dios no ha sido ofrecido sino impuesto, cuántas veces ha habido colonización en lugar de evangelización! Dios nos preserve de la avidez de los nuevos colonialismos. El fuego provocado por intereses que destruyen, como el que recientemente devastó la Amazonia, no es el del Evangelio. El fuego de Dios es calor que atrae y recoge en unidad. Se alimenta con compartiendo, no con las ganancias. El fuego devorador, en cambio, quema cuando se quieren sacar adelante solo las propias ideas, hacer el propio grupo, quemar las diversidades para homologar todo y a todos.
Reavivar el don; acoger la prudencia audaz del Espíritu, fieles a su novedad; San Pablo dirige una última exhortación: «No te avergüences del testimonio de nuestro Señor ni de mi, su prisionero; antes bien, toma parte en los padecimientos por el Evangelio, según la fuerza de Dios» (2Tm 1, 8). Pide dar testimonio del Evangelio, sufrir por el Evangelio, en una palabra, vivir para el Evangelio. El anuncio del Evangelio es el criterio príncipe para la vida de la Iglesia: es su misión, su identidad. Poco después Pablo escribe: «Estoy a punto de derramar mi sangre en sacrificio» (2Tm 4, 6). Anunciar el Evangelio es vivir la entrega, es dar testimonio a fondo, es hacerse todo para todos (cfr. 1Co 9, 22), es amar hasta el martirio. Doy gracias a Dios porque en el Colegio Cardenalicio hay algunos hermanos Cardenales mártires, que han probado, en la vida, la cruz del martirio. Pues, subraya el Apóstol, se sirve al Evangelio no con el poder del mundo, sino con la sola fuerza de Dios: permaneciendo siempre en el amor humilde, creyendo que el único modo de poseer de verdad la vida es perderla por amor.
Queridos hermanos, miremos juntos a Jesús Crucificado, a su corazón desgarrado por nosotros. Iniciemos desde ahí, porque de ahí brotó el don que nos engendró; de ahí fue infundido el Espíritu que renueva (cfr. Jn 19, 30). Desde allí sintámonos llamados, todos y cada uno, a dar la vida. Muchos hermanos y hermanas en Amazonia llevan cruces pesadas y esperan el consuelo liberador del Evangelio, la caricia de amor de la Iglesia. Muchos hermanos y hermanas en Amazonia han gastado su vida. Permitidme repetir las palabras de nuestro amato Cardenal Hummes: cuando llega a aquellas pequeñas aldeas de la Amazonia, va a los cementerios a buscar la tumba de los misioneros. Un gesto de la Iglesia para los que gastaron su vida en Amazonia. Y luego, con un poco de pillería, dice al Papa: "No se olvide de ellos. Merecen ser canonizados". Por ellos, por esos que están dando la vida ahora, por los que gastaron su vida, con ellos, caminemos juntos.