Viaje apostólico a Budapest y Eslovaquia
52 Congreso eucarístico internacional, 12-15.IX.21
«Nosotros –declara san Pablo– proclamamos a un Mesías crucificado […], fuerza y sabiduría de Dios». Por otra parte, el Apóstol no esconde que la cruz, a los ojos de la sabiduría humana, representa todo lo contrario: es «escándalo», «locura» (1Co 1, 23-24). La cruz era instrumento de muerte, y sin embargo de allí ha venido la vida. Era lo que nadie quería mirar, y aun así nos ha revelado la belleza del amor de Dios. Por eso el santo Pueblo de Dios la venera y la liturgia la celebra en la fiesta de hoy. El Evangelio de san Juan nos toma de la mano y nos ayuda a entrar en este misterio. El evangelista, de hecho, estaba justo allí, al pie de la cruz. Contempla a Jesús, ya muerto, colgado del madero, y escribe: «El que lo vio da testimonio» (Jn 19, 35). San Juan ve y da testimonio.
Ante todo está el ver. Pero, ¿qué ha visto Juan al pie de la cruz? Ciertamente lo que han visto los demás: Jesús, inocente y bueno, muere brutalmente entre dos malhechores. Una de las tantas injusticias, uno de los tantos sacrificios cruentos que no cambian la historia, la enésima demostración de que el curso de los acontecimientos en el mundo no se modifica: a los buenos se los quita del medio y los malvados vencen y prosperan. A los ojos del mundo la cruz es un fracaso. Y también nosotros corremos el riesgo de detenernos ante esta primera mirada, superficial, de no aceptar la lógica de la cruz; de no aceptar que Dios nos salve dejando que se desate sobre sí el mal del mundo. No aceptar, sino sólo con palabras, al Dios débil y crucificado, es soñar con un Dios fuerte y triunfante. Es una gran tentación. Cuántas veces aspiramos a un cristianismo de vencedores, a un cristianismo triunfador que tenga relevancia e importancia, que reciba gloria y honor. Pero un cristianismo sin cruz es mundano y se vuelve estéril.
San Juan, en cambio, vio en la cruz la obra de Dios. Reconoció en Cristo crucificado la gloria de Dios. Vio que Él, a pesar de las apariencias, no era un fracasado, sino que era Dios que voluntariamente se ofrecía por todos los hombres. ¿Por qué lo hizo? Hubiera podido conservar la vida, hubiera podido mantenerse a distancia de nuestra historia más miserable y cruda. En cambio, quiso entrar dentro, ahondar en ella. Por eso eligió el camino más difícil: la cruz. Porque no debe haber en la tierra ninguna persona tan desesperada que no lo pueda encontrar, aun allí, en la angustia, en la oscuridad, en el abandono, en el escándalo de la propia miseria y de los propios errores. Precisamente allí, donde se piensa que Dios no pueda estar, Dios ha llegado. Para salvar a cualquier persona que esté desesperada quiso rozar la desesperación, para hacer suyo nuestro más amargo desaliento gritó en la cruz: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46; Sal 22, 1). Un grito que salva. Salva porque Dios hizo suyo incluso nuestro abandono. Y nosotros, ahora, con Él, ya no estamos solos, nunca.
¿Cómo podemos aprender a ver la gloria en la cruz? Algunos santos han enseñado que la cruz es como un libro que, para conocerlo, es necesario abrir y leer. No basta adquirir un libro, darle un vistazo y colocarlo en un lugar visible de la casa. Lo mismo vale para la cruz: está pintada o esculpida en cada rincón de nuestras iglesias. Son incontables los crucifijos: en el cuello, en casa, en el auto, en el bolsillo. Pero no sirve de nada si no nos detenemos a mirar al Crucificado y no le abrimos el corazón, si no nos dejamos sorprender por sus llagas abiertas por nosotros, si el corazón no se llena de conmoción y no lloramos delante del Dios herido de amor por nosotros. Si no hacemos esto, la cruz se queda como un libro no leído, del que se conoce bien el título y el autor, pero que no repercute en la vida. No reduzcamos la cruz a un objeto de devoción, mucho menos a un símbolo político, a un signo de importancia religiosa y social.
De la contemplación del Crucificado brota el segundo paso: dar testimonio. Si se ahonda la mirada en Jesús, su rostro comienza a reflejarse en el nuestro, sus rasgos se vuelven los nuestros, el amor de Cristo nos conquista y nos transforma. Pienso en los mártires, que testimoniaron el amor de Cristo en tiempos muy difíciles de esta nación, cuando todo aconsejaba callar, resguardarse, no profesar la fe. Pero no podían, no podían dejar de dar testimonio. ¡Cuántas personas generosas aquí en Eslovaquia sufrieron y murieron a causa del nombre de Jesús! Un testimonio realizado por amor a Aquel que habían contemplado largamente. Tanto, hasta el punto de asemejarse a Él, incluso en la muerte.
Pero pienso también en nuestro tiempo, en el que no faltan ocasiones para dar testimonio. Aquí, gracias a Dios, no hay quien persiga a los cristianos como en tantas otras partes del mundo. Pero el testimonio puede ser socavado por la mundanidad o la mediocridad. La cruz en cambio exige un testimonio límpido. Porque la cruz no quiere ser una bandera que enarbolar, sino la fuente pura de un nuevo modo de vivir. ¿Cuál? El del Evangelio, el de las Bienaventuranzas. El testigo que tiene la cruz en el corazón y no solamente en el cuello no ve a nadie como enemigo, sino que ve a todos como hermanos y hermanas por los que Jesús ha dado la vida. El testigo de la cruz no recuerda los agravios del pasado y no se lamenta del presente. El testigo de la cruz no usa los caminos del engaño y del poder mundano, no quiere imponerse a sí mismo y a los suyos, sino dar la propia vida por los demás. No busca los propios beneficios para después mostrarse devoto, esta sería una religión del doblez, no el testimonio del Dios crucificado. El testigo de la cruz persigue una sola estrategia, la del Maestro, que es el amor humilde. No espera triunfos aquí abajo, porque sabe que el amor de Cristo es fecundo en lo cotidiano y hace nuevas todas las cosas desde dentro, como semilla caída en tierra, que muere y da fruto.
Queridos hermanos y hermanas, ustedes han visto testigos. Conserven el amado recuerdo de las personas que los han amamantado y criado en la fe. Personas humildes y sencillas, que han dado la vida amando hasta el extremo. Ellos son nuestros héroes, los héroes de la cotidianidad, y sus vidas son las que cambian la historia. Los testigos engendran otros testigos, porque son dadores de vida. Y así se difunde la fe. No con el poder del mundo, sino con la sabiduría de la cruz; no con las estructuras, sino con el testimonio. Y hoy el Señor, desde el silencio vibrante de la cruz, nos dice a todos nosotros, te dice también a ti, a ti, a ti, a mí: "¿Quieres ser mi testigo?".
Con Juan, en el Calvario, estaba la Santa Madre de Dios. Nadie como ella vio abierto el libro de la cruz y lo testimonió por medio del amor humilde. Por su intercesión, pidamos la gracia de convertir la mirada del corazón al Crucificado. Entonces nuestra fe podrá florecer en plenitud, entonces los frutos de nuestro testimonio madurarán.