En el pasaje evangélico que se ha proclamado (cf. Jn 11, 17-27) Jesús pronuncia una solemne autorrevelación: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí no morirá para siempre» (vv. 25-26). La gran luz de estas palabras prevalece sobre la oscuridad del profundo duelo causado por la muerte de Lázaro. Marta las acoge y con una firme profesión de fe declara: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo» (v. 27). Las palabras de Jesús traen la esperanza de Marta del futuro lejano al presente: la resurrección ya está cerca de ella, presente en la persona de Cristo.
La revelación de Jesús hoy nos interpela a todos. Estamos llamados a creer en la resurrección no como una especie de espejismo en el horizonte, sino como algo que está presente y nos involucra misteriosamente ya desde ahora. Y, sin embargo, esta misma fe en la resurrección no ignora ni enmascara el desconcierto que humanamente experimentamos ante la muerte. El mismo Señor Jesús, al ver a las hermanas de Lázaro y a los que estaban llorando con ellas, no sólo no ocultó su sentimiento, sino que –añade el evangelista Juan– incluso «se echó a llorar» (Jn 11, 35). Excepto en el pecado, es totalmente solidario con nosotros: experimentó también el drama del luto, la amargura de las lágrimas derramadas por el fallecimiento de un ser querido. Pero esto no disminuye la luz de la verdad que emana de su revelación, de la que la resurrección de Lázaro fue un gran signo.
Hoy, por lo tanto, es a nosotros a quienes el Señor nos repite: «Yo soy la resurrección y la vida» (v. 25). Y nos llama a renovar el gran salto de fe, entrando ya desde ahora en la luz de la resurrección: «El que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?» (v. 26). Cuando se produce este salto, nuestra forma de pensar y ver las cosas cambia. La mirada de la fe, trascendiendo lo visible, ve en cierto modo lo invisible (cf. Hb 11, 27). Cada evento se evalúa entonces a la luz de otra dimensión, la de la eternidad.
Esto es lo que emerge en el pasaje del Libro de la Sabiduría. La muerte prematura de un justo se considera desde una perspectiva diferente a la común: «Agradó a Dios y Dios lo amó, vivía entre pecadores y Dios se lo llevó… para que la maldad no pervirtiera su inteligencia, ni la perfidia sedujera su alma» (Sb 4, 10-11). Desde la perspectiva de la fe, esa muerte no se presenta como una desgracia, sino como un acto providencial del Señor, cuyos pensamientos no coinciden con los nuestros. Por ejemplo, el propio autor sagrado señala que, según la perspectiva de Dios, «una vejez venerable no son los muchos días, ni se mide por el número de años, pues las canas del hombre son la prudencia y la edad avanzada, una vida intachable» (Sb 4, 8-9). Los amorosos designios de Dios para sus elegidos escapan completamente a aquellos que tienen la realidad mundana como único horizonte. Por lo tanto, sobre estos –como hemos oído– se dice: «La gente ve la muerte del sabio, pero no comprende los designios divinos sobre él, ni por qué lo pone a salvo el Señor» (Sb 4, 17).
Al rezar por los cardenales y obispos que han fallecido durante este último año, pedimos al Señor que nos ayude a considerar su parábola existencial de la manera correcta. Le pedimos que disuelva esa melancolía negativa que a veces nos penetra, como si todo terminara con la muerte. Es un sentimiento alejado de la fe, que se añade al miedo humano de tener que morir, y del que nadie puede decir que es completamente inmune. Por esta razón, ante el enigma de la muerte, incluso el creyente debe convertirse continuamente. Cada día estamos llamados a ir más allá de la imagen que instintivamente tenemos de la muerte como aniquilación total de una persona; a trascender lo evidente, los pensamientos sistemáticos y obvios, las opiniones comunes, a encomendarnos enteramente al Señor que declara: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí no morirá para siempre» (Jn 11, 25-26).
Estas palabras, hermanos y hermanas, acogidas con fe, hacen que la oración por nuestros hermanos fallecidos sea verdaderamente cristiana. También nos permiten tener una visión más real de su existencia: comprender el sentido y el valor del bien que han hecho, de su fortaleza, de su compromiso y de su amor desinteresados; comprender lo que significa vivir aspirando no a una patria terrena, sino a una mejor, es decir, la patria celestial (cf. Hb 11, 16). La oración en sufragio por los difuntos, elevada en la confianza de que viven con Dios, extiende así sus beneficios también a nosotros, peregrinos aquí en la tierra. Nos educa para una auténtica visión de la vida; nos revela el sentido de las tribulaciones que debemos atravesar para entrar en el Reino de Dios; nos abre a la verdadera libertad, disponiéndonos a la búsqueda continua de los bienes eternos.
Haciendo nuestras las palabras del Apóstol, nosotros también nos sentimos «llenos de confianza […]. Por lo cual, en destierro o en patria, nos esforzamos en agradarlo» (2Co 5, 8-9). La vida de un siervo del Evangelio gira en torno al deseo de lograr todo aquello que agrada al Señor. Este es el criterio de cada elección que hace, de cada paso que da. Recordemos, pues, con gratitud el testimonio de los cardenales y obispos difuntos que vivieron en la fidelidad a la voluntad divina; recemos por ellos, tratando de seguir su ejemplo. Que el Señor derrame siempre sobre nosotros su Espíritu de sabiduría, de manera especial en este tiempo de prueba. Particularmente en los momentos en que el camino se hace más difícil, no nos abandona, permanece con nosotros, fiel a su promesa: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 20).