Homilía
Dedicación de la basílica de san Juan de Letrán
Sábado, 9 de noviembre de 2019

Esta tarde, en esta celebración de la Dedicación, me gustaría tomar de la Palabra de Dios tres versículos para daros, para que los hagáis objeto de meditación y oración.

El primero está dirigido a todos, a toda la comunidad diocesana de Roma. Es el versículo del Salmo Responsorial: «Un río y sus canales alegran la ciudad de Dios» (Sal 46, 5). Los cristianos que viven en esta ciudad son como el río que fluye del templo: traen una Palabra de vida y esperanza capaz de fecundar los desiertos de los corazones, como el arroyo descrito en la visión de Ezequiel (cf. Ez 47) fecunda el desierto de Arabá y sanea las aguas saladas y sin vida del Mar Muerto. Lo importante es que la corriente de agua salga del templo y se dirija a tierras de aspecto hostil. La ciudad no puede por menos que alegrarse cuando ve a los cristianos convertirse en anunciadores alegres, decididos a compartir con los demás los tesoros de la Palabra de Dios y a trabajar por el bien común. La tierra, que parecía destinada para siempre a la sequía, revela un potencial extraordinario: se convierte en un jardín con árboles siempre verdes y hojas y frutos de poder medicinal. Ezequiel explica por qué es tan fecunda: «Esta agua viene del santuario» (Ez 47, 12). ¡Dios es el secreto de esta nueva fuerza de vida!

¡Ojalá el Señor se regocije al vernos en movimiento, dispuestos a escuchar con el corazón a sus pobres que claman a Él! ¡Qué la Madre Iglesia de Roma experimente el consuelo de ver una vez más la obediencia y el coraje de sus hijos, llenos de entusiasmo por este nuevo tiempo de evangelización! Encontrar a los demás, dialogar con ellos, escucharlos con humildad, gratuidad y pobreza de corazón… Os invito a vivir todo esto no como un esfuerzo pesado, sino con ligereza espiritual: en lugar de dejarse atrapar por el ansia de actuar es más importante que ampliéis vuestra percepción para captar la presencia y la acción de Dios en la ciudad. Es una contemplación que nace del amor.

A vosotros, sacerdotes, quiero dedicar un versículo de la segunda lectura, de la Primera Carta a los Corintios: «Nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo» (1Co 3, 11). Esta es vuestra tarea, el corazón de vuestro ministerio: ayudar a la comunidad a permanecer siempre a los pies del Señor para escuchar su palabra; mantenerla alejada de toda mundanidad, de los malos compromisos; custodiar el fundamento y la raíz santa del edificio espiritual; defenderla de los lobos rapaces, de aquellos que quieren desviarla del camino del Evangelio. Como Pablo, vosotros también sois "arquitectos sabios" (cf. 3, 10), sabios porque sabéis bien que cualquier otra idea o realidad que queramos poner en la base de la Iglesia en lugar del Evangelio, podría garantizarnos quizás un mayor éxito, quizás una gratificación inmediata, ¡pero implicaría inevitablemente el derrumbe, el derrumbe de todo el edificio espiritual!

Desde que soy obispo de Roma he conocido más de cerca a muchos de vosotros, queridos sacerdotes: he admirado la fe y el amor al Señor, la cercanía a las personas y la generosidad en el cuidado de los pobres. Conocéis los barrios de la ciudad como ningún otro y guardáis en vuestros corazones los rostros, las sonrisas y las lágrimas de tanta gente. Habéis dejado de lado los contrastes ideológicos y los protagonismos personales para dar cabida a lo que Dios os pide. El realismo de los que tienen los pies en la tierra y saben "cómo son las cosas en este mundo" no os ha impedido volar alto con el Señor y soñar en grande. ¡Que Dios os bendiga! ¡Qué la alegría de la intimidad con Él sea la recompensa más verdadera por todo el bien que hacéis cada día!

Y finalmente un versículo para vosotros, miembros de los equipos pastorales, que estáis aquí para recibir un mandato especial del Obispo. No podía por menos que escogerlo del Evangelio (Jn 2, 13-22), donde Jesús se comporta de forma divinamente provocativa. Para poder sacudir la estupidez de los hombres y conducirlos a cambios radicales, a veces Dios opta por actuar con fuerza, para romper una situación. Jesús, con su acción, quiere producir un cambio de ritmo, una inversión de ruta. Muchos santos han tenido el mismo estilo: algunos de sus comportamientos, incomprensibles para la lógica humana, fueron el resultado de intuiciones suscitadas por el Espíritu y pretendían provocar a sus contemporáneos y ayudarles a comprender que «mis pensamientos no son vuestros pensamientos», dice Dios a través del profeta Isaías» (Is 55, 8).

Para comprender bien el episodio evangélico de hoy, debemos subrayar un detalle importante. Los cambistas estaban en el patio de los paganos, el lugar accesible a los no judíos. Este mismo patio se había transformado en un mercado. Pero Dios quiere que su templo sea una casa de oración para todos los pueblos (cf. Is 56, 7). De ahí la decisión de Jesús de derribar las mesas de cambio de moneda y expulsar a los animales. Esta purificación del santuario era necesaria para que Israel redescubriera su vocación: ser una luz para todos los pueblos, un pequeño pueblo elegido para servir a la salvación que Dios quiere dar a todos. Jesús sabe que esta provocación le costará cara… Y cuando le preguntan: «¿Qué señal nos muestras para obrar así?» (Jn 2, 18), el Señor responde diciendo: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré» (Jn 2, 19).

Y este es precisamente el versículo que quiero daros esta noche, equipo pastoral. Se os ha confiado la tarea de ayudar a vuestras comunidades y a los agentes de pastoral a llegar a todos los habitantes de la ciudad, descubriendo nuevos caminos para encontrar a los que están lejos de la fe y de la Iglesia. Pero, al hacer este servicio, lleváis con vosotros esta conciencia, esta confianza: no hay corazón humano en el que Cristo no quiera y no pueda renacer. En nuestras existencias de pecadores a menudo nos distanciamos del Señor y apagamos el Espíritu. Destruimos el templo de Dios que es cada uno de nosotros. Sin embargo, esta no es nunca una situación definitiva: ¡al Señor le bastan tres días reconstruir su templo dentro de nosotros!

Nadie, no importa cuán herido por el mal, es condenado en esta tierra a estar separado para siempre de Dios. De una manera a menudo misteriosa pero real, el Señor abre nuevos destellos en nuestros corazones, deseos de verdad, bondad y belleza, que dan cabida a la evangelización. A veces se puede encontrar desconfianza y hostilidad: no hay que dejarse bloquear, sino mantener la convicción de que Dios tarda tres días en resucitar a su Hijo en el corazón del hombre. Es también la historia de algunos de nosotros: ¡conversiones profundas, fruto de la acción imprevisible de la gracia! Pienso en el Concilio Vaticano II: «Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual» (Constitución pastoral Gaudium et spes, 22).

¡Qué el Señor nos dé a experimentar todo esto en nuestra acción evangelizadora! ¡Qué crezcamos en la fe en el misterio pascual y nos asociemos a su "celo" por nuestra casa! ¡Buen camino!